John Katzenbach - Un Asunto Pendiente

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Megan y Duncan Richards son gente normal. Él es banquero; ella, agente inmobiliaria. Tienen dos hijas adolescentes y un hijo. Viven en una casa preciosa. Todo indica que sus días de activistas políticos, allá por 1968, han quedado muy atrás. Después de todo, cualquiera que fuera joven en 1968 tiene un pasado activista.
Pero Megan y Duncan son distintos. Ellos fueron un poco más lejos. Empujados por una hermosa mujer que se hacía llamar Tania y que dirigía un grupo radical llamado la Brigada de Phoenix, tomaron parte en un robo que, según Tania, sería sencillo y sin derramamiento de sangre, pero no fue así. Desde entonces han pasado 18 años.
Y ahora, cuando los Richards disfrutan de su tranquilidad familiar, Tania está a punto de salir de la cárcel. Lleva 18 años planeando cómo vengarse de las dos personas a las que culpa de lo que ocurrió aquel día. Su venganza será dulce, será perversa. Empezará por su hijo…

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De alguna extraña forma quería y odiaba a su padre al mismo tiempo. Era consciente de lo mucho que le había enseñado, de cómo su compromiso con determinadas causas la había influido. Le había enseñado que una vida sin pasión y sin creencias era fría e insustancial. Le había enseñado que la acción, el deber social, la protesta son los cimientos de la inteligencia. En su apartamento en el Village siempre habían sonado las canciones de algún movimiento de protesta. Recordaba despertarse en brazos de su padre en mitad de la noche mientras éste la trasladaba a dormir con él y su madre para hacer sitio a algún visitante importante, por lo general con barba y portando una guitarra, que pasaba la noche en su cama. Mis primeros sacrificios por la causa.

En tercer curso, cuando sus compañeros hacían comentarios de texto sobre La telaraña de Carlota o El viento en los sauces, ella hablaba de Joe Hill y los Wobblies. *Su memoria retrocedió a cuando, a la edad de siete u ocho años, la llevaron a una sala gigantesca en Greenwich Village llena de cientos de personas que gritaban: ¡Libérenlos! ¡Libérenlos! Más tarde supo que se trataba de un mitin en defensa de Julius y Ethel Rosenberg. Recordó cómo la habían impactado los gritos, la unidad que se respiraba en la atmósfera cargada y acalorada de aquel salón. Estaba convencida de que aquella causa que su padre apoyaba tendría éxito y había llorado cuando leyó el titular en los periódicos unos meses más tarde. **Al recordarlo ahora rio en voz alta. Así era mi padre, siempre dispuesto a prestar su apoyo, siempre dispuesto a poner el cuerpo, su prestigio, su dinero en defensa de cualquier causa que considerara justa. ¿Y para qué? El Gobierno había asesinado a los Rosenberg. El Estado siempre acababa burlándose de gente como mi padre.

Pero de mí no se reirán.

Pensó de nuevo en su padre. Siempre vestía trajes de corte diplomático de color azul, marrón o gris. Lo llamaba «camuflaje corporativo». Hay que vestir como el enemigo, solía decir riendo. Sabía perder con sentido del humor. Yo no tenía nada contra el sentido del humor, pero odiaba perder. Sus principios eran siempre los correctos, sus ideas políticas, también. Sus causas eran siempre importantes; sus tácticas, sólidas. Sus argumentos legales eran siempre perspicaces. Sus exposiciones siempre directas, impactantes.

Y siempre perdía.

Olivia se miró otra vez en el espejo y borró a su padre de sus pensamientos. Hoy les demostraré a todos que en la acción está la fuerza. Por un instante imaginó los titulares de los periódicos. El plan la llenaba de excitación y miró sus ojos grises en el espejo, buscando en ellos algún defecto. Sonrió satisfecha.

Ninguno.

Habían pasado mucho tiempo mirando, esperando, observando. Se sabía de memoria el itinerario del furgón blindado. Conocía el procedimiento que seguía cada día, cuando recogían los recibos de entrega y depositaban el dinero en el banco. Era siempre en miércoles alternos, después del horario de oficina, cuando había poca actividad en el banco. Ni siquiera se molestaban en destrabar las correas de las fundas de sus revólveres. La semana pasada uno de los guardias había apoyado la pistola en el suelo mientras recogía una de las sacas de dinero que se había caído. Lo vio levantarse resoplando. Parecían hasta aburridos, totalmente relajados y ajenos por completo a lo que se les venía encima.

¿Y por qué no? Es una pequeña población granjera en una región vinícola. Lo que ocurre en San Francisco, a dos horas y un siglo de distancia, no los afecta. Lo que se vive en sus calles se resume aquí en unas cuantas imágenes en las noticias de la noche. Nada de qué preocuparse.

Hasta que yo llegué.

El plan cumpliría dos objetivos políticos. En primer lugar, el dinero provenía en gran medida de una fábrica filial de Dow Chemical. El hecho de que esa pequeña fábrica sólo produjera pesticidas agrícolas y no guardara relación alguna con las plantas mayores productoras de napalm y otras armas químicas carecía de importancia. Y el atraco se haría en una comunidad pequeña y conservadora, un hatajo de republicanos de la línea de Eisenhower, listos para ser atacados. Los policías de aquí son todos hijos de granjeros que terminan perdiendo sus propiedades a manos del banco. Esto les enseñará que la revolución puede estallar en cualquier parte.

Eso era lo que más le gustaba. El elemento sorpresa.

Se miró una vez más, sonriendo al pensar en lo que estaba por venir. Tomó su pistola, apuntó a su imagen en el espejo y permaneció así varios segundos. El tacto de la pistola le producía una sensación casi eléctrica y se dio cuenta de que estaba casi excitada. Con la pistola todavía así sujeta, se llevó la otra mano al pecho y empezó a acariciarse. A todos los guerreros les pasa lo mismo antes de la batalla, pensó.

No se detuvo cuando la puerta se abrió tras ella, era Emily Lewis. Olivia continuó acariciándose el pecho mientras miraba el reflejo de la otra mujer en el espejo.

– Tania -dijo ésta-. ¿Podemos hablar un momento?

– ¿No hemos hablado ya bastante?

– Sí, tienes razón. Pero hay algo en el plan que me preocupa.

Olivia se volvió y rodeó a la mujer con un brazo. Después le masajeó los hombros y le pasó la mano por el cabello rizado, antes de llevarla junto a la cama.

– Cuéntame -dijo.

– Es sobre el plan para escapar. Entiendo lo de las dos furgonetas y lo del cambio. Lo que da miedo es que el camino que usaremos para escapar pasa delante del banco. No sé si seremos capaces de mantener la calma.

– Eso es lo bonito de escapar. Salimos en una dirección y después, antes de que los cerdos se den cuenta, en el momento en que empiecen a perseguirnos, damos la vuelta y los adelantamos en sentido contrario. Tienes razón, habrá que tener mucha sangre fría. Pero somos fuertes. Todo saldrá bien, ya lo verás.

– ¿Crees que será capaz? Quiero decir, de conducir. ¿Y si nos paran?

– Por eso permití que Duncan la trajera. En primer lugar, hará cualquier cosa que él le pida, lo que sea. Y en segundo lugar, no olvides que ni siquiera tiene multas de tránsito. Está totalmente limpia. Y mírala, es el prototipo de chica universitaria progre, con un punto radical. Engañaría a cualquier policía asustado a la caza de un grupo de revolucionarios profesionales. E incluso si nos paran y comprueban su nombre y su carnet de conducir, no encontrarían nada, tendrían que dejarla ir. Y nosotros estaríamos en la parte trasera, partiéndonos el culo de risa.

Emily se recostó en la cama. Sonrió.

– Haces que parezca tan fácil…

– Es que es fácil. Kwanzi y Sundiata lo han hecho ya media docena de veces. Son buenos, conocen su trabajo.

– Sí, excepto que una vez los atraparon.

– Porque sus motivaciones no eran las correctas.

– ¿Y ahora sí?

– Ahora sí -dijo Olivia. Por un instante pensó en lo fácil que le resultaba mentir, y siguió haciéndolo-. Una vez fueron criminales, ahora son revolucionarios y pueden usar su experiencia en beneficio de la revolución.

La mujer de pelo oscuro cerró los ojos.

– Bueno -dijo-. Me gustaría que hubieras elegido algo más tranquilo para la primera acción, pero confío en ti.

– Bien. Piensa en el dinero. Armas nuevas, un cuartel general mejor. La Brigada Fénix será una realidad. Nos convertiremos en una verdadera organización revolucionaria. Será un verdadero hito, sin duda.

Emily rio.

– Dios -exclamó-. Los cerdos se van a poner furiosos.

Olivia se inclinó sobre ella y le acarició la nuca con un dedo.

– Tienes que confiar en mí -dijo-. Hacer lo que yo te diga. Juntos somos un ejército.

– Lo haré. Todos lo haremos.

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