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John Katzenbach: Un Asunto Pendiente

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Megan y Duncan Richards son gente normal. Él es banquero; ella, agente inmobiliaria. Tienen dos hijas adolescentes y un hijo. Viven en una casa preciosa. Todo indica que sus días de activistas políticos, allá por 1968, han quedado muy atrás. Después de todo, cualquiera que fuera joven en 1968 tiene un pasado activista. Pero Megan y Duncan son distintos. Ellos fueron un poco más lejos. Empujados por una hermosa mujer que se hacía llamar Tania y que dirigía un grupo radical llamado la Brigada de Phoenix, tomaron parte en un robo que, según Tania, sería sencillo y sin derramamiento de sangre, pero no fue así. Desde entonces han pasado 18 años. Y ahora, cuando los Richards disfrutan de su tranquilidad familiar, Tania está a punto de salir de la cárcel. Lleva 18 años planeando cómo vengarse de las dos personas a las que culpa de lo que ocurrió aquel día. Su venganza será dulce, será perversa. Empezará por su hijo…

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– Necesitas purgarte -continuó Olivia impertérrita, su voz llena de desprecio-. Deshacerte de todos tus pensamientos burgueses y sustituirlos por el auténtico fuego revolucionario.

– ¡Ya te he dicho que estamos preparados!

– Me parece que aún estás muy verde, matemático. Todavía arrastras todo lo que aprendiste en el colegio. Sigues siendo un universitario jugando a la revolución.

– Escucha, Tania, yo no estoy jugando a nada y me gustaría que me dejaras en paz. ¿Estamos aquí o no? Ya no soy tu puto matemático. Todo eso se acabó y tú eres quien se empeña en seguir recordándomelo. Ya hemos tenido esta conversación un par de veces y está empezando a hartarme. Lo de la universidad pertenece al pasado, se ha terminado para mí. La Fénix es tan real para mí como para ti y tú tampoco has sido una revolucionaria toda la vida.

– No -replicó Olivia, con voz tranquila y amarga-. Una vez fui un cerdo, pero ya no. Lo he dado todo por el movimiento. Por él cambié de nombre y por él daría mi vida ahora mismo y moriría feliz. ¿Tú morirías feliz, matemático? ¿A qué has renunciado tú? Los cerdos todavía llaman a Sundiata y Kwanzi por los nombres que tenían en la cárcel, pero nosotros los llamamos por sus nombres revolucionarios. Y están dispuestos a morir; han vivido la lucha del gueto y están dispuestos a morir por la lucha de hoy. También los otros, Emily y Bill Lewis -unos nombres norteamericanos, totalmente normales, ¿no?-, ahora son Emma y Che, verdaderos soldados. Aquí todos van en serio, son ustedes los que me preocupan.

– Me gustaría que te dejaras de retórica.

– Tú eres a quien le gusta hablar. Has hablado por los codos de todas las veces que te han gaseado y arrestado y pegado. ¿Dónde están tus cicatrices, matemático? Ya veremos. Ahora vas a tener la oportunidad de devolver los golpes, sólo que me pregunto si serás capaz. Se acabaron las peroratas pacifistas, la desobediencia civil de los domingos. ¡Es la guerra! La han buscado y ahora la van a tener.

– ¿Y tendré que morir para demostrar mi lealtad?

– Otros lo han hecho.

El joven vaciló.

– Ya te lo he dicho, estamos preparados. Haremos lo que tengamos que hacer.

Olivia le lanzó una mirada feroz. Era casi tan alta como él y podía mirarlo directamente a los ojos. Después rio con desprecio y, antes de que el joven pudiera decir nada, giró sobre sus talones y desapareció en dirección al dormitorio de la parte trasera de la casa. El hombre de barba se quedó mirándola un momento, lleno de rabia.

– Se cree la estrella de la función -musitó. Y añadió para sí-: Y lo es. -Se volvió hacia la puerta cerrada.- Vamos, Meg. ¿Estás bien?

Oyó el ruido de la cadena y un segundo después la puerta del baño se abrió despacio.

La muchacha estaba pálida y temblorosa.

– Lo siento, Duncan, me dieron ganas de vomitar, supongo que son los nervios, pero te preocupes, estaré bien. Dime lo que hay que hacer. -Miró hacia la habitación en la que Olivia acababa de desaparecer.- Ya sabes cuál es mi opinión, pero haré lo que me digas.

– Escucha, todos estamos nerviosos. Es un día importante.

– Estaré bien.

– Todo va a salir bien, se trata de un gesto más que nada y no habrá heridos. Así que no estés nerviosa.

Pero ella sabía que no eran nervios. Sabía que había una vida creciendo en su interior y por un instante pensó si era el momento de contárselo. No, decidió, no es el momento ni el lugar. Pero ¿cuándo? Tenemos poco tiempo. Le acarició la mejilla.

– ¿Tú estás bien?

– Claro. ¿Por qué no iba a estarlo?

– Por nada, sólo me lo preguntaba.

– ¿Por qué? ¿Qué problema podría haber?

Ella se limitó a mirarlo.

– Basta -susurró enfadado-. No empieces tú también. Vamos a hacerlo, lo hemos hablado y ya está. Estoy cansado de manifestaciones, estoy cansado de protestas. No han servido de nada. Hemos discutido esto mil veces. Lo único que entiende la sociedad es la violencia, de manera que hay que apuntarles al corazón. Sólo así quizá cambien las cosas. Es la única vía. -Vaciló un momento y continuó:- Es el único lenguaje que entenderán; atraerá su atención. Hay que hacerlo.

Al principio Megan se quedó callada. Luego dijo:

– Bueno, pues muy bien. Creer que un cambio es posible es una cosa, pero haz el favor de no hablar como Tania, porque tú no eres así.

Él suspiró irritado.

– Ya hemos hablado de esto.

Ella asintió.

– Basta, ¡ahora no! ¡Precisamente ahora no!

La agarró por los hombros, pero no estaba enfadado. Ella le deslizó los brazos alrededor del cuello.

– Ahora no -suspiró él-. Dios, no tenía que haberte traído aquí, éste no es sitio para ti. Lo sabía.

– Mi sitio está donde estés tú -dijo ella y rio-. Madre mía, eso sí que suena cursi. -Sabía que el chiste lo relajaría, pues podía ver la tensión en sus ojos. Esperaba que fuera una tensión generada por la duda. Tengo que encontrar la manera de salir de aquí, pensó. La manera de sacarnos a los dos.

Después de un momento él la soltó.

– Vamos a comer algo -dijo en un tono de voz ya normal, tomándole la barbilla con la mano.

Ella sacudió la cabeza.

– No sé si tengo hambre -dudó, pensativa-. Es curioso -añadió-. En realidad ahora que lo pienso creo que podría comerme un caballo. Con un baño de crema.

– ¿Para desayunar? -rio él.

– Vamos -dijo ella tomándolo de la mano. Pero su sonrisa escondía la ansiedad que la atenazaba. ¡Díselo! Ahora todo es distinto. Ya no somos sólo nosotros dos. Dudaba de ser capaz de encontrar el momento y las palabras adecuados.

***

Olivia Barrow estaba de pie en el pequeño vestidor del dormitorio trasero mirándose en el espejo. Se había cortado el pelo muy corto, lo que afinaba sus rasgos. Los examinó uno a uno: la nariz recta, los pómulos grandes y la frente ancha que tantas veces impulsaba a su madre a acariciarle la cabeza y a decirle que sería la chica más linda de la fiesta a la que iba, cualquiera que fuera. Se rio en voz alta. Seguramente su madre no se refería a esa clase de fiestas. Recordó que había intentado inscribirla en una escuela de modelos cuando estaba en el primer año de la facultad, y resopló. Necesito una cicatriz, pensó, una marca grande y morada que me recorra y afee la cara, como un gran arañazo en un lienzo. Sería mejor si tuviera un aspecto más vulgar, más anónimo. Si me hubiera vuelto como una de esas hippies gordas y de pelo grasiento, con el pecho y el culo caídos, que recitan mantras sobre la paz, el amor y las flores y parecen ir drogados todo el día, pasaría más inadvertida.

Pero también era consciente de la fuerza que le daba su belleza. Se inclinó con agilidad a tocarse las puntas de los pies y a continuación apoyó las palmas de las manos en el suelo. Era importante mantenerse en forma.

Su madre había sido bailarina. Recordaba verla saltar, girar y volar en su estudio. Siempre había sido fuerte. De pronto Olivia se sintió furiosa. ¿Por qué no había luchado? ¿Por qué había dejado que la enfermedad acabara con su vida? Recordó su asombro al ver cómo el cáncer se llevaba todas las fuerzas de su madre, mermándola por momentos, volviéndola pequeña y patética. Olivia odiaba esos recuerdos, la derrota, los susurros y la ineptitud de los médicos. La resignación impotente de su padre.

Se preguntó qué estaría haciendo ahora. Probablemente estaría metido en su cubil, en un apartamento decrépito frente a Washington Square, leyendo libros de Derecho, preparándose para defender una nueva causa perdida, inevitablemente destinada a fracasar. Mi padre, pensó, con cierta simpatía, siempre luchando contra sus molinos de viento. Si no vienen a su encuentro, ya se ocupa él de ir a buscarlos.

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