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John Katzenbach: Un Asunto Pendiente

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Megan y Duncan Richards son gente normal. Él es banquero; ella, agente inmobiliaria. Tienen dos hijas adolescentes y un hijo. Viven en una casa preciosa. Todo indica que sus días de activistas políticos, allá por 1968, han quedado muy atrás. Después de todo, cualquiera que fuera joven en 1968 tiene un pasado activista. Pero Megan y Duncan son distintos. Ellos fueron un poco más lejos. Empujados por una hermosa mujer que se hacía llamar Tania y que dirigía un grupo radical llamado la Brigada de Phoenix, tomaron parte en un robo que, según Tania, sería sencillo y sin derramamiento de sangre, pero no fue así. Desde entonces han pasado 18 años. Y ahora, cuando los Richards disfrutan de su tranquilidad familiar, Tania está a punto de salir de la cárcel. Lleva 18 años planeando cómo vengarse de las dos personas a las que culpa de lo que ocurrió aquel día. Su venganza será dulce, será perversa. Empezará por su hijo…

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Recordó cuando, dieciocho años atrás, había cruzado el umbral del banco por primera vez. El padre de Megan le había sujetado la puerta mientras él dudaba. Su nuevo corte de pelo lo incomodaba y no hacía más que pasarse la mano por la cabeza, sintiéndose igual que si le acabaran de amputar un brazo o una pierna.

Se le encogió el estómago al recordar su miedo y los esfuerzos por ocultarlo durante todo el día.

¿Por qué pienso en eso ahora?

Volvió a mirar por la ventana y, aunque trataba de apartarlos, más recuerdos le venían a la cabeza. Era una mañana luminosa y en el banco había mucha actividad. Gente, luz y actividad suficientes para que mi nerviosismo pasara inadvertido. Entonces pensaba que nunca podría entrar otra vez en un banco. Philips dijo que empezaría de cajero, puesto que el juez Pearson me avalaba; eran compañeros de golf. Me temblaron las manos la primera vez que toqué el dinero y cada vez que se abría la puerta delantera. Pensaba que era el fin. Entrarían hombres con semblante serio y trajes grises que vendrían por mí.

¿Cuánto le había durado aquel estado de ansiedad? ¿Una semana? ¿Un mes? ¿Un año?

¿Por qué pienso en eso ahora?

Ya pasó. Hace dieciocho años de ello y ya pasó.

No recordaba cuándo fue la última vez que había pensado en sus comienzos en el mundo de los bancos. Desde luego hacía años. Se preguntó por qué le venía ahora ese recuerdo y se pasó la lengua por los dientes, como quien borra un mal sabor. Y no volveré a hacerlo, se prometió. Todo es distinto ahora. Tomó la hoja de cálculo y miró las cifras. Aprobación condicionada, pensó. Lo pasaré al comité a ver qué dicen. Las compañías ya no quebraban como en la década de 1980, pero la Reserva Federal había subido la tasa prima medio punto aquella mañana, así que tal vez que tuviera que dedicar tiempo al asunto en la siguiente reunión de directivos. Que los analistas hagan su trabajo. Hizo un apunte en su agenda.

El teléfono de su mesa sonó y se encendió en intercomunicador. Era su secretaria.

– Señor Richards, su esposa al teléfono.

– Gracias.

Levantó el auricular.

– Escucha, Meg. No llegaré tarde. Estoy a punto de terminar…

– Duncan, ¿te dijo mi padre si iba a llevar a Tommy a algún sitio? No han vuelto todavía y he pensado que quizá te dijo algo a ti.

– ¿No han vuelto?

Duncan miró su reloj: casi una hora tarde. Midió la preocupación en la voz de su esposa. Mínima. No estaba asustada, sólo molesta.

– No.

– ¿Has llamado al colegio?

– Sí. Me han dicho que papá llegó a la hora, como siempre. Esperó un ratito mientras Tommy terminaba un trabajo y después se fueron.

– Bueno, yo no le daría demasiada importancia, seguramente lo ha llevado al centro comercial a jugar a los videojuegos. De hecho, hace un par de semanas que no van, así que me imagino que estarán allí.

– Le pedí que no lo llevara. Tommy se excita demasiado.

– Vamos, mujer, si lo pasan muy bien. Y de todas formas creo que a quien le gusta jugar realmente es a tu padre.

La voz de Megan sonaba más relajada.

– Pero le he preparado una cena especial, y seguramente estará comiendo una hamburguesa grasienta.

– Bueno, habla con tu padre, pero no creo que sirva de nada. Le encanta la comida basura. Quién lo diría, con setenta y un años.

Megan rio.

– Seguramente tienes razón.

Duncan colgó el teléfono, sacó una libreta y empezó a anotar algunas ideas para presentar el préstamo al comité. Oyó que tocaban en el vidrio y vio a su secretaria diciéndole adiós con la mano. Llevaba puesto su abrigo. Le devolvió el saludo y pensó: mañana terminaré esto.

El teléfono de su mesa sonó otra vez y descolgó, esperando oír la voz de su mujer.

– Hola. Estoy prácticamente saliendo -dijo sin más preámbulos.

– ¿Ah, sí? -respondió una voz al otro lado de la línea-. Me parece que no. Me parece que no vas a ninguna parte. Ya no.

Era como si con esas pocas palabras, esos sonidos que le resultaban horriblemente familiares, todo lo que lo rodeaba se desmoronara y de pronto se encontrara violentamente arrastrado por un fuerte vendaval. Se agarró a la mesa para tratar de recobrar el equilibrio, pero la cabeza le daba vueltas y más vueltas y lo supo al instante: Está todo perdido.

Todo.

Capítulo 4. Megan

Megan colgó el teléfono más irritada que preocupada. Duncan siempre tiene una explicación razonable para todo. Es tan equilibrado que a veces me dan ganas de gritar. Caminó hasta el salón y descorrió la cortina para ver la calle, que seguía oscura y desierta. Se quedó quieta, mirando, hasta que la irritación la hizo apartarse. Pasados unos instantes corrió la cortina y volvió a la cocina.

Se dijo: Haz la cena de todas formas, tal vez no hayan comido. Miró el reloj y sacudió la cabeza. Tommy siempre está muerto de hambre después del colegio.

Durante unos minutos estuvo ocupada con cacerolas y sartenes, comprobando la temperatura del horno. Fue al comedor y revisó la mesa, puesta para cinco. Tuvo una idea, volvió con paso rápido a la cocina y sacó otro tenedor, otro cuchillo y otra cuchara. Tomó un plato y un vaso de un aparador y un mantel individual de otro. Eso es, pensó, y colocó otro cubierto en la mesa. Cuando llegue papá verá que le he puesto un plato también a él. Tal vez así se sentirá culpable por atiborrar a Tommy de hamburguesas.

Comprobó que estaba todo y después oyó un coche. Inmensamente aliviada, regresó al cuarto de estar, donde volvió a descorrer la cortina, esta vez con cuidado, sin querer que la vieran pero pensando al mismo tiempo: Por enésima vez tendré que decirle a papá que puede llevarse a Tommy por ahí, pero debe avisarme primero.

Sin embargo, ya ha hecho esto antes y nunca me he puesto tan nerviosa. Sacudió la cabeza como para alejar esos pensamientos.

Miró otra vez afuera y soltó una palabrota al ver que el coche pasaba de largo y entraba en un jardín calle arriba.

¡Mierda!

Miró otra vez el reloj. De escaleras arriba llegaban risas, y decidió comprobar si tal vez las gemelas habían tomado algún recado y se habían olvidado de dárselo. Era algo tan lógico que le sorprendió no haberlo pensado antes. Miró otra vez en dirección a la calle desierta y después subió la escalera.

– ¡Lauren! ¡Karen!

– Estamos aquí, mamá.

Abrió la puerta de su habitación y las encontró tiradas en el suelo rodeadas de papeles y libros de texto.

– Mamá, ¿cuándo ibas al instituto tenías deberes?

– Claro. ¿Por qué?

– Quiero decir cuando estabas en el último curso, como nosotras.

– Pues, claro que sí.

– No me parece bien. O sea, el año que viene empezamos la universidad y no sé por qué tenemos que estar aquí perdiendo el tiempo con esta tontería de deberes. Diez problemas de matemática. Tengo la sensación de llevar haciendo problemas de matemática desde que era un bebé.

Karen empezó a reír e interrumpió a su madre antes de que ésta pudiera contestar.

– Bueno, Lauren, si te esforzaras un poco y los hicieras bien tal vez sacaras algo más que un aprobado alto.

– Son sólo números, no son tan importantes como las palabras. Y además, ¿tú qué sacaste en tu último examen de literatura?

– Eso no es justo. Era sobre Casa desolada, ¡y sabes que no pude terminar de leerlo porque tú me quitaste mi ejemplar!

Lauren tomó un almohadón y se lo tiró a su hermana, que rio y se lo lanzó de vuelta. Ninguna de las dos acertó el tiro.

Megan levantó una mano.

– ¡Tregua! -anunció.

Las gemelas se volvieron hacia ella y una vez más le impresionó lo idéntico de sus ojos, su pelo, la forma que tenían de mirarla, las dos a la vez. Son mágicas, pensó. Sienten lo mismo, piensan lo mismo, se consuelan la una a la otra. Nunca están solas.

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