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John Katzenbach: Un Asunto Pendiente

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Megan y Duncan Richards son gente normal. Él es banquero; ella, agente inmobiliaria. Tienen dos hijas adolescentes y un hijo. Viven en una casa preciosa. Todo indica que sus días de activistas políticos, allá por 1968, han quedado muy atrás. Después de todo, cualquiera que fuera joven en 1968 tiene un pasado activista. Pero Megan y Duncan son distintos. Ellos fueron un poco más lejos. Empujados por una hermosa mujer que se hacía llamar Tania y que dirigía un grupo radical llamado la Brigada de Phoenix, tomaron parte en un robo que, según Tania, sería sencillo y sin derramamiento de sangre, pero no fue así. Desde entonces han pasado 18 años. Y ahora, cuando los Richards disfrutan de su tranquilidad familiar, Tania está a punto de salir de la cárcel. Lleva 18 años planeando cómo vengarse de las dos personas a las que culpa de lo que ocurrió aquel día. Su venganza será dulce, será perversa. Empezará por su hijo…

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Tommy asintió.

– Lo que quiere decir en realidad es que cuando te haces mayor tus huesos se vuelven frágiles y no tienen tanta vida. Así que cuando viene un viento frío lo siento dentro de mí. No es que duela, es sólo que lo noto más. ¿Lo entiendes?

– Creo que sí.

El niño dio unos pasos en silencio. Luego murmuró, casi para sí:

– ¡Hay tantas cosas que aprender…! -y suspiró.

Su abuelo sintió ganas de reír en voz alta, tan extraordinaria le había parecido la observación. En lugar de ello agarró más fuerte la mano de su nieto y caminaron por la tarde gris hasta el coche. Vio que junto a él había estacionado un Sedan último modelo y, conforme se acercaban, una mujer salió del asiento trasero. Parecía de mediana edad, era alta y robusta y llevaba un enorme sombrero de ala ancha bajo el que caían largos y desordenados mechones de cabello pelirrojo. Llevaba anteojos de sol grandes y oscuros. ¿Cómo vería? Aflojó la marcha y observó a la mujer caminando hacia ellos con paso firme y seguro.

– ¿Puedo ayudarla? -preguntó el juez.

La mujer se desabrochó la gabardina marrón y buscó algo en su interior. Sonrió.

– Juez Pearson -dijo. Bajó la vista hacia el niño-. Y éste debe de ser Tommy. Eres igual que tu padre y tu madre. Clavadito, una mezcla de los dos.

– Disculpe -comenzó a decir el juez-. ¿La conozco?

– Usted fue juez de lo criminal, ¿no? -siguió la mujer, ignorando la pregunta. Seguía sonriendo.

– Pues sí, pero…

– Durante muchos años.

– Sí, pero, dígame…

– Entonces seguro que esto le resultará familiar.

Sacó despacio una mano del bolsillo de la gabardina. Empuñaba un gran revólver con el que apuntó al estómago del juez, quien se quedó mirando el arma, asombrado.

– Es una Magnum 357 -continuó la mujer. El juez notó que la firmeza de su voz era sólo producto de la rabia-. Le haría un gran agujero a usted, y uno grandísimo a Tommy. Primero le dispararía a él, de forma que sus últimos segundos de vida los pasara sabiendo que ha causado la muerte a su nieto. Así que no me haga tener que poner fin a esto, ahora que acaba de empezar, y suban al asiento trasero de mi coche.

– Lléveme a mí, pero… -empezó a decir el juez. Su cabeza empezó a pasar lista automáticamente a todos los casos que había tenido, las sentencias que había dictado, preguntándose cuál de ellas había desencadenado esos hechos que iban más allá de las habituales amenazas, quién podría querer vengarse de él así. Pero no recordaba a ninguna mujer, y desde luego no a ésa, que presionaba suavemente el cañón de un revólver contra sus costillas.

– Nada de eso -prosiguió la mujer-. Él tiene que venir también, es esencial en esto.

Hizo un ademán con el revólver.

– Con mucha calma. Permanezca tan tranquilo como yo. Nada de movimientos bruscos, juez; piense en lo absurdo que sería si murieran aquí los dos. Lo que le estaría robando a su nieto. Su vida, juez. Todos esos años. Claro que usted ya sabe lo que es eso. Robar años a la gente es algo que hace muy bien. ¡Cerdo! ¡Así que ni se le ocurra!

El juez vio que se había abierto la puerta del coche y había gente adentro. Le vinieron mil ideas a la cabeza: salir corriendo, gritar, pedir ayuda, defenderse.

Pero no hizo ninguna de ellas.

– Haz lo que dice, Tommy -dijo-. No te preocupes, estoy aquí contigo.

Sintió que unas manos fuertes lo agarraban y lo empujaban bruscamente al suelo del coche. Durante un momento sintió un olor a cuero de zapatos y a suciedad mezclado con sudor agrio. Vio pantalones vaqueros y botas, después alguien le tapó la cabeza con una bolsa de tela negra. De pronto imaginó que era un saco como los que emplean los verdugos para tapar la cara a sus víctimas e intentó resistirse hasta que un par de manos fuertes lo sujetaron y empujaron hacia abajo. Sintió el cuerpecillo de Tommy sobre él y soltó un gruñido. Trató de hablarle, buscando palabras de consuelo: No tengas miedo, estoy aquí, pero sólo consiguió gemir. Oyó una voz masculina que decía con calma, pero también con ironía:

– Bienvenido a la revolución. Ahora duérmase, viejo.

Sintió que algo pesado le golpeaba la cabeza y después todo se volvió oscuro; se desmayó.

Capítulo 3. Duncan

Su secretaria tocó suavemente en el vidrio de la puerta de su despacho y después asomó la cabeza:

– Señor Richards, ¿necesita que me quede hoy hasta tarde? Puedo quedarme pero tendría que llamar a mi compañera de piso para que haga la compra…

Duncan Richards levantó la vista de la hoja de cálculo que tenía delante y sonrió.

– Aún tengo para un rato, Doris, pero no hace falta que se quede. Quiero terminar el papeleo de la solicitud de la compañía Harris.

– ¿Está seguro, señor Richards? No tengo problema… Él negó con la cabeza.

– Llevo demasiados días trabajando hasta tarde -dijo-. Somos banqueros. Deberíamos hacer horario de banco.

La secretaria sonrió.

– Estaré aquí hasta las cinco, de todas formas.

– Muy bien.

Pero en lugar de volver a sus papeles, Duncan Richards se reclinó en su silla y se colocó las manos detrás de la cabeza, girándose de modo que pudiera mirar por la ventana. Era casi de noche y los coches que abandonaban el estacionamiento habían encendido los faros, cortando la oscuridad con pequeñas ráfagas blancas. Apenas podía distinguir la silueta de los árboles de Main Street contra los últimos rayos grisáceos de luz del día. Por un instante deseó estar aún en el viejo edificio del banco, calle arriba. Era demasiado pequeño y en los despachos faltaba espacio, pero estaba apartado de la carretera, y en un piso alto, por lo que tenía más vistas. En cambio el edificio nuevo era de arquitectura sólida e impersonal. Nada de vistas, salvo de coches, mobiliario moderno y seguridad de última generación. Desde que el banco inició su actividad las cosas habían cambiado mucho. Greenfield había dejado de ser una pequeña ciudad universitaria y ahora se habían trasladado a ella hombres de negocios, promotores, gente rica de Nueva York y Boston.

La ciudad está perdiendo su anonimato, pensó. Tal vez todos lo estemos haciendo.

Pensó en la solicitud que tenía delante, la misma que había visto una docena de veces en los últimos seis meses; una pequeña empresa constructora que quería comprar un terreno agrícola con vista a las Green Mountains; diez hectáreas que se convertirían en seis bloques de viviendas. A un precio de trescientos mil dólares cada una, esta empresa constructora pasaría automáticamente de pequeña a mediana empresa. Las cifras parecían correctas, pensó; redactaremos el contrato de préstamo para la compra y probablemente tendremos las hipotecas sobre las casas cuando éstas empiecen a venderse. No necesitaba hacer números para calcular los beneficios de esa operación para el banco. Le preocupaban más los constructores. Suspiró pensando en que ahora debían de estar sin un centavo. Arriésgate, hipoteca todo lo que tienes. El estilo americano. Siempre ha sido así.

Pero un banquero debe ser infinitamente cauteloso y decidir sin prisas, sin presiones.

Eso está cambiando también. Pequeñas entidades como el First State Bank de Greenfield estaban siendo presionadas por los megabancos. El Baybanks de Boston acababa de abrir una sucursal en Prospect Street y Citicorp había comprado Springfield National, antes su principal competidor.

Tal vez a nosotros nos compren también, somos un objetivo atractivo y las cifras del próximo cuatrimestre revelarán un gran crecimiento. Decidió ejercer su opción sobre acciones, por si acaso. No ha habido rumores, y generalmente los hay. Se preguntó si debería hablar con el viejo Philips, el presidente del banco, y luego decidió no hacerlo. Siempre me ha protegido, desde el primer día. No va a dejar de hacerlo ahora.

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