Miró calle arriba buscando el coche de su padre y murmuró una oración de gracias. Tres días a la semana su padre, ya jubilado, recogía a Tommy en su nuevo colegio. Prefería que sólo tuviera que ir en autobús dos días y se sentía feliz de ver cómo su anciano padre, canoso y arrugado, lograba divertir a su nieto, su tocayo. Entraban en casa como una tromba llenos de planes impracticables y contando anécdotas del colegio. Los dos Tommys, pensó; se parecen más de lo que creen.
Abrió la puerta principal y gritó:
– ¡Chicas! ¡Estoy en casa!
Oyó los inconfundibles susurros de adolescentes al teléfono y por un momento la asaltó la inquietud de costumbre. Ojalá Tommy estuviera aquí, pensó. Odio cuando está de camino a alguna parte, cuando no lo tengo en mis brazos, sin hacer caso de sus quejas de que lo estoy asfixiando. Exhaló despacio y escuchó un coche que se acercaba. Deben de ser ellos, pensó aliviada y al mismo tiempo ligeramente irritada consigo misma por sentirse aliviada.
Colgó la gabardina y se quitó los zapatos. Se dijo: No, no cambiaría nada. Ni lo más mínimo. Ni siquiera todos los problemas de Tommy. Soy afortunada.
Capítulo 2. Los dos Tommys
Cuando sonó la campana, el juez Thomas Pearson ya estaba en el colegio. A ambos lados del pasillo se abrieron puertas y pronto el vestíbulo se llenó de niños. La marea de jóvenes voces lo inundó, un caos alegre de niños recogiendo mochilas y abrigos, apartándose para dejarlo pasar, después juntándose otra vez. Se hizo a un lado para esquivar un trío de chiquillos que pasaron corriendo a su lado, arrastrando sus abrigos como capas de espadachín y se dio de bruces con una pequeña pelirroja, peinada con colitas y lazos.
– Perdón -dijo la niña, con modales de buena colegiala.
El juez dio un paso atrás, inclinando la cabeza en un gesto de exagerada cortesía y la niña se rio. Oírla era como estar en la orilla del mar, sintiendo la espuma de las olas rompiéndose bajo los pies.
Saludó a algunos conocidos y sonrió a otros, confiando en disimular así su altura, su edad y su aspecto serio, en poder confundirse entre los colores vivos y las luces del pasillo escolar. Vio el aula de Tommy y se abrió camino entre los pequeños cuerpos hacia la puerta, en la que había un globo de colores pintado junto a una placa que decía «Sección Especial A».
Se agachó para abrir la puerta, distraído pensando en cómo disfrutaba recogiendo a su nieto y en lo joven que lo hacía sentirse, cuando ésta se abrió de par en par. Vaciló un momento mientras veía asomarse una mata de pelo castaño primero, después una frente y por último un par de ojos azules. Durante un segundo se quedó mirando esos ojos y vio en ellos a su mujer ya fallecida, después a su hija y, finalmente, a su nieto.
– Hola, abuelo. Sabía que eras tú.
– Hola, Tommy. Yo también sabía que eras tú.
– Ya casi he terminado. ¿Puedo terminar mi dibujo?
– Si quieres…
– ¿Quieres mirarme?
– Claro que sí.
Mientras su nieto le tomaba la mano el juez pensó en lo firme que era el apretón de un niño. Cómo se aferran a la vida, pensó, no como los adultos. Se dejó arrastrar de nuevo al aula y saludó con la cabeza a la profesora de Tommy, quien le sonrió.
– Quiere terminar su dibujo -dijo el juez.
– Muy bien. ¿No le importa esperar?
– En absoluto.
Notó que le soltaban la mano y esperó mientras su nieto se sentaba en una silla frente a una larga mesa en la que había otros cuantos niños dibujando. Todos parecían absortos en su trabajo. Se quedó mirando mientras Tommy tomaba un lápiz rojo y empezaba a colorear.
– ¿Qué estás pintando?
– Hojas ardiendo. Y el fuego se está extendiendo al bosque.
– ¡Vaya! -Acertó a decir.
– A veces resulta desconcertante.
Se volvió y vio a la profesora de Tommy de pie junto a él.
– ¿Cómo dice?
– Que es desconcertante. Ponemos a los niños a dibujar o a hacer manualidades y el resultado son escenas de batallas o una casa en llamas o un terremoto arrasando una ciudad. Uno de los otros niños dibujó eso la semana pasada. Muy completo, muy detallado. Hasta aparecía gente cayendo en una grieta.
– Resulta un poco… -el juez dudaba.
– ¿Macabro? Desde luego. Pero casi todos los niños de esta sección tienen tantos problemas con sus sentimientos que los animamos a que den rienda suelta a todas sus fantasías, si eso les ayuda a identificar lo que los asusta realmente. Es una técnica muy sencilla.
El juez Pearson asintió.
– Ya -dijo-. Pero apuesto a que preferirían que dibujaran flores.
La profesora rio.
– Sería un cambio. -Y añadió:- ¿Puede decirles al señor y la señora Richards que me llamen para concertar una cita?
El juez miró hacia Tommy, ocupado con su dibujo.
– ¿Hay algún problema?
La profesora sonrió.
– Supongo que es humano pensar siempre en lo peor. Al contrario; Tommy ha hecho grandes progresos este otoño, igual que en verano, y quiero que asista a las clases normales de tercer curso en un par de asignaturas después de las vacaciones de Navidad.
Hizo una pausa.
– Claro que ésta seguirá siendo su clase principal y es probable que tenga alguna recaída, pero pensamos que podemos estimularlo más. En realidad es muy inteligente, lo que pasa es que cuando algo no le sale…
– …pierde los estribos -el juez terminó la frase.
– Sí. En eso no ha mejorado, sigue poniéndose muy agresivo. Sin embargo lleva semanas sin tener crisis de ausencia.
– Lo sé -dijo el juez recordando cómo se había asustado la primera vez que vio a su nieto, todavía un bebé, mirando fijamente al vacío, ajeno por completo al mundo. Permanecía así durante horas, sin dormir, sin comer, sin hablar ni llorar, casi sin respirar, como si estuviera en otra parte, y después regresaba a la realidad abruptamente, como si nada hubiera pasado.
Bajó la vista hacia Tommy, que estaba terminando su dibujo pintando un cielo con grandes trazos de color naranja brillante. Cómo nos asustabas a todos. ¿Adónde vas en esos viajes?
– Se lo diré a sus padres y la llamarán enseguida. Parecen buenas noticias.
– Crucemos los dedos.
***
Caminaron hasta la puerta principal del colegio y por un momento el juez pensó con asombro en lo rápidamente que se disipaba la algarabía propia del final de la jornada escolar. Ya sólo quedaban unos pocos coches en el estacionamiento. Notó un aire frío que parecía colarse por la pechera de su abrigo, atravesar su suéter y su camisa y helarle la piel. Sintió un escalofrío y se abotonó la chaqueta.
– Abróchate, Tommy. Estos viejos huesos ya sienten el frío invernal en el aire.
– Abuelo, ¿qué son viejos huesos?
– Bueno, tú los tienes jóvenes. Tus huesos todavía están creciendo, haciéndose más grandes y fuertes. Los míos en cambio están viejos y cansados porque tienen muchos años.
– No tantos.
– Huy sí, casi setenta y un años.
Tommy se quedó pensando un momento.
– Eso es mucho. ¿Los míos crecerán tanto?
– Seguramente más.
– ¿Y cómo se sienten cosas con los huesos? Yo siento el viento en la cara y en las manos, pero no en los huesos. ¿Tú cómo lo haces?
El juez rio.
– Lo sabrás cuando te hagas mayor.
– Odio eso.
– ¿El qué?
– Cuando me dicen que espere. Yo quiero saber ahora.
El juez se inclinó y tomó la mano de su nieto.
– Tienes toda la razón. Cuando quieras aprender algo no dejes que la gente te diga que esperes. Tú apréndelo.
– ¿Huesos?
– Bueno, en realidad es una forma de hablar. ¿Sabes lo que significa?
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