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John Katzenbach: Un Asunto Pendiente

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Megan y Duncan Richards son gente normal. Él es banquero; ella, agente inmobiliaria. Tienen dos hijas adolescentes y un hijo. Viven en una casa preciosa. Todo indica que sus días de activistas políticos, allá por 1968, han quedado muy atrás. Después de todo, cualquiera que fuera joven en 1968 tiene un pasado activista. Pero Megan y Duncan son distintos. Ellos fueron un poco más lejos. Empujados por una hermosa mujer que se hacía llamar Tania y que dirigía un grupo radical llamado la Brigada de Phoenix, tomaron parte en un robo que, según Tania, sería sencillo y sin derramamiento de sangre, pero no fue así. Desde entonces han pasado 18 años. Y ahora, cuando los Richards disfrutan de su tranquilidad familiar, Tania está a punto de salir de la cárcel. Lleva 18 años planeando cómo vengarse de las dos personas a las que culpa de lo que ocurrió aquel día. Su venganza será dulce, será perversa. Empezará por su hijo…

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– ¿Quién se los ha llevado? ¿Qué quieres decir? -Megan hacía esfuerzos por controlarse.

– He sido un idiota -continuó Duncan. No le hablaba a su esposa sino a la noche y los años pasados-. Todos estos años pensé que se había acabado, que era sólo un mal recuerdo, o quizás un mal sueño. Nunca sucedió, eso era lo que pensaba. Qué estúpido.

Megan hacía esfuerzos sobrehumanos por no gritar.

– ¡Dime! -insistió elevando el tono de voz-. ¿Dónde está Tommy? ¿Dónde está mi padre? ¿Dónde están?

Duncan la miró.

– El pasado -murmuró. Dejó caer los brazos y la empujó al interior de la casa, volviéndose en la puerta.

– Mil novecientos sesenta y ocho.

Se giró y dio un puñetazo en la pared.

– ¿Te acuerdas de ese año? ¿Te acuerdas de lo que pasó?

Megan asintió y le pareció que el mundo se detenía. Le vinieron a la cabeza cien imágenes horribles y cerró los ojos para tratar de ahuyentarlas. Mareada, los abrió y miró fijamente a su marido. Permanecieron así, uno frente al otro, incapaces de tocarse, en la pálida luz de la entrada que se mezclaba con la oscuridad exterior. En realidad no entendían nada, excepto que la desgracia de la que creían haber escapado para siempre los agarraba de nuevo por los talones y los envolvía poco a poco en sus grandes tentáculos

PARTE 2. Lodi, California Septiembre de 1968

Poco después del amanecer la brigada se despertó. La primera luz de la mañana se insinuaba a través de las pesadas cortinas que colgaban de las ventanas, colándose por los rincones de la pequeña casa baja de madera mientras sus ocupantes se movían de un lado a otro con la torpeza propia de la hora. Una pava empezó a silbar en la cocina y se escuchó un ruido leve mientras se levantaban colchones del suelo del salón y se apoyaban contra las paredes. Se enrollaban sacos de dormir. La cadena del baño sonó varias veces. Alguien dio un puntapié a una botella de cerveza medio llena y soltó una palabrota cuando su contenido salpicó el suelo. Se escuchó una risotada procedente de la parte trasera de la casa. Los restos de olor a colillas y las agrias discusiones de la noche anterior aún flotaban en el cargado ambiente.

Olivia Barrow, cuyo nombre de guerra era Tania, se acercó a una de las ventanas delanteras y descorrió unos centímetros una de las cortinas. Sus ojos recorrieron la calle polvorienta, buscando indicios de algún tipo de vigilancia. Inspeccionó cada persona, cada vehículo que pasaba. Primero buscaba cualquier cosa fuera de lo común: una camioneta de reparto que se detenía, un vagabundo con aspecto demasiado alerta. A continuación todo aquello que pudiera resultar demasiado normal: el camión de limpieza, la cola de gente en la parada del autobús. Sus ojos se posaban en cada elemento, esperando, buscando el mínimo indicio revelador. Por último, convencida de que nadie los vigilaba, corrió la cortina y caminó al centro del salón, donde apartó una pila de periódicos viejos y basura. Durante un instante inspeccionó el cuartel. Panfletos políticos y manuales militares sobre armas y explosivos se amontonaban en una esquina que ella llamaba «la biblioteca»; las paredes estaban cubiertas de eslóganes revolucionarios escritos a mano y carteles de rock and roll. Su mirada se detuvo un momento en el del grupo de rock The Jefferson Airplane. Olivia no era consciente de la suciedad y el desorden, consecuencia inevitable de demasiadas personas viviendo en un espacio reducido, pobre y anónimo. De hecho, le agradaba que la casa fuera tan pequeña. No hay rincones en los que esconder secretos, pensaba. Los secretos suponen una debilidad. Deberíamos ir desnudos. Así el ejército sería más disciplinado, y la disciplina implica fuerza. Agarró la pistola semiautomática calibre 45 y con rapidez retiró el seguro e hizo girar el cargador con un chasquido que puso fin a la confusión y el estupor propios de la mañana y despertó inmediatamente la atención de las seis personas restantes que vivían en el apartamento. Le encantaba el sonido seco que sigue al de preparar un arma para disparar, era lo mejor para llamar la atención.

– Hora de rezar -dijo con voz potente.

Se oyó el arrastrar de pies y el sonido metálico de pistolas al ser comprobadas mientras cada uno de los miembros del grupo buscaba el arma que tenía asignada y se colocaba en círculo en el centro de la habitación. Había dos mujeres y cuatro hombres. Dos de los hombres llevaban barba y melena larga hasta los hombros; dos eran negros, con pelo a lo afro. Vestían una variopinta combinación de vaqueros y pantalones militares. Uno de los hombres negros llevaba una cinta de color brillante en la cabeza y cuando sonreía dejaba ver un diente de oro. Uno de los hombres blancos tenía en la garganta una cicatriz escarlata. Las dos mujeres tenían los cabellos oscuros y la piel blanca. Todos dejaron sus armas -varias pistolas, dos escopetas y un rifle Browning semiautomático- en el suelo, en el centro del círculo. Después juntaron las manos y Olivia comenzó a entonar:

– Somos la nueva América -decía deteniéndose en la última sílaba, disfrutando de las palabras que fluían de su garganta-. Negros, marrones, rojos, blancos, amarillos, mujeres, hombres, niños, somos todos iguales. Hemos nacido de las cenizas de lo ancestral. Somos la Brigada Fénix, los heraldos de la nueva sociedad. Rechazamos los cochinos valores fascistas, sexistas, rancios y amantes de la guerra y del dinero de nuestros padres y miramos hacia un nuevo horizonte. Hoy es el Día Primero del Nuevo Mundo, un mundo que forjamos con armas y balas sobre la carcasa corrupta de esta sociedad trasnochada. El futuro nos pertenece a nosotros, creyentes en la justicia verdadera. ¡Somos la nueva Amérika!

El grupo repitió al unísono:

– ¡Somos la nueva Amérika!

– ¿El futuro es?

– ¡Nuestro!

– ¿Hoy es?

– ¡El Día Primero!

– ¿Somos?

– ¡La Brigada Fénix!

– ¿Qué traemos?

– ¡Pistolas y balas!

– ¿El futuro es?

– ¡Nuestro!

– ¡Muerte a los Cerdos!

– ¡Muerte a los Cerdos!

Olivia levantó su pistola y la agitó sobre su cabeza.

– ¡De acuerdo! -exclamó-. ¡De acuerdo!

Hubo un momento de silencio mientras el grupo permanecía quieto con los ojos fijos en la pistola que agitaba Olivia. Entonces una de las mujeres dejó caer las manos a los lados de su cuerpo y susurró un ahogado ¡Perdónenme! Pasó por encima del montón de armas y echó a correr, cruzando el círculo por el lado opuesto. Sus zapatillas deportivas golpeaban el suelo de linóleo mientras corría por el pasillo y entraba en el cuarto de baño, dando un portazo tras de sí.

Los otros se quedaron en el salón mirándola, después Olivia habló:

– Oye, tú, matemático, será mejor que vayas a ver qué le pasa a tu chica. -Había desprecio en su voz.

Uno de los hombres de barba salió del círculo y echó a correr por el pasillo, deteniéndose en la puerta del baño. Susurró:

– ¿Meg? ¿Me oyes? ¿Estás bien?

El resto del grupo se deshizo. Retiraron las armas y las escondieron. De la cocina salían risas y el ruido de los preparativos del desayuno.

Mientras, el hombre de barba escuchaba el sonido de arcadas detrás de la puerta del baño.

– ¡Vamos, Meg! ¿Estás bien? -continuaba susurrando.

No era consciente de que había alguien detrás de él, y se sobresaltó al oír una voz.

– A lo mejor tu chica no está preparada, ¿no, matemático?

El hombre de barba se volvió abruptamente, su voz llena de tensión.

– ¡Ya te he dicho que lo está! Me lo preguntaste y te dije que sí. Está tan comprometida como cualquiera de nosotros y sabe perfectamente para qué estamos aquí. ¡Así que déjanos en paz un rato, Tania!

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