John Katzenbach - Un Asunto Pendiente

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Megan y Duncan Richards son gente normal. Él es banquero; ella, agente inmobiliaria. Tienen dos hijas adolescentes y un hijo. Viven en una casa preciosa. Todo indica que sus días de activistas políticos, allá por 1968, han quedado muy atrás. Después de todo, cualquiera que fuera joven en 1968 tiene un pasado activista.
Pero Megan y Duncan son distintos. Ellos fueron un poco más lejos. Empujados por una hermosa mujer que se hacía llamar Tania y que dirigía un grupo radical llamado la Brigada de Phoenix, tomaron parte en un robo que, según Tania, sería sencillo y sin derramamiento de sangre, pero no fue así. Desde entonces han pasado 18 años.
Y ahora, cuando los Richards disfrutan de su tranquilidad familiar, Tania está a punto de salir de la cárcel. Lleva 18 años planeando cómo vengarse de las dos personas a las que culpa de lo que ocurrió aquel día. Su venganza será dulce, será perversa. Empezará por su hijo…

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Por primera vez se le ocurrió que haría falta algo más que fuerza física para escapar de aquel ático. Decidió que más tarde estudiaría las posibles ramificaciones psicológicas de su confinamiento. Pero primero, pensó, un poco de acción.

– Tommy, ¿te das cuenta de que han pasado ya varias horas desde que nos capturaron y aún no hemos hecho la inspección?

Miró su reloj, eran más de las nueve. No han sido muy listos, pensó. Deberían haberme quitado el reloj. Así estaría más desorientado. Pero ahora sabemos qué hora es, y han pasado más de cuatro horas desde el secuestro. Eso ya es algo.

– ¿Qué quieres decir, abuelo?

– ¿Qué sabemos de esta habitación?

El juez se puso de pie. Sentía la energía circular por su cuerpo.

– Es un ático -dijo Tommy.

– ¿Dónde crees que estamos?

– En algún sitio del campo.

– ¿Como cuánto de cerca de Greenfield?

– No podemos estar muy lejos, porque no pasamos mucho tiempo en el coche.

– ¿Qué más sabemos?

– Que el camino de entrada a la casa es largo.

– ¿Cómo lo sabes?

Conté hasta treinta y cinco cuando salimos de la autopista.

– Buen chico.

– Así que mamá y papá no tienen que ir muy lejos a buscarnos.

El juez sonrió.

– Probablemente ellos nos lleven con tus padres, es como suelen funcionar estas cosas.

– Genial. Ojalá se den prisa. Abuelo, ¿crees que nos iremos a casa esta noche?

– Me parece que no.

– Papá podría darles un cheque.

– Seguramente querrán dinero en efectivo.

– Yo tengo casi cincuenta dólares en mi alcancía de casa. ¿Crees que lo necesitarán?

El juez sonrió de nuevo.

– No, no usarán tu dinero. ¿Estabas ahorrando para algo?

Tommy asintió pero no dijo nada.

– ¿Y bien?

– Tienes que prometerme que no se lo dirás a mamá.

– De acuerdo. Te lo prometo.

– Quiero un monopatín.

– ¿No son un poco, ya sabes, peligrosos?

– Sí, pero llevaré siempre casco y rodilleras, como los niños mayores del colegio.

– Pero ya tienes una bicicleta. ¿Te acuerdas cuando tu padre y yo fuimos a comprarla?

El niño asintió con la cabeza.

– ¿Y qué tiene de malo?

– Nada… lo que pasa es que…

– Quieres un monopatín.

– Sí.

– Bueno. No se lo diré a nadie. Y escucha una cosa, cuando volvamos a casa te daré un billete de cinco dólares para que lo metas en la alcancía.

– Genial.

El juez paseó de nuevo la mirada por el ático. Había una única bombilla desnuda colgando del techo en el centro de la habitación. El interruptor estaba junto a la puerta.

– Tommy, creo que ha llegado el momento de que inspeccionemos este ático.

– Sí -dijo Tommy poniéndose en pie.

– Mejor quítate los zapatos -dijo el juez con voz tranquila-. Pero no los dejes caer al suelo, déjalos junto a la cama y camina sin hacer ruido. ¿De acuerdo?

Tommy asintió e hizo lo que le indicaba su abuelo.

– De acuerdo -dijo el juez-. Empecemos.

El viejo y el niño comenzaron a palpar las paredes.

– ¿Qué estamos buscando? -preguntó el niño en un susurro.

– No sé. Cualquier cosa.

Terminaron de recorrer una pared y Tommy reparó en un gran clavo tirado en el suelo. Se lo dio a su abuelo.

– Estupendo -dijo éste guardándoselo en el bolsillo.

Continuaron por la siguiente pared. De pronto el viejo se detuvo y puso la mano sobre la madera.

– Toca esto.

– Está fría. Por todo este lado está fría.

El juez Pearson apretó el tablón de madera con la mano. -Tal vez podamos abrir aquí un agujero. No hay aislamiento. ¡Quizá sea una antigua ventana tapada!

Siguieron moviéndose. Cuando llegaron a la puerta Tommy reparó en que los tornillos que la sujetaban al quicio no estaban bien fijados.

También inspeccionaron los dos catres. En uno de ellos, uno de los muelles metálicos estaba flojo. El juez lo aflojó aún más.

– Puedo arrancarlo -dijo. Después se sentó en la cama y volvió a ponerse los zapatos. Tommy hizo lo mismo.

– No hemos encontrado mucho -dijo el niño.

– No, no, te equivocas. Tú encontraste un clavo y también descubrimos un posible agujero por donde escapar y un trozo de metal con el que podríamos fabricar un arma. También aprendimos algo sobre la puerta, aunque es muy pronto para saber de qué puede servirnos. Ha sido mejor de lo que esperaba, mucho mejor.

El optimismo de su voz animó al niño. Pasado un momento, dijo:

– ¡Ay, abuelo! Estoy cansado y me gustaría estar en casa. Se subió a la cama y apoyó la cabeza en el regazo del viejo. -Todavía estoy asustado. No tanto como antes, pero un poco.

El niño cerró los ojos y el juez rezó en silencio para que se durmiera. Le acarició la frente y se dio cuenta de que él también tenía sueño. Su sentido de alerta había desaparecido y notaba que su cuerpo le pedía descanso, venciendo el miedo y la tensión. Echó la cabeza hacia atrás.

De pronto Tommy se sentó en la cama.

– ¡Ya vienen! -dijo.

El juez abrió los ojos. Escuchó pisadas en el pasillo y una mano en el pomo de la puerta.

– Estoy aquí, Tommy. No te preocupes.

***

Olivia Barrow abrió la puerta y entró en el ático. Vio que sus prisioneros se habían refugiado contra la pared y leyó el miedo en sus rostros.

– ¿Comieron? -preguntó.

Tommy y su abuelo asintieron.

– Bien. Tienen que estar fuertes -continuó, emulando sin saberlo a Tommy minutos antes-. No sabemos cuánto tiempo durará esto.

Se acercó.

– Oye, viejo, déjame ver cómo tienes la frente.

– Estoy bien -dijo el juez.

No pienso dejar que me toque, pensó. Esta vez no.

– ¡Déjame verla!

– Le he dicho que estoy bien.

Olivia calló un instante.

– ¿O sea que quieres jugar?

El juez negó con la cabeza.

– ¿Entiendes lo que te digo, viejo cabrón?

– ¿Cómo?

– ¡Te hice una pregunta!

– ¿Que si entiendo qué?

– ¡Qué vulnerable eres!

– Mire -dijo el juez, haciendo acopio de todos sus recursos de oratoria, como si fuera a dar un discurso-. Nos han capturado. Nos secuestraron sin darnos oportunidad de defendernos. Me pegaron a mí y asustaron al niño. Nos encerraron en este agujero. Lo más probable es que sus padres estén muertos de miedo. Está usted al mando, ¿no? Pues enhorabuena. Y ahora, ¿por qué no se ocupa de sus asuntos? ¿Qué es usted, una aprendiz de secuestrador o qué? Hablemos claro, señora, y dejémonos de tonterías. No hay por qué alargar esto ni un minuto más de lo necesario. ¡Consiga su dinero y déjenos irnos a casa!

Olivia sonrió.

– Ay, juez. No entiendes nada.

– Déjese de adivinanzas.

Olivia sacudió la cabeza, como riéndose de un chiste que sólo ella conocía.

– Viejo, eres un ingenuo. Te crees que puedes mantener el control poniendo resistencia, no física, sino intelectualmente. Discutes con tus secuestradores. Les pides cosas, como un balde. Los manipulas. Lo siguiente será pedir más mantas, aunque aquí hace calor suficiente.

– Bueno, no nos vendría mal alguna más, y alguna almohada…

– O quejarse de la comida…

– Ahora que lo menciona, sopa y sándwiches no puede considerarse una cena como Dios manda…

– Ya tuvieron cinco horas para recuperarse del shock inicial. Seguramente has tenido tiempo de analizar la situación. No pinta demasiado mal. Ninguno de los dos está herido y este ático no es el peor sitio que han visto en su vida. Los secuestradores, bueno, pueden parecer un poco indecisos, pero piensas que podrás con ellos. Las circunstancias te resultan familiares, ¿no? Probablemente escuchaste testimonios de secuestros en el juzgado, ¿no? A pesar de todo, las cosas podrían ser mucho peores. Así que te pusiste a pensar, ¿no?

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