– Sí, pero en la televisión siempre la llaman.
– O, si no, a un detective privado, como Spenser o Magnum.
– ¿Crees que harán eso?
– No lo sé. No creo que haya detectives privados en Greenfield. Desde luego, no he visto a nadie con pinta de uno.
– ¿Crees que mañana tendremos que ir al colegio?
– No lo había pensado.
– Pobre Tommy, seguro que está asustado.
– Sí, seguramente. ¿Crees que lo habrán atado?
– No. Bueno, quizá los pies. Seguramente no saben lo rápido que puede correr.
– Desde luego, más rápido que tú, foca.
– Pesamos exactamente lo mismo, así que…
– Nada de eso, yo adelgacé casi tres kilos. Lo que pasa es que no te lo había dicho.
– ¡Vamos!
– En serio.
– Apuesto a que es por el zumo de pomelo que estuviste bebiendo. ¡Qué asco!
– Bueno, sigue siendo más rápido que nosotras.
– ¿Y si lo matan?
Lauren se tapó la boca nada más hacer la pregunta. Luego añadió rápidamente:
– No me hagas caso. Ni lo pienses, no sé cómo pude decir eso.
– Pero ¿y si lo hacen? -preguntó Karen.
– No los dejaré -gritó Lauren-. No los dejaré. No es más que un niño pequeño y no es justo.
– Tenemos que hacer algo -dijo Karen-. Si le pasa algo a Tommy… Mierda, yo tampoco lo permitiré.
– Pero ¿qué podemos hacer?
– No lo sé, pero si le hacen daño a Tommy, aunque sea un poquito pues, los matamos.
– Eso. Con nosotras no se juega. ¿Te acuerdas de Alex Williams? ¿De cuando le pegaba a Tommy? Le diste su merecido.
– No creía que fuera a pegarle.
Karen sonrió.
– No. Porque eres un chica y adolescente. Bueno, pues no somos tan jóvenes. Incluso podríamos estar en el ejército si quisiéramos.
– Tienes que tener dieciocho.
– Y qué, nos faltan sólo nueve meses. Y además te dejan entrar antes con el permiso de tus padres. ¿Te acuerdas del que vino a reclutar al instituto?
– Sí.
– Chis. ¿Te das cuenta?
– Están callados, dejaron de discutir.
– ¿Entramos?
– Creo que sí.
Pero antes de que pudieran moverse oyeron la voz de su padre llamándolas. Se sentaron en el sofá frente a sus padres y esperaron calladas su explicación. Megan fue la primera en hablar:
– Chicas, no tenemos mucha información, pero esto es lo que podemos contarles. A Tommy y al abuelo se los llevaron unas personas. No sabemos quiénes son ni lo que quieren, todavía no. Llamaron por teléfono a papá justo antes de que se marchara del banco y dijeron que volverían a ponerse en contacto pronto. Así que eso es lo que estamos esperando.
– ¿Y están bien?
– Dijeron que los dos están bien y no creo que tengan intención de hacerles daño -calló un momento-. Bueno, no sabemos cuáles son sus planes, pero quieren dinero.
– ¿Cuánto?
– Todavía no lo sabemos.
– ¿Por qué no llaman a la policía? -preguntó Lauren.
Duncan tomó aire. Ha llegado el momento, pensó.
– Bueno… Nos amenazaron o, más bien, amenazaron con hacerles daño a Tommy y al abuelo si llamamos a la policía. Así que, por ahora, creo que no debemos hacerlo.
– Pero la policía sabe cómo tratar con secuestradores.
– ¿Crees que la policía de Greenfield sabe?
– Bueno, no, pero quizá la policía federal o el FBI…
Debería contárselo todo ahora mismo, pensó Duncan. Miró a Megan.
– No, Lauren. Por el momento vamos a esperar.
– ¡Esperar! Pero eso es…
Duncan la interrumpió:
– Sin discusiones.
Lauren se hundió en el sofá mientras Karen se inclinaba hacia adelante:
– No lo entiendo -dijo-. La policía podría ayudarnos. ¿Qué pasa si no tenemos suficiente dinero para los secuestradores?
– Tendremos que esperar a ver qué pasa.
Todos se quedaron callados, hasta que Karen habló:
– ¿Por qué pasó esto, mamá?
– No lo sé, cariño.
Karen negó con la cabeza.
– Es que no lo entiendo.
La habitación estaba en silencio.
Karen alargó la mano y tomó la de Lauren. Las dos se irguieron en sus asientos. Se sentía más fuerte cuando tocaba a su hermana. Lauren le apretó la mano en un gesto de ánimo.
– Sigo sin entenderlo. Piensan que somos unas niñas y que no pueden contárnoslo, pero Tommy es nuestro hermano y no entendemos nada. No es justo y no estoy de acuerdo. Creen que no queremos saber, pero sí queremos. Creen que no estamos preparadas para entenderlo, pero Tommy es nuestro hermano y queremos ayudar. ¿Y cómo vamos a ayudar si no sabemos nada?
Lauren empezó a llorar, haciendo suyas las lamentaciones de su hermana. También Karen tenía lágrimas en los ojos.
A Megan se le encogió el corazón. Se levantó y fue a sentarse entre las dos muchachas rodeándolas con sus brazos, apretándolas contra su pecho.
También Duncan se levantó y se sentó junto a Karen, sumándose al abrazo de Megan.
– Tienes razón -dijo con voz neutra-. No les hemos contado ni la mitad de lo que está ocurriendo.
Miró a Megan.
– Tienen que saberlo -dijo.
Ella asintió.
– Lo siento, tienes razón. Tenemos que contárselo.
Seguía abrazándolas fuerte y notó que sus músculos se tensaban y su atención se dirigía hacia su padre.
– No sé ni por dónde empezar -dijo-, pero antes contestaré algunas de sus preguntas. La razón por la que no hemos llamado a la policía es que… su madre y yo sabemos quiénes son los secuestradores.
– ¿Saben quiénes son?
– Es una mujer a la que conocimos hace dieciocho años, antes de que ustedes nacieran.
– ¿Cómo la conocieron?
– Estábamos en un grupo radical con ella.
– ¿Qué?
– Radical. Nos creíamos revolucionarios que íbamos a cambiar el mundo.
– ¿Ustedes, cambiar el mundo?
Duncan se levantó y echó a andar por la habitación.
– No saben cómo eran las cosas entonces -dijo-. Fue por la guerra. Fue algo tan injusto y horrible que el país entero se volvió loco. Era 1968. Veíamos fotos de la ofensiva del Tet y de los marines montados en camiones y el asalto a la Embajada por un comando vietcong que después fue fusilado. Y luego el asesinato de Martin Luther King, al que le dispararon cuando saludaba desde un balcón en Memphis, y hubo revueltas en Newark y en Washington y en todas partes. Tuvieron que defender las escaleras del Capitolio con ametralladoras. Era como si todo el país pendiera de un hilo. Entonces mataron a Bobby Kennedy, pudimos ver su asesinato en directo, por la televisión, y parecía que nada era posible sin recurrir a la violencia. Después la convención de Chicago; no pueden imaginarse lo que fue aquello, policías por todas partes y niños heridos. Era como si el mundo se hubiera vuelto loco de repente. Cada noche las noticias de la televisión eran las mismas: bombas, revueltas, manifestaciones… y la guerra. Siempre lo mismo, la guerra estaba por todas partes. Eso es lo que la gente no entendía, que la guerra se luchaba aquí tanto como en Vietnam.
Hizo una pausa y después repitió en voz baja:
– Mil novecientos sesenta y ocho.
Hizo una nueva pausa para ordenar sus pensamientos y continuó:
– Y la odiábamos. Pensábamos que había que pararla como fuera. Lo intentamos saliendo a la calle, manifestándonos, pero la guerra continuaba y nadie nos escuchaba. ¡Nadie! No pueden imaginar lo que fue. A nadie le importaba. Era como si la guerra simbolizara una sociedad que se desmoronaba, en la que nada era como debería ser y no había justicia. Así que decidimos que había que cambiar la sociedad y, para ello, había que destruirla y crear una nueva. Estábamos convencidos de lo que hacíamos, de verdad. Ahora suena estúpido y pueril y trasnochado, pero entonces era algo real y estábamos dispuestos a morir por la causa. Éramos prácticamente unos niños, pero creíamos en otro mundo. Vaya si lo hacíamos. Y fue entonces cuando conocimos a Olivia.
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