Y sin embargo le parecía absurdo seguir vivo cuando ella ya no estaba. Era una posibilidad que nunca había contemplado durante los años que pasaron juntos. Siempre había dado por hecho, con una arrogancia típicamente masculina, que él moriría primero y que debía asegurarse de que no le faltara nada. Con esa idea, estaban contratados sus seguros de vida; sólo su testamento contemplaba la posibilidad de que ella muriera antes que él. Recordó qué estúpido se había sentido, sentado en el despacho del médico, consciente por primera vez de que ella se había marchado. Esto no tiene sentido, había pensado, seguro que hay una manera de arreglarlo. No había visto lo absurdo de considerar la muerte como un trámite legal más.
Sonrió al recordar todo aquello. El problema de la ley es que te acostumbra a verlo todo en función de precedentes legales y opiniones, susceptible de ser revisado. Es tan frío, un mundo gobernado por reglas, rígido, que trata de encerrar las infinitas variantes de la naturaleza humana en un sistema de leyes. Ella en cambio siempre había sabido ver cómo afectaba el lenguaje legal a las personas de carne y hueso y eso era lo que convertía las leyes en algo vivo. Todas esas decisiones: vida y libertad; todos esos años de dictar sentencia: inocente o culpable, ella había formado parte de cada una de ellas hasta que murió y entonces no pude seguir.
Eso fue hace diez años y aquí estoy. Pensé que me derrumbaría y moriría, pero no fue así y aún me sorprende.
Ojalá esa zorra estuviera aquí; me la comería viva.
El pensamiento lo hizo sonreír, aunque no era cierto. Se tumbó en el catre y se acurrucó bajo una manta. Esta noche va a helar y falta poco para que nieve. En esta habitación hace frío porque las paredes son muy delgadas y el aire se cuela por un lugar que debo recordar muy bien.
Se preguntó qué clase de casa sería. Seguramente una vieja granja con un cuerpo central de dos plantas y dos alas laterales. Y seguramente aislada en el bosque, sin vecinos, ni tráfico cerca, se dijo, irritado.
Bueno, pensó con un suspiro, no importa. Ningún lugar está tan lejos de la civilización que sea imposible encontrarlo. Ningún lugar está a salvo del brazo de la ley.
Pensó en sus secuestradores y se irritó aún más. Ni siquiera hay uno vigilando la puerta. Están tan convencidos de lo que hacen que se fueron todos a dormir. No nos temen ni a Tommy ni a mí, ni a Duncan y a Megan, y tampoco a la policía que, si mi deseo se cumple, echará abajo esa puerta muy pronto y los freirá a tiros.
Este último pensamiento lo avergonzó; debería querer verlos arrestados y juzgados, engullidos por el sistema. Pero he sido juez durante treinta años y no confío en los de mi profesión, no señor. Su cinismo lo sorprendió y volvió a concentrarse en su situación actual.
¿Por qué están tan confiados? Deberían estar nerviosos, sudorosos, ansiosos, caminando por la casa sin dormir, en tensión. Y sin embargo está todo en silencio, como si fuéramos una típica familia de un barrio de las afueras reponiendo fuerzas para una nueva jornada de trabajo. No lo entendía; deberían estar alerta, vigilándolo todo. No les preocupa que les veamos la cara; no tiene ningún sentido.
El juez se revolvió incómodo en el catre. Durante treinta años en su sala del tribunal había presidido numerosos juicios por secuestro. Trató de recordar algún caso que se pareciera a éste pero no conseguía concentrarse, sólo podía pensar en aquella mujer y en la amarga sonrisa con la que los miró en el estacionamiento.
¿Qué es lo que hicieron? Nos secuestraron y esa mujer se comporta como si nos conociera, o como si supiera algo sobre nosotros. Aquí está pasando algo que no entiendo.
Sintió el frío de la noche y se arrebujó en la manta. Es muy peligrosa, pensó. Los otros lo son menos, a pesar de que van armados; no tienen su determinación. Acabará por contarme lo que pasa, es parte de su arrogancia; ella dicta las reglas.
Se tumbó otra vez en el catre. No podía cerrar los ojos así que permaneció mirando fijamente la bombilla, esperando que amaneciera.
***
Olivia Barrow se deslizó desnuda en la cama. El frío de la noche le puso la piel de gallina y sintió un escalofrío, así que tomó una de las mantas de la cama y se la echó sobre los hombros como una capa. Vio cómo Bill cambiaba ligeramente de postura y después se quedaba dormido otra vez. Era un amante aburrido, que gruñía, jadeaba y se movía con una insulsez irritante. Se tumba encima de mí como si fuéramos a aparearnos y después de tener un orgasmo de desploma como si estuviera muerto. Se mordió el labio en un súbito gesto de nostalgia, recordando los momentos pasados en la cama con Emily.
Caminó hasta la ventana y observó la oscuridad sólo iluminada por la luna. Es luna de invierno, pensó, brilla con la luz de los muertos y hace que todo parezca más frío, cubierto de escarcha. La ventana daba a la parte trasera de la casa y miró por encima de la pequeña parcela de hierba hasta la hilera de árboles a menos de cincuenta metros. Era como estar en los límites del océano, los árboles haciendo las veces de crestas de las olas. Una vez ahí es fácil perderse.
Pero no para mí. He recorrido esta propiedad demasiadas veces; primero con esa estúpida agente inmobiliaria que insistía en enseñarme casas más cerca de la ciudad. Se había tragado su historia por completo: escritora recién divorciada que necesita un lugar aislado y tranquilo donde trabajar. La visión del dinero había atajado posibles preguntas. Y después cien veces más, hasta que me la aprendí de memoria.
Olivia repasó los acontecimientos del día y le parecieron extrañamente fragmentarios, era como si hubiesen ocurrido en varios días, incluso semanas y no en cuestión de horas. Todo había resultado notablemente fácil. Tuve suficiente tiempo para planearlo, como para que algo saliera mal. Desde el mismo día en que me metieron en la celda y cerraron la puerta.
Sonrió y recordó cómo la policía había pensado que, en cuanto pusiera un pie en la cárcel, se desmoronaría y les contaría todo lo que querían saber. Recordó al agente del FBI, con su impecable traje gris, camisa blanca y corte de pelo militar que le hablaba de revolución y de conspiraciones. Sentado frente a ella a una mesa pequeña, le había soltado un discurso sobre cómo las cosas serían más fáciles si hablaba. Podemos ayudarte, había dicho, conseguirte una condena corta y después ayudarte a empezar una nueva vida. Vamos, señorita Barrow, es usted una mujer inteligente, hermosa. No tire su vida por la ventana. ¿Cree que su lugar está aquí, entre putas y drogadictas? Se la comerán viva. Le arrancarán esa bonita piel a jirones, hasta que no quede nada y saldrá de la cárcel fea y vieja. ¿Y para qué? ¿Puede explicármelo?
El agente se había inclinado hacia adelante como un hurón. Por toda respuesta, ella le había escupido a la cara.
El recuerdo de aquello la hizo sonreír. Lo había tomado por sorpresa. Le recordó aquella vez en el instituto cuando desalentó al capitán del equipo de rugby.
La cárcel no la asustaba en lo más mínimo, había esperado un par de riñas, quizá, y después aceptación. En su fuero interno sabía que todas esas prostitutas y yonquis acabarían acudiendo a ella y estaría otra vez al mando. De alguna manera, pensó -aunque esto no se lo había dicho al agente del FBI ni a su padre, cuyas lágrimas no lograba comprender, ni al abogado que éste le había contratado y al que tanto había irritado que se negara a ayudar a su defensa, ni al juez, que dictó sentencia sobre su caso después de aburrirla con un sermón sobre el respeto debido al sistema-, había deseado ir a la cárcel.
Los primeros días allí lo más duro fue adaptarse, no tanto al hecho de estar encerrada, sino a lo limitado del espacio físico. La habían puesto en una celda individual en la llamada «zona clasificada». Pronto supo que seguiría allí hasta que las autoridades de la prisión decidieran qué tipo de prisionera iba a ser. En la celda había una cama, un lavabo y un retrete. Medía 240 por 180 centímetros. Había recorrido esta distancia una, dos, cien veces. Recordó los barrotes, los sonidos de la prisión con su sucesión casi constante de gritos, chillidos, ecos de pisadas, puertas cerrándose. En la distancia se escuchaba siempre ruido de porteros automáticos. Zumbidos, pitidos y más zumbidos que marcaban el ritmo de la vida carcelaria y eran un recordatorio constante de los confines del espacio y las limitaciones de movimientos.
Читать дальше