– Odio eso.
– Yo también. Pero ¿qué alternativa tenemos?
– Ninguna. -Megan hizo una pausa.- ¿Tú qué vas a hacer?
Duncan respiró hondo.
– Bueno, la otra vez me llamó a la oficina, así que voy a vestirme e ir al banco y hacer como que trabajo mientras espero.
– ¿Crees que estarán bien?
– Sí. Por favor, Megan, no pienses en eso. Sólo ha pasado una noche y estoy convencido de que están bien.
– ¿Y qué pasa con el colegio de Tommy? Lo estarán esperando.
– Llámalos y diles que tiene fiebre.
Megan asintió.
– ¿Y las gemelas?
– Dios, no lo sé. ¿Y tú? ¿No tenías hoy cosas que hacer?
– Nada que no pueda cancelar o mandar a alguien en mi lugar. Diré que tengo gripe también.
Hizo una pausa y continuó:
– No podría soportar no saber dónde están las gemelas. Tienen que quedarse en casa conmigo.
– Muy bien. Llama al colegio…
– Y les digo que están enfermas. ¿Y luego qué?
– Esperas a que yo te llame.
– Dios, no sé si voy a ser capaz.
– Tienes que serlo.
– No puedo soportar esto.
Duncan estaba de pie tratando de hacerse el nudo de la corbata. Lo intentó una vez pero el extremo inferior quedaba demasiado largo. Lo intentó una vez más con el mismo resultado. A la tercera el nudo salía torcido. Se arrancó la corbata del cuello y la tiró al suelo.
– ¿Te crees que disfruto con esto? ¿Crees que lo soporto mejor que tú? ¡Por Dios!, no lo sé. No lo sé. No lo sé. Ahí tienes la respuesta a todas tus preguntas. Tenemos que esperar, ¡maldita sea!
Megan parecía dispuesta a saltar, pero en el último momento se contuvo.
– Muy bien -dijo-. Está bien.
Por un momento los dos permanecieron en silencio.
– ¿Por qué no te duchas y te vistes? Prepararé algo de desayunar y cuando estés vestida despierta a las chicas.
Megan asintió con la cabeza y, casi sin pensar, empezó a desnudarse dejando caer sus ropas al suelo. Duncan, todavía luchando con el nudo de la corbata, salió de la habitación. Mientras bajaba las escaleras hizo un esfuerzo por no mirar hacia la habitación de Tommy.
Megan dejó que el chorro de agua caliente la empapara y lloró hasta hartarse. Cuando terminó se secó rápidamente y se puso unos vaqueros y un buzo. El olor a frito procedente de la cocina casi la hizo desmayar. Tragó saliva y entró en la habitación de las gemelas.
– Vamos, chicas. Arriba.
– ¿Pasó algo? -preguntó Lauren.
– ¿Dónde está papá?
– No pasó nada nuevo y papá está abajo preparando el desayuno. Lávense y vístanse, por favor.
– ¿Tenemos que ir al instinto?
– No, se quedan en casa conmigo.
Las chicas asintieron con la cabeza.
– Y hagan las camas.
– ¡Mamá!
– Escuchen, maldita sea, todavía somos una familia y vamos a comportarnos con normalidad. ¡Hagan las camas!
Karen y Lauren asintieron de nuevo.
Megan bajó despacio las escaleras mientras los pensamientos bullían en su cabeza. Una familia, todavía. Actuar con normalidad. Le repugnaba todo lo que había dicho, lo que había hecho. Oía a las gemelas en el cuarto de baño y le repugnaba el hecho de que se estuvieran lavando para empezar el día, que les hubiera ordenado hacer sus camas, algo que, pensaba, era lo más estúpido que se podía hacer al día siguiente de que hubieran secuestrado a tu hermano.
Entró en la cocina preguntándose si soportaría la luz de la mañana. Duncan la miró.
– ¿Más tranquila? -preguntó.
Megan no contestó.
– Anoche heló -dijo él-. Todo parece de cristal.
– Lo sé -replicó ella sin mirarlo. Sintió un escalofrío y se dio cuenta de que el sol de la mañana no lograría hacerla entrar en calor.
Olivia Barrow dejó el motor en marcha; bocanadas de humo salían del tubo de escape. Dentro del coche de alquiler hacía calor y se desabrochó el abrigo. Giró el espejo retrovisor y se ajustó el sombrero y la larga peluca pelirroja. Miró calle arriba y calle abajo observando a los coches que salían de los caminos de entrada a las casas en dirección a la ciudad. Después se miró de nuevo en el espejo y se limpió una mancha de maquillaje de la comisura del labio. Vestía una bonita falda y camisa blanca bajo un abrigo de lana costoso. En el asiento del copiloto había una cartera llena de papeles sin valor; era parte del disfraz. Estoy perfecta, pensó, la clásica mujer trabajadora que acaba de dejar a sus hijos en el instituto y se dirige a su trabajo. Este lugar resulta perfectamente burgués y predecible. Huele a hipotecas, a buenos sueldos, a paquetes de acciones, a prosperidad. Vallas de estilo neocolonial, coches de importación y universidades privadas. Sólo falta el golden retriever de turno cagándose por todas partes.
Miró calle abajo hacia la casa de Duncan y Megan. No había ningún indicio de presencia de la policía, ni coches sospechosos ni hombres vestidos de jardineros. Tampoco un operario haciendo que arreglaba los cables de teléfono, pero en realidad instalando un sofisticado sistema de escuchas que permitiera a la policía interceptar su próxima llamada. En un barrio así llamarían enseguida la atención, tendría que estar ciega para no verlos. Bien hecho, Duncan y Megan, obedecieron mi primera orden. Hasta el momento todo va bien.
La luz del sol la deslumbró a través del parabrisas y se puso unos anteojos oscuros. Miró su reloj. Vamos, Duncan, pensó. Es hora de ponerse en marcha.
Mientras hablaba consigo misma vio su coche salir del camino de entrada a la casa.
– Buenos días, Duncan -dijo y rio mientras veía el coche desaparecer calle abajo.
– Que tengas un buen día.
Metió la marcha atrás.
– Que tengas un jodido buen día, Duncan.
PARTE 5. Miércoles a mediodía
Duncan permanecía a la espera.
Durante toda la mañana, cada vez que sonaba el teléfono le había sobrevenido una oleada de ansiedad y emoción que inmediatamente se tornaban en consternación al comprobar que quien llamaba no eran los secuestradores, sino empresarios de la localidad y gente solicitando créditos. Había atendido cada petición con la mayor celeridad posible, haciendo su trabajo como un autómata. Uno de sus interlocutores, sorprendido por su brusquedad, le había preguntado si estaba enfermo y le contestó diciendo que creía que estaba por engriparse. Lo mismo le dijo a su secretaria cuando ésta le preguntó si iba todo bien al verlo algo distraído mientras intentaba informarle sobre la próxima junta de accionistas. Le preguntó también si no pensaba irse a casa y reaccionó con la suficiente rapidez como para decir que no, que tenía mucho papeleo por hacer pero que, dado su estado, sería mejor que cancelara todas sus citas para los dos días siguientes. Ella había asentido, solícita, y le había preguntado si quería un plato de sopa de pollo de la cafetería que había calle abajo.
Por un instante se sorprendió al darse cuenta de qué buena excusa era aquello de «la gripe»: para la gente del noreste resultaba una excusa válida para cualquier comportamiento fuera de lo corriente. Después se dispuso a seguir esperando, más nervioso aún que antes. Con cada hora que pasaba aumentaba su preocupación y no entendía por qué los secuestradores se demoraban tanto. ¿Acaso la rapidez no era su mejor aliado? Había esperado que Olivia se apresurara a formularle sus exigencias; la suya tendría que haber sido la primera llamada de la mañana. Que alargara todo el proceso innecesariamente lo desconcertaba; no estaba preparado para este paréntesis en los acontecimientos, se dijo. Después lo pensó mejor: en realidad no estaba preparado para nada de lo que estaba ocurriendo.
Cada minuto son sesenta segundos, aquí y en todas partes del mundo, se decía. El tiempo transcurre igual para todas las personas; pero no se lo creía.
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