Sonrió e hizo una pausa.
– Aunque, desde luego, podría estar completamente equivocada. Tal vez las autoridades se limiten a darte una reprimenda y decir lo pasado, pasado está. ¿Tú qué crees?
– Continúa.
La voz de Olivia rezumaba odio.
– Por eso nunca se lo conté, Duncan, aunque me hubiera ayudado a salir antes. Porque no quería que pagaras tu deuda con el estado de California, sino conmigo.
Hizo una nueva pausa y luego susurró con voz llena de odio:
– ¡Conmigo, hijo de puta!
Se reclinó en la silla.
– Y vas a seguir pagándome durante bastante tiempo. Porque, aunque recuperes a tu hijo -y eso si lo consigues, porque, personalmente, no creo que tengas lo que hace falta- siempre tendré ese as en la manga. ¿Sabes? Hay por ahí un fiscal al que le encantaría saber tu nombre, y lo mismo a un par de agentes del FBI. Y no olvidemos a los familiares de las víctimas; estoy segura de que querrán conocer los nombres de los otros miembros de la Brigada Fénix…
Duncan se estremeció.
– No lo han olvidado; aunque hayan pasado dieciocho años. Aunque pasaran cien no lo olvidarán.
Susurró de nuevo:
– Tal y como yo no he olvidado.
Sin saber cómo, Duncan se encontró recordando algo ocurrido durante los días siguientes al nacimiento de Tommy.
Aquella noche todas las cadenas de televisión hablaban de un niño de corta edad que se había quedado atrapado en una alcantarilla. Equipos de rescate habían trabajado toda la noche para liberarlo. Duncan se recordaba con Tommy en brazos dándole el biberón y viendo la noticia mientras las lágrimas rodaban por sus mejillas. Recordó su sorpresa al ver que el niño era finalmente rescatado; por lo general estas historias no tienen un final feliz. Parece que el mundo conspira para matar a nuestros hijos; son un blanco tan fácil…
Olivia miró su reloj.
– Tengo que hacer una llamada -dijo bruscamente.
– ¿Cómo?
Olivia tomó el teléfono y tiró de él.
– Tengo que hacer una llamada. Si quieres que tu hijo siga vivo, entonces dime qué tengo que marcar para línea exterior.
– No lo entiendo.
– Duncan, no seas obtuso. Si no llamo a una serie de números cada diez minutos y digo a la persona que descuelga que estoy bien, entonces él -o ella- supondrá que fui traicionada otra vez y tiene órdenes de matar al juez y al niño. ¿Necesitas que te dé más detalles?
Duncan la miró horrorizado.
– ¿Qué tengo que marcar para línea exterior, Duncan?
– El nueve.
– Gracias. Todavía tengo un minuto.
Marcó rápidamente un número.
A tres cuadras de allí, Ramón Gutiérrez esperaba, consultando su reloj, sin saber muy bien qué haría si no sonaba el teléfono. Cuando éste sonó se sintió inmensamente aliviado. Descolgó:
– ¿Sí?
– Está todo bien.
– De acuerdo. ¿Voy al teléfono dos?
– Sí.
Ramón colgó, sonriendo.
Olivia colgó el auricular; después se quitó el reloj de la muñeca y lo dejó en la mesa, frente a ella.
– Será mejor que esté pendiente -dijo con una sonrisa-. Sería una pena que se me pasara la hora de la próxima llamada.
Miró a Duncan con dureza.
– Sería una manera estúpida de morir, ¿no? Sólo porque a alguien se le olvidó hacer una llamada. Como estar en el corredor de la muerte, de camino a la cámara de gas o a la silla eléctrica, lo que sea, y que a pocas cuadras de allí, en la oficina del gobernador, su ayudante busca frenético un trozo de papel con el número directo a la sala de ejecuciones y se da cuenta de que lo ha dejado en el bolsillo de los otros pantalones.
Rio.
– ¿Sabes que me amenazaron con eso, Duncan?
– ¿Con qué?
– Pena de muerte. Por suerte pronto la descartaron para mi caso, pero no para el tuyo, Duncan… aún no.
Cuando sonó el portero eléctrico de la entrada Megan se sobresaltó. Primero pensó que serían las gemelas, que se habían olvidado algo, pero luego se dio cuenta de que habrían abierto con su llave. Luego pensó que seguramente no se molestarían; ¿para qué perder tiempo buscando las llaves si su madre estaba en casa? Se apresuró a ir hasta la puerta y alargó la mano hacia el picaporte sin detenerse a pensar en lo que estaba haciendo. Abrió la puerta y se quedó petrificada.
Primero reparó en los grandes anteojos de sol, innecesarios en un día tan nublado; después en la media sonrisa que le recordaba algo. Miró al hombre de pie en el umbral de su puerta mientras éste se quitaba los anteojos; sus facciones parecían salidas de una pesadilla que confiaba haber dejado atrás hacía mucho tiempo. Se quedó mirándolo boquiabierta, como alcanzada por un rayo.
– Pero, creíamos que habías…
– ¿Muerto? ¿Desaparecido? ¿Esfumado? ¿Perdido en el espacio interestelar? ¿Qué pensabas, Megan, que salí corriendo del banco y ya está?
Se rio al ver la expresión de terror en la cara de Megan.
– ¿Tanto he cambiado? -preguntó tranquilo.
Megan negó con la cabeza.
– Eso pensaba. Bueno, ¿y no vas a invitarme a pasar?
Megan asintió.
Bill Lewis entró en la casa y echó un vistazo a su alrededor.
– Muy bonito -dijo-. Bonito y de calidad. ¿También se hicieron republicanos?
Megan era incapaz de responder.
– Contesta a mi pregunta, Megan -susurró Bill, furioso.
– No.
– Ya, seguro.
Ella lo miró mientras inspeccionaba la casa y su mirada se detenía en una mesa antigua que había en el vestíbulo.
– No está mal -dijo fríamente-. Bonito diseño. ¿Es de 1850? -Volvió la vista hacia Megan.- Te hice una pregunta -dijo pasando el dedo por la madera áspera del mueble.
– 1858 -respondió Megan.
– Es una pieza cara, por lo menos debe de costar dos de los grandes, ¿no?
– Supongo.
– ¿Lo supones? -su risa sarcástica sonó como un rebuzno. Miró hacia el salón y se acercó a unas fotos.
– Duncan ha engordado -comentó-. Tiene todo el aspecto de un pequeñoburgués. Ha perdido la chispa, ¿no? Adiós a la delgadez, al compromiso; ahora números grandes y sustanciosos balances, ¿eh?
Hizo una pausa mientras miraba a Megan.
– No -contestó ella-. Está en buena forma. Corre seis kilómetros todos los días.
Bill soltó una carcajada.
– Debí habérmelo imaginado, el deporte de los burgueses. Seguro que sale a correr con zapatillas de doscientos dólares y un jogging de marca que cuesta por lo menos trescientos… Cualquier gasto es poco con tal de mantener la línea.
Se calló y miró a Megan con dureza:
– Debería probar a dejar de comer. Lo mantiene a uno duro y en forma; eso y esconderse del FBI y de la policía. Es la combinación perfecta para mantenerse delgado.
Su sonrisa era más bien una mueca. Se dio la vuelta y tomó otra fotografía.
– ¡Vaya, vaya! -comentó-. Las chicas son tan guapas como tú e iguales a ti en aquella época. Igualitas. -A continuación tomó una fotografía de Tommy.- Aquí parece más contento -dijo-. Donde está ahora casi no sonríe.
Megan dejó escapar un grito ahogado.
– Tommy… -susurró.
Bill Lewis se volvió hacia ella con expresión salvaje.
– ¿Qué pasa? ¿Creías que Olivia estaba sola en esto? ¿No imaginabas que había alguien más ahí afuera pensando en cómo vengarse de Duncan y de ti?
– Tommy -repitió Megan-. Por favor, mi niño…
– Morirá. Morirá a no ser que hagan todo lo que les digamos. Y lo mismo ocurrirá con el viejo ese, sólo que para él será más doloroso.
Dejó la fotografía en su sitio y, por un momento, pareció detenerse a pensar; después la tomó de nuevo y la miró de cerca. Volvió la vista hacia Megan y de pronto, de forma violenta e inesperada, rompió la fotografía contra la esquina de la mesa haciendo pedazos el vidrio y el marco. El estallido de cristales rotos resonó en los oídos de Megan como un disparo y por un momento pensó que estaba sangrando.
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