Dejó la fotografía y se preguntó si debería enseñársela a Megan, después tomó el segundo artículo que había caído del sobre abierto. Era un recorte de diario sin fecha, una esquela recortada de la sección de necrológicas de un diario sin identificar. La leyó dos veces mientras aumentaba su consternación:
MILLER, ROBERT EDGAR, de 39 años, en su domicilio el 5 de septiembre de 1986. Amante esposo de Martha, de soltera Mathews, y padre de dos hijos, Frederic y Howard. Lo sobreviven sus padres, el señor y la señora E. A. Miller, de Lodi; su tío, el señor R. L. Miller, de Sacramento; su hermano, Wallace Miller, de Chicago; sus hermanas, la señora de Martin Smith de Los Ángeles y la señora de Wayne Schults de San Francisco, así como sobrinos y sobrinas. El funeral se celebrará en la iglesia de Nuestra Madre de la Sagrada Redención el viernes 8 de septiembre a las 13.00. La familia solicita que, en lugar de flores, se entreguen donaciones al Centro de Veteranos de Vietnam del condado de Orange. El velatorio será en la funeraria Johnson, en el 1120 de Baker Street, Lodi.
Duncan no sabía quién era Robert Miller ni qué relación podía tener con Olivia y con él. Era evidente que el hombre había muerto hacía más de dos meses, y que, por su edad, había nacido en los últimos cincuenta años. Era natural de Lodi, es decir, del lugar donde habían vivido cuando preparaban el asalto al banco, pero nada más. Supuso también que había sido veterano de Vietnam, pero en la esquela había poco más que lo relacionara con lo que estaba ocurriendo ahora. Repasó el nombre del muerto una y otra vez tratando de descubrir alguna conexión. Miró fijamente la esquela preguntando silenciosamente: ¿Quién eres? ¿Qué tienes que ver conmigo? ¿Cómo has muerto y por qué?
Al principio no imaginaba cómo podría descubrirlo, pero después descolgó el teléfono y marcó el número de información de California y pidió el de la funeraria. Hizo una breve pausa para inventar una excusa plausible para las preguntas que quería hacer. Mientras marcaba se dio cuenta de que era la primera vez en dieciocho años que llamaba a California y por un momento sintió miedo, miedo de que alguien reconociera su voz y supiera lo que había hecho él allí en 1968. Al segundo timbrazo le contestó una voz de mujer:
– Funeraria Johnson, ¿dígame?
– Hola -dijo Duncan-. Me llamo, eh, Roger White y acabo de enterarme de un velatorio que organizaron ustedes en septiembre y no estoy seguro de si la persona era un amigo mío o no. He estado fuera del país y desconectado durante tanto tiempo que, bueno, me llevé un disgusto cuando vi…
La mujer lo interrumpió.
– ¿Cómo se llamaba el difunto?
– Robert Miller, fue en…
– Sí, en septiembre, lo recuerdo. ¿Y de dónde dice que lo conocía?
Duncan se arriesgó:
– De Vietnam.
– Ah, claro, otro veterano. Déjeme mirar los archivos; no recuerdo que hubiera detenciones.
– ¿Detenciones?
– Sí, lo siento, ¿no sabía que el señor Miller murió asesinado?
– No, es la primera vez que lo oigo.
– Bueno, no conozco muy bien los detalles. Sé que fue algo relacionado con un robo. Puede intentar hablar con Ted Reese, del periódico local; fue el encargado de cubrir la noticia.
Duncan apuntó el nombre mientras oía cómo la mujer pasaba papeles.
– Pero, bueno -continuó ésta-, estaba con la 101 de Aviación desde 1969 hasta finales de 1967, le concedieron dos corazones púrpuras y la estrella de bronce al valor. Fue socio del Elks Club y estuvo en las ligas de rugby Little League y Pee Wee, también fue miembro de la Asociación de Profesionales de la Seguridad. Al velatorio vinieron muchos policías y agentes de seguridad.
– ¿Fue mucha gente?
– Sí, era un hombre muy popular, muy conocido por los alrededores. El hombre del periódico podrá darle más detalles. ¿Es el mismo Miller que conoció en Vietnam?
– Sí -mintió Duncan.
– Vaya, lo siento.
Duncan colgó y mantuvo presionado el botón para cortar la conexión. Entonces marcó el número del periódico y preguntó por el reportero. Seguía sin comprender lo que quería decirle Olivia y tampoco veía qué relación podía haber entre él y aquel hombre asesinado.
– Aquí Reese.
– Hola -dijo Duncan-. Mi nombre es White y acabo de regresar al país después de seis meses y me enteré de que un viejo amigo fue asesinado. Los de la funeraria me dijeron que usted podría contarme algo sobre Robert Miller.
– ¿El guardia de seguridad?
– Sí.
– ¿Y dice que era amigo suyo?
– De la guerra. El 101 de Aviación.
– Sí, claro, bueno, siento tener que darle los detalles.
– ¿Qué pasó?
– Mala suerte, supongo, aunque no para su mujer y sus hijos. Se habían ido de vacaciones, así que estaba solo en casa. La policía supone que alguien llamó a la puerta y él abrió y los dejó pasar. Lo obligaron a abrir la caja fuerte y se llevaron todo, pusieron la casa patas arriba. El hombre tenía una buena colección de armas, incluidos rifles automáticos. Tenía licencia para todas, por increíble que parezca. Ya sabe lo que dice la policía sobre el precio que tienen esas cosas en el mercado negro. Bueno, el caso es que le dispararon con una pistola, dentro de la casa. Fue una auténtica carnicería… Perdóneme.
– No se preocupe -se apresuró a decir Duncan-. Continúe, por favor.
– No hay mucho más que contar. Parece ser que se dirigía hacia su mesa, donde escondía una pistola; no era de los que se rinden sin luchar, todo el mundo lo decía. Supongo que se marcharon enseguida. Además de las armas robaron unas cuantas cosas, incluyendo una peluca roja que usaba su mujer. Casi siete de los grandes se llevaron en total, Miller tenía la costumbre de guardar bastante dinero en casa, lo que no era muy inteligente. Pero claro, era ejecutivo en una empresa de seguridad, y antes había sido guardia de furgón blindado. Así que tenía un buen sistema antirrobos, pero, claro, no sirve de nada si luego vas y le abres la puerta a tu asesino. Por eso la policía estaba tan desconcertada, no entienden por qué lo hizo.
– Puede que conociera al asesino.
– Sí, eso es lo que todos piensan, pero hasta ahora todos los sospechosos tienen coartadas. Además, para su familia Miller tenía más valor vivo que muerto, ¿sabe? No tenía contratado un seguro de vida ni nada por el estilo.
– ¿Y nadie vio ni escuchó nada?
– Bueno, vivía en una zona residencial y las casas están muy separadas unas de otras. Y uno de los policías me dijo que esas pistolas no hacen casi ruido, así que de todas formas es probable que no hubiera nada que oír. Y además era de noche.
Duncan no sabía qué más preguntar, se imaginaba claramente a Olivia de pie en la puerta de la casa de aquel hombre, esperando pacientemente a que abriera y la dejara pasar. Sabía que lo haría: ¿quién se negaría a abrirle la puerta a una mujer atractiva de mediana edad y bien vestida, incluso en plena noche, incluso si era una completa desconocida? El hombre habría observado por la mirilla y después habría abierto la puerta, preguntándose qué haría esa mujer en la puerta de su casa y sin pensarlo dos veces.
Pero seguía sin comprender qué hacía Olivia allí. Escuchó la voz del reportero.
– Es una pena, imagínese. Sobrevivir a dos años en Vietnam, a un disparo durante el asalto a un banco, llegar por fin a un puesto directivo y morir a manos de un vulgar ladrón. Le diré, la gente de por aquí se asustó mucho cuando ocurrió aquello, pensaban que si a alguien como Miller podía pasarle algo así, entonces a quién no.
– Disculpe -lo interrumpió Duncan bruscamente-. ¿Qué acaba de decir?
– Decía que es una pena.
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