La había escuchado con una mezcla de miedo y admiración; entendía por qué quería matar a aquel hombre, sólo que hubiera preferido que lo hiciera sin su ayuda. Pero ella había insistido diciéndole:
– Éste es nuestro compromiso; estamos juntos en esto y en todo lo que está por venir.
Ramón recordó cómo había rodeado el coche con gesto decidido y abierto el capó, simulando una avería. Después había caminado hacia la casa y tocado el timbre. Por unos instantes se había preguntado si aquel hombre del umbral sabía que estaba a punto de morir.
Y todo había ocurrido exactamente como ella había dicho.
Miró de nuevo a las gemelas y cambió de pensamiento. Lo pasaremos bien, se dijo. Algo que no olvidarán jamás y que no podrán contar nunca a sus maridos.
Se sonrió y deseó llevar encima su cuchillo.
Los faros de un coche que salía de una casa vecina lo iluminaron por un momento y sintió pánico. Se ocultó rápidamente a la sombra de un árbol y vio al coche marcharse.
Tiene razón, pensó. En todo. Esta ciudad no conoce lo que es el miedo, podemos hacer cualquier cosa aquí.
Miró de nuevo a la casa; las gemelas habían desaparecido.
– Buenas noches, señoritas -dijo en voz alta-. Nos veremos pronto.
Caminó por la oscuridad pensando en el dinero y en cuánto le tocaría. Lo suficiente para ir donde quisiera y empezar de nuevo. Se preguntó si Bill lo acompañaría. Lo dudaba, y eso lo entristeció momentáneamente. Se irá con Olivia, que nunca lo querrá como yo, sólo lo utilizará y le romperá el corazón. Está embobado con ella y eso acabará por matarlo; conmigo sería más feliz, en México tal vez, donde puedo pasar por nativo y donde seríamos ricos, porque allí todo el mundo es pobre. Viviríamos como reyes, junto al mar, donde siempre hace calor y las noches nunca son tan oscuras como aquí. No lo entiende, concluyó. Es sólo placer, pero él lo confunde con culpa y eso lo vuelve triste y vulnerable.
Pero yo no, pensó orgulloso, y por eso soy libre.
Hundió las manos en los bolsillos del abrigo y las apretó contra la entrepierna. Caminó por la noche, ligeramente excitado y ajeno al frío y las tinieblas que lo rodeaban.
***
Tommy sentía la mano de su abuelo que le acariciaba la frente, pero era como un recuerdo, como si no estuviera sucediendo realmente. Miraba fijamente al techo del ático y se imaginó que el tejado desaparecía y se abría a un gran espacio negro salpicado de estrellas como diamantes y bañado por la luna. Tenía los ojos abiertos de par en par.
Pero solo veía las imágenes de su cabeza: tenía la sensación de estar flotando libre por el cielo nocturno; el viento en las mejillas era cálido y reconfortante y mientras giraba y giraba en un torbellino oía a sus padres llamarlo y veía a sus hermanas agitando los brazos hacia él, llamándolo. Sonrió, rio y les devolvió el saludo, para después intentar nadar hacia ellas por el aire. Pero entonces el viento cambiaba y de pronto se encontraba luchando contra un huracán que le azotaba la cara y le tiraba de las ropas alejándolo de su familia. Intentó alcanzarlos pero se alejaban cada vez más y sus voces se apagaban hasta desaparecer del todo.
Dio un respingo y se estremeció; entonces escuchó la voz de su abuelo.
– Tommy, Tommy, estoy aquí contigo. Todo saldrá bien, estoy aquí.
Se estremeció de nuevo y se volvió hacia su abuelo. Vio la cara de Bill mirándolo por encima del hombro de éste, pero no sintió miedo.
– Está volviendo -dijo Lewis-. Madre mía, eso sí que da miedo.
Tommy alargó la mano y asió la de su abuelo, entonces vio que Bill sonreía.
– ¡Eh, chico! ¿Estás bien?
Tommy asintió.
– ¿Necesitas algo? ¿Tienes hambre? ¿Sed?
Tommy asintió de nuevo.
– Ya les subí la cena; está afuera.
Lewis desapareció de su vista y Tommy miró a su abuelo. -Estoy bien -dijo-. Lo siento, abuelo. No pude evitarlo.
– No te preocupes -dijo el anciano.
– Me duelen las manos.
– Te hiciste daño cuando dabas golpes a la puerta.
– ¿Eso hice?
El juez asintió.
Tommy levantó las manos para verlas.
– No es nada -dijo-. Sólo me duelen un poco.
Entró Bill llevando una bandeja.
– Calenté un poco de estofado; es de lata pero está bastante bueno. Lo siento, hijo, no sé mucho de cocina. También te traje un refresco y un par de aspirinas, por si te duelen las manos.
– Gracias -dijo Tommy sentándose en la cama-. Tengo hambre.
– Tú también deberías comer algo, juez. Me quedaré aquí para ayudarte con el niño si hace falta.
Bill se sentó en el borde de la cama, donde antes estaba el juez, quien observó a Tommy mientras éste comía una cucharada de estofado. De pronto se dio cuenta de que él también estaba muerto de hambre y empezó comer.
– Tomate tu tiempo, Tommy -dijo Bill-. También te traje pan y manteca y un par de galletas de postre. ¿Te gustan de chocolate?
– Sí, gracias -hizo una pausa-. No sé cómo se llama usted.
– Llámame Bill.
– Gracias, Bill.
– No hay de qué.
– ¿Bill?
– ¿sí?
– ¿Sabes cuándo podremos irnos a casa?
El juez se puso rígido y pensó. ¡Ahora no!
Pero Bill se limitó a sonreír.
– ¿Qué pasa? ¿Ya te cansaste de estar aquí?
Tommy asintió.
– No te culpo. Hace mucho tiempo yo tuve que pasar un mes encerrado en la habitación de una casa. No me atrevía a salir, ni a hacer nada. Fue bastante horrible.
– ¿Por qué?
– Bueno… -Bill dudó, luego pensó: A la mierda.- Bueno, estaba seguro de que la policía me buscaba y tenía que esperar a que unas personas vinieran a ayudarme. Estaba bajo tierra. ¿Entiendes lo que quiero decir?
– ¿Como un topo?
Bill rio.
– No exactamente. Bajo tierra quiere decir escondido.
– Ah -dijo Tommy-. ¿Nosotros estamos escondidos?
– Más o menos.
– ¿Y te encontraron?
Lewis sonrió de nuevo.
– No, hijo. Conseguí evitarlos y, pasado un tiempo, supongo que dejaron de buscar. Al menos eso parecía. Así que después de unos años todo se olvidó.
– ¿Cuándo fue eso? -preguntó el juez.
– En los sesenta -contestó Lewis sin pensar.
– ¿Por qué no se lo cuentas todo? -dijo Olivia secamente.
Su voz pareció cortar el aire de la habitación, haciendo añicos ese breve lapso de tranquilidad y devolviendo la tensión a la situación. Estaba de pie en la puerta mirando furiosa a Bill y empuñando un revólver.
– No les estaba contando nada. Al menos nada que no se imaginen ya.
– Seguro -replicó Olivia.
Lewis miró a Tommy:
– Lo siento, chico.
– Está bien -contestó Tommy-. Gracias por la cena.
– Quédate con las galletas. Puedes comértelas luego.
– Gracias.
Lewis puso los platos en la bandeja y pasó delante de Olivia, que le dirigió una mirada cortante. Después le habló al juez:
– Es un tipo muy emocional -dijo transcurridos unos instantes-. Muy voluble, capaz de pasar de la amabilidad total a la violencia extrema en un momento. Por favor, recuérdelo cuando trate con él, no me gustaría que ocurriera algo desagradable.
El juez asintió.
– Tal vez sea mejor que Ramón traiga la comida la próxima vez; le encantan los niños pequeños, pero no de la forma tradicional.
El juez no dijo nada. Olivia se acercó a ellos y miró a Tommy.
– Los niños de esta edad resultan encantadores -dijo-. Te vuelven loco. O los adoras o te desquician.
– ¿Usted tiene hijos? -preguntó el juez.
Si los tuvieras, pensó, nunca harías esto.
Olivia rio.
– No tuve ocasión. La cárcel no es el mejor lugar para concebir un hijo. No, en la prisión lo único que se conciben son planes de venganza. Ésos son mis hijos.
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