– Está amargada -dijo el juez.
Olivia rio de nuevo.
– Por supuesto que lo estoy, tengo razones de sobra.
– ¿Por qué?
Olivia sonrió:
– Mira quién va a contar su vida ahora.
El juez no contestó y Olivia se encogió de hombros.
– ¿Y por qué no? -dijo-. Juez, ¿nunca se preguntó por qué no nos molestamos en taparnos la cara?
– Sí, desde el principio.
– Seguramente habrá juzgado muchos casos de secuestro, de extorsión, ¿no?
– Sí, pero ninguno como éste.
– Exacto, ya se lo había dicho. Verá, juez, hay una clave para que todo esto funcione.
– No entiendo.
– Su hija y su yerno, juez -hizo una pausa-. ¿Qué sabe de ellos?
– ¿Qué quiere decir? Son mis…
– ¿A qué se dedicaban hace dieciocho años?
El juez Pearson hizo memoria: 1968. Entonces era más joven, pensó, y más fuerte. Mi mujer aún vivía y estábamos preocupados. No sabíamos en qué andaban, no nos contaban nada. Yo era demasiado exigente y severo así que nos dejaron esperando ¿qué? Estaba la guerra, que todos odiábamos. Había desórdenes y pelos largos y manifestaciones y ellos formaban parte de aquello. Yo era juez y por tanto parte del sistema, y ellos odiaban al sistema. Recordó una serie de discusiones a gritos con Duncan, discusiones que había prácticamente olvidado y que se disolvieron en meses de tranquilidad cuando se trasladaron a la costa. Entonces todo cambió. Recordó cuando Megan y Duncan volvieron inesperadamente a Greenfield, una noche. Megan estaba embarazada de las gemelas. Fue algo mágico. Habían estado perdidos y ahora volvían a casa y todos sus temores se disiparon. Querían nuestra ayuda, empezar una nueva vida, una vida normal allí, en Greenfield. No más discursos políticos, ni acusaciones sobre lo podrido de la sociedad, las maldades del sistema. Y cuando nacieron las gemelas fue como empezar de nuevo, éramos una familia otra vez, sin iras ni reproches.
– ¿Qué hacían en 1968? -preguntó Olivia de nuevo en tono exigente.
– No sé lo que quiere decir. Megan había terminado la universidad y se trasladó a California con Duncan mientras éste terminaba su máster en Berkeley. Vivían allí… es todo lo que recuerdo.
Olivia resopló.
– ¿Y qué hay de la política? -preguntó sarcástica.
– Bueno, Duncan militaba contra la guerra y contra el reclutamiento forzoso. Cuando estudiaba en Columbia perteneció a la agrupación de Estudiantes para la Democracia y tomó parte en algunas manifestaciones. Creo que estaba relacionado de alguna manera con la facción Weatherman, pero luego dejó todo aquello, cuando volvieron aquí.
Olivia lo interrumpió y luego resopló de nuevo.
– Port Huron y Weatherman vinieron después.
– No lo sabía. Son sólo nombres, de todas maneras.
– No seas estúpido.
– No lo sabía, maldita sea. ¿Adónde quiere llegar?
– A que hicieron algo más que apoyar los movimientos civiles -dijo Olivia con voz que dejaba traslucir su ira-. Todos lo hicimos. Y no lo dejó, como dices. No señor, de ninguna manera.
– ¿Y?
– ¡No seas estúpido!
– ¡No lo soy, maldita sea! No hicimos preguntas, nos conformamos con que hubieran vuelto a casa.
– Pues estaban escondidos en las montañas del condado de Marin armados y preparándose para la revolución; aprendiendo a fabricar bombas y a escribir propaganda. Eso es lo que andaba haciendo.
– Bien…
El juez no sabía qué decir. De repente sintió que no quería oír lo que vendría a continuación.
– Allí fue donde los conocí. Pronto las cosas se volvieron más intensas, éramos un grupo de revolucionarios, teníamos un compromiso, estábamos armados. Nos separamos del resto, lo cual fue perfecto, porque todos terminaron en manos del FBI gracias a los soplones y a los infiltrados en la organización. ¡Pero nosotros no! ¡Nosotros estábamos juntos y preparados!
Olivia había empezado a dar grandes zancadas por la habitación haciendo gestos con el revólver en la mano. El juez podía sentir como crecía su exaltación.
– Íbamos a arrancar el corazón podrido de este país y empezar de nuevo. Y ellos eran parte de nosotros, igual que Bill y Emily y los otros. Sólo que ellos la jodieron, juez, la jodieron y salieron corriendo. ¡Fueron unos cobardes! En el campo de batalla la cobardía y la desobediencia al superior se castigan con la muerte. Y eso es lo que hicieron cuando les entró el pánico y salieron corriendo, de vuelta a su pequeña sociedad burguesa, donde se escondieron. Tenían el disfraz perfecto, se volvieron gente normal, se integraron en el sistema. Empezaron a interesarse en cosas como hipotecas y coches nuevos y paquetes de acciones y ascender en el trabajo y ganar más dinero. Y tú les ayudaste a volverse invisibles, anónimos, juez, igual que al resto de traidores de nuestra generación, sólo que ellos eran peores, ¿no crees? Porque yo fui a la cárcel y Bill tuvo que esconderse y Emily murió. Y el tiempo pasó. Ellos disfrutaban siendo personas anónimas, se volvieron felices, gordos, ricos y normales, juez. ¡Jodidamente normales! ¡Pero eran traidores! -escupió.
Se detuvo y asió la pistola tan fuerte que los nudillos se le pusieron blancos.
– Pero yo no, yo nunca me volví gorda, burguesa y feliz, sino más delgada y más fuerte, y durante dieciocho años todo lo que hice fue esperar este momento, en que les haría pagar por todo lo que me hicieron. Pasé dieciocho años de condena íntegra, sin atenuantes, hasta que llegó la condicional. Así es como funciona el sistema, ya lo sabe. Te dan el nombre de tu supervisor de la condicional, ropas nuevas y cien dólares. Así que salí y me vine aquí, pues sabía que los encontraría, juez. Tal vez hayan sido invisibles para el resto del mundo, ¡pero no para mí!
Miró al juez.
– Me deben dieciocho años y no hay nada que tú ni nadie pueda hacer para evitarlo. Eran tan culpables como yo, cometieron el mismo crimen.
Se sentó bruscamente en la cama contigua y acercó su cara a la del juez.
– ¿Crees que estarán dispuestos a pagar por estos dieciocho años?
El juez negó con la cabeza.
– No es así como funcionan las cosas.
– ¿Ah, no?
– Han cambiado. Todo el mundo lo ha hecho. Ahora ni siquiera los acusarían…
Olivia echó el cuerpo hacia atrás.
– ¿No lo crees? Así que, dime, juez. ¿Cuándo prescribe un cargo de asesinato?
El juez tragó saliva. No, pensó. No es posible que lo hicieran.
– No prescribe -contestó.
Olivia agitó la cabeza, se reclinó y soltó una carcajada.
– ¡Cuánto sabes de leyes, juez!
Después se inclinó hacia él y le susurró en tono de confidencia:
– Así que ya sabes algo nuevo de tus queridos hijos. Tal vez lo sospechabas, pero la verdad es peor que la fantasía, ¿no es así? Y tú, pequeña monada, ahora sabes algo nuevo de mamá y papá, ¿eh?
Se levantó con brusquedad y se dirigió de prisa hacia la puerta. Después se volvió:
– Son asesinos, igual que yo.
Y salió dando un portazo.
***
Duncan tomó la fotografía de Tommy con el vidrio roto todavía pegado al marco y, sin pensar, acarició una de las aristas que atravesaban la cara del niño cortándose el dedo. Sin embargo no soltó ningún improperio, como habría sido habitual, sino que se limitó a sumar este nuevo dolor a los que ya sentía y que lo unían a su hijo. Se llevó el dedo a la boca y probó el sabor salado y dulce a la vez de la sangre.
– Duncan, ¿te pongo una curita? -preguntó Megan.
Negó con la cabeza. Necesito algo más que una curita, pensó mientras miraba a Karen y a Lauren, sentadas en una esquina, calladas.
– Si algo les pasara a alguna de las dos… -empezó a decir.
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