John Katzenbach - Un Asunto Pendiente

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Megan y Duncan Richards son gente normal. Él es banquero; ella, agente inmobiliaria. Tienen dos hijas adolescentes y un hijo. Viven en una casa preciosa. Todo indica que sus días de activistas políticos, allá por 1968, han quedado muy atrás. Después de todo, cualquiera que fuera joven en 1968 tiene un pasado activista.
Pero Megan y Duncan son distintos. Ellos fueron un poco más lejos. Empujados por una hermosa mujer que se hacía llamar Tania y que dirigía un grupo radical llamado la Brigada de Phoenix, tomaron parte en un robo que, según Tania, sería sencillo y sin derramamiento de sangre, pero no fue así. Desde entonces han pasado 18 años.
Y ahora, cuando los Richards disfrutan de su tranquilidad familiar, Tania está a punto de salir de la cárcel. Lleva 18 años planeando cómo vengarse de las dos personas a las que culpa de lo que ocurrió aquel día. Su venganza será dulce, será perversa. Empezará por su hijo…

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Pensó en las pisadas de su padre, que tenían la ligereza propia de su avanzada edad. Se equivocan quienes afirman que todas las personas mayores caminan pesadamente, como encorvadas por las cargas de la vida. Para algunas de ellas llega un momento en que de repente se sienten más ligeras, como si con el peso de las obligaciones se hubiera evaporado también la fragilidad de los años. Los dos Tommys parecían tener alas en los pies. Somos los adultos de mediana edad los que caminamos con sólida determinación, inmersos como estamos en la rutina y en la preocupación.

Megan miró el cielo gris del atardecer. Una ráfaga de viento se llevó el último montón de hojas secas del jardín y, por un instante, éstas parecieron vivas, saltando y bailando al son de la brisa. Apoyó una mano en la ventana y sintió el frío que se colaba a través del vidrio.

El día que murió mamá hacía calor y el veranito de San Miguel mecía las hojas con un engañoso viento cálido. Se preguntó si su madre habría luchado contra la muerte o, por el contrario, la había aceptado con la misma resignación con que había aceptado casi todas las cosas. Murió de repente, mientras dormía; su corazón dejó de latir una mañana mientras descansaba en la mecedora del porche. El cartero la encontró y llamó a una ambulancia, pero ya era tarde. Era un hombre joven, con barba, que siempre tenía una palabra amable para Tommy. Ese día pasó por su casa y les dijo que cuando la encontró estaba sonriendo y al principio pensó que estaba dormida, pero la forma en que le colgaba el brazo le hizo reparar en que había muerto.

Ojalá hubiera tenido ocasión de despedirme antes de que se marchara así. Pero era su manera de hacer las cosas, en silencio y eficientemente.

Ojalá estuviera aquí ahora, pensó Megan de pronto. Ella sabría qué hacer y no pasaría el tiempo llorando y retorciéndose las manos en gesto de desesperación. En su lugar, tendría todo tipo de planes e ideas. Analizaría las emociones y las ordenaría y después decidiría qué hacer, en vez de limitarse a esperar que algo horrible ocurriera, como hago yo.

No permitiría que murieran.

Todos esos años siendo la compañera del juez le dieron a mi madre fuerza y confianza. Mi padre siempre fue una combinación de jugador de rugby, marine, juez y tipo duro. En las peleas nunca duda; se enfrenta a la vida como lo hace a los delincuentes: con decisión y tomando siempre el camino correcto.

Pero mamá era más sutil. Siempre veía las ramificaciones, los efectos secundarios de cada acción y tenía visión de conjunto. Era capaz de avanzar por el campo de minas que es la vida con paso ligero y delicado, esquivando todos los peligros. Qué ciega estaba cuando era joven y pensaba que se había sacrificado demasiado, abandonando sus estudios de Derecho para apoyar a su marido.

Megan se alejó de la ventana y se dirigió hacia la pared donde colgaban los retratos de la familia. Vio la fotografía de Tommy con el marco roto. Después de cortarse el dedo, Duncan había dudado si colgarla de nuevo o no. Finalmente había retirado los fragmentos de vidrio y la había devuelto a su sitio. Eso la tranquilizaba, pues no habría podido soportar que la fotografía de Tommy, aunque rota, no ocupara su lugar habitual en la pared, junto a la de las gemelas y sobre un retrato de la familia completa. Contempló todas las fotografías hasta detenerse en una del juez y su madre tomada pocos años antes de la muerte de ésta. Sus cabellos se habían vuelto plateados pero sus ojos estaban llenos de vida y energía.

Seré más como tú, pensó Megan. Seré más fuerte.

Miró a los ojos de su madre en la fotografía y pensó: Sé lo que harías en esta situación.

¿Qué, cariño?

Lucharías por tu hijo.

Por supuesto que lo haría, para eso estamos las mujeres.

Estamos para muchas cosas.

Desde luego, cariño, estamos aquí para ser abogadas y médicas y agentes inmobiliarios y cualquier cosa que queramos. Pero sobre todo estamos para nuestros hijos. Pensarás que eso suena tonto y conservador, pero es la verdad. Somos nosotras quienes los traemos al mundo y quienes debemos cuidarlos…

Pero Duncan…

¡Vamos, Megan! Ya sé que eres muy moderna, pero él es hombre y no lo sabe.

¿No sabe qué?

Que el dolor del parto es sólo el primero, después vienen muchos más.

Lo sé.

Entonces sabes lo otro, también.

¿Qué cosa?

Que una vez que traemos a estos niños al mundo nunca dejan de ser parte de nosotras, y por eso luchamos tanto por ellos. Luchamos para educarlos, después para verlos crecer y nunca nos rendimos, por muchas otras obligaciones que tengamos. Nunca.

Tienes razón.

Pues claro que la tengo. ¿Y sabes otra cosa?

¿Qué?

Que eso es lo que nos hace más fuertes de lo que nadie, ni siquiera nosotras mismas, supone. Por eso los hombres nos subestiman. Mira en tu interior y verás hierro y acero, nervios y músculos. Busca más adentro y los encontrarás. Y cuando necesites ser fuerte, lo serás.

Tengo miedo. Tengo miedo por los dos Tommys.

No hay nada de malo en tener miedo, cariño, siempre que no dejemos que nos impida cumplir con nuestra obligación.

¿Y cuál es?

Lo sabrás.

¿Estás segura?

Completamente.

– Entonces yo también lo estoy -dijo Megan en voz alta. Después respiró hondo y suspiró. Entonces oyó a Karen y a Lauren que la llamaban desde la cocina.

– ¡Mamá! ¿Estás bien? ¿Estás con alguien?

– No -contestó Megan-. Estaba hablando sola.

Se serenó y fue a ver a las gemelas.

***

Duncan estaba sentado a su mesa pensando en cómo conseguir el dinero para Olivia. Había pasado la mayor parte del día al teléfono con su agente de bolsa de Nueva York, con una agente de la propiedad en Vermont y otras personas relacionadas con sus inversiones. Todos habían reaccionado con consternación al escuchar la palabra «vender» y habían tratado de disuadirlo, aunque él había insistido simulando bromear, temeroso de dejar traslucir el pánico que sentía y que alguno de sus interlocutores adivinara sus motivos para vender. Así que contó chistes, anécdotas y simuló despreocupación tratando de dar la impresión de que aquello eran puros trámites, vender para invertir en otra parte y no el producto de una situación angustiosa.

A mediodía ya estaba en situación de calcular aproximadamente cuánto dinero había logrado reunir. Sabía que tendría que aceptar la primera oferta que le hicieran por el terreno, así que contaba con perder dinero en esa transacción. Y la venta de las acciones y los bonos le proporcionaría unos 86.000 dólares, pero ese cheque tardaría en llegar y pasarían semanas antes de que percibiera suma alguna por el lote de Vermont. La casa donde vivían ya estaba hipotecada, pero la hipoteca tenía más de doce años de antigüedad, de modo que poseía una línea de crédito basada en su valor de mercado. No quería canjear directamente esa cantidad ya que, suponía, más adelante lo necesitaría para reponer lo que pensaba robar. Ése es el problema del dinero en efectivo hoy día, que no se puede disponer de él inmediatamente como no sea atracando una licorería. El dinero en efectivo está pasado de moda, ahora está todo en documentos, en tarjetas de plástico y en las computadoras de los bancos. Si lo necesitas tienes que llenar formularios por triplicado, someterte a una inspección y, por último, esperar. Era parcialmente consciente de la ironía en este hecho: He obligado a tanta gente a pasar por estos mismos trámites, pensó, y ahora me toca a mí. Se consoló pensando que la semana siguiente le llegaría el cheque de su agente de inversiones, lo que bastaría para el primer pago de lo que debería al banco.

Debería llevarme el dinero a Las Vegas o a Atlantic City y jugármelo al blackjack o a las máquinas tragamonedas e intentar ganar más. Tendría las mismas oportunidades que aquí. Porque eso es lo que estoy haciendo: jugarme el dinero. Se encogió de hombros; haría lo que le habían pedido y después se enfrentaría a las consecuencias cuando éstas llegaran.

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