John Katzenbach - Un Asunto Pendiente

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Megan y Duncan Richards son gente normal. Él es banquero; ella, agente inmobiliaria. Tienen dos hijas adolescentes y un hijo. Viven en una casa preciosa. Todo indica que sus días de activistas políticos, allá por 1968, han quedado muy atrás. Después de todo, cualquiera que fuera joven en 1968 tiene un pasado activista.
Pero Megan y Duncan son distintos. Ellos fueron un poco más lejos. Empujados por una hermosa mujer que se hacía llamar Tania y que dirigía un grupo radical llamado la Brigada de Phoenix, tomaron parte en un robo que, según Tania, sería sencillo y sin derramamiento de sangre, pero no fue así. Desde entonces han pasado 18 años.
Y ahora, cuando los Richards disfrutan de su tranquilidad familiar, Tania está a punto de salir de la cárcel. Lleva 18 años planeando cómo vengarse de las dos personas a las que culpa de lo que ocurrió aquel día. Su venganza será dulce, será perversa. Empezará por su hijo…

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Y no creo que yo los conociera mucho mejor. Por eso decidí que con mis hijos sería distinto, no dejaría que nada se interpusiera entre ellos y yo. Aunque en ocasiones les robara algo de tiempo de estar con ellos para hacer horas extras en el trabajo o jugar una partida de tenis, siempre se lo he compensado. Eso siempre lo tuve claro, entendí muy bien la deuda que los padres tienen con sus hijos. Somos como la ventanilla de un banco que está siempre abierta para retirar dinero. Nunca cierra, y así es como debe ser.

Se imaginó de nuevo a Tommy en aquella pequeña habitación. Podría perderte, pensó y recordó todas las ocasiones en que le había hablado con dureza o le había negado algún capricho y pensó: No podré compensarte. Todas esas veces en que te privé de algún pequeño placer, aunque fuera por enseñarte algo o por mantener la armonía familiar.

Con Tommy era así, le quitaba cosas y le daba otras, intentando enseñarle lo que es la vida. En eso consiste ser padre y ahora es posible que no tenga ocasión de compensarlo por lo que le he quitado.

Pero no dejaré que eso ocurra. No tendré ninguna duda.

Se vio de nuevo siendo un niño, siempre dudando un instante. Pero ahora no, se dijo, y fue como dar una orden militar a su corazón. Esta vez no dudaré ni una milésima de segundo.

Se levantó, caminó hasta la puerta de su despacho y observó el resto del banco. Era casi la hora de cierre y percibió la acelerada energía de los empleados mientras remataban las tareas de la jornada. Mañana, pensó, el banco abrirá hasta tarde para atender a los numerosos clientes de los viernes. Horario de tarde: de cinco a siete.

Sólo que mañana cerrarían un poco más tarde.

***

En el ático, el juez Pearson y su nieto jugaban a piedra, papel o tijera para pasar el rato. Contaban juntos «¡Una, dos y tres!» y sacaban el puño cerrado, los dedos extendidos o la mano plana. El papel envuelve a la piedra, la piedra rompe las tijeras y éstas cortan el papel. Ganó Tommy, después el juez, luego Tommy otra vez. El tiempo pasaba despacio. Una y otra vez, piedra, papel o tijera.

El día había transcurrido entre sobresaltos. A mediodía Bill había prometido buscarles un mazo de naipes, pero luego volvió diciendo que no lo había encontrado. Les dijo que les compraría uno si Olivia lo mandaba salir, pero sólo con el permiso de ella. Confesó al juez de mala gana que Olivia se había negado a darles algo para leer o a subirles un televisor. Tommy pidió papel y lápiz para dibujar o escribir una carta, pero Bill negó con la cabeza. Tendrían que entretenerse como pudieran, lo sentía.

Así que los dos Tommys se dedicaron a distraerse con juegos de palabras. Al juez le recordaba las horas pasadas en un coche, en un atasco. Llegado un momento, había puesto al niño a hacer algunos ejercicios de gimnasia para que estirara las articulaciones y liberara parte de la energía que, sabía, estaba acumulándose de forma preocupante en su interior. Tras pensar un momento se unió a su nieto en los estiramientos, dándose cuenta de que tampoco a él le haría ningún bien dejar que el cuerpo se le entumeciera.

El aburrimiento le resultaba aún más odioso que el confinamiento y se despreciaba a sí mismo por permitir que su secuestro se hubiera convertido en una situación tan banal, tan pasiva. Debo forzarme a pensar, a estar alerta, se insistía a sí mismo, pero era incapaz de vencer la apatía que le producía la espera. Era casi un dolor físico, irritante, del tipo que produce una muela cariada o un tobillo torcido. Se daba cuenta de que estaba agotado y sin embargo no había hecho nada salvo ver pasar el tiempo lentamente. Era como si la tensión generada por la situación se hubiera interrumpido temporalmente y no podía evitar pensar que era posible que en cualquier momento Olivia o alguno de los otros entraran en la habitación y, simplemente, los mataran a los dos. Entonces, ¡cuán amargas habrían resultado esas últimas horas, desperdiciadas en el más completo hastío! Sería horrible morir después de pasar los últimos minutos de vida bostezando víctima del aburrimiento.

Miró a Tommy, que había agarrado el clavo que habían encontrado durante su primera inspección del ático y estaba raspando con él los paneles de madera de la pared. El ruido se asemejaba al de una rama azotada por el viento que araña el vidrio de una ventana. Vio cómo Tommy inscribía sus iniciales en la madera y después añadía las suyas y eso lo hizo sonreír.

– Pon también la fecha.

– Dale -dijo Tommy-, ¿y alguna cosa más?

– No -contestó el juez-. O sí, espera. Escribe un mensaje.

– ¿Para que lo lea alguien?

– Sí, como por ejemplo tu madre o tu padre.

– Ah -dijo Tommy-. Eso es fácil.

Se puso a escribir con la concentración y el cuidado propios de los niños cuando les interesa lo que están haciendo y pronto terminó. Pasado un momento su abuelo le preguntó:

– ¿Qué escribiste?

– Puse: Los echamos de menos y los queremos. ¿Está bien?

– Es perfecto.

– Es como la carta a papá y a mamá que no me dejan escribir.

– Desde luego.

Tommy le devolvió el clavo a su abuelo, que lo escondió bajo una de las almohadas. Quería preguntarle qué pasaría ahora, pero se dio cuenta de que nadie lo sabía y fue capaz de contenerse. Miró a su abuelo y pensó que su cara parecía más pálida, su pelo más blanco y que su piel estaba casi transparente y lo preocupó que estuviera debilitándose. Se estremeció y se acercó al anciano.

– ¿Qué ocurre, Tommy?

Éste movió la cabeza.

– Vamos, ¿qué es lo que pasa?

– Es que me asusté de repente; me daba miedo estar solo.

– Estoy aquí contigo.

– Ya lo sé, pero me daba miedo que no estuvieras.

El juez abrazó al niño y se rio un poco.

– Vamos, Tommy, no voy a desaparecer de repente, ya te lo he dicho: estamos juntos en esto y saldremos también juntos, así que no te preocupes. Apuesto a que muy pronto estaremos en casa de papá y mamá comiéndonos una pizza y contándoles nuestra aventura.

– ¿Tú crees?

– Estoy seguro, e imagínate lo divertido que será ver también a Karen y a Lauren. Apuesto a que querrán saber todo lo que nos ha pasado mientras estamos aquí.

– Eso seguro.

– Así que no te desanimes. Ya sé que es difícil estar aquí sentado sin hacer nada, pero pronto terminará todo y tendremos mucho que contar.

Tommy suspiró y su cuerpo se relajó. Pasados unos segundos habló de nuevo:

– Abuelo, ¿me cuentas una historia, por favor?

– Claro. ¿Qué clase de historia quieres?

– Una sobre ti cuando eras joven. De cuando fuiste un soldado valiente, un marine.

El anciano sonrió.

– El que ha sido marine lo será siempre -dijo-. Ése es el lema del cuerpo: Semper Fidelis. ¿Lo sabías?

– Sí-sonrió Tommy-. Ya me lo habías contado. Siempre fiel.

– ¿Ya te lo había contado? -el juez rio y pinchó al niño en las costillas, bromeando-. ¿Quieres decir que me repito?

Continuó haciéndole cosquillas a Tommy, que empezó a retorcerse y finalmente sonrió.

– Sí, sí, no, no, por favor, abuelo. No deberíamos reírnos.

– ¿Por qué?

– Pueden oírnos y enfadarse.

– Pues peor para ellos. No debemos dejar que nos asusten todo el tiempo y, además, la risa sienta bien. ¿Alguna vez te conté que reírme me salvó la vida?

– No. ¿Qué pasó?

– Pues fue en Guadalcanal, ya te hablé de ese sitio, ¿no?

Tommy asintió.

– Mi pelotón estaba en la vanguardia, eso quiere decir que éramos los primeros del batallón y avanzábamos por la selva. No sabíamos dónde estaba el enemigo y tampoco estábamos seguros de si nos atacaría él a nosotros o nosotros a él. Cuando por fin hicimos un alto para pasar la noche estaba oscuro y daba miedo y hacía calor. Nos atrincheramos y esperamos a que llegaran nuevas órdenes, tratando mientras tanto de dormir un poco, preocupados por lo que podría pasar. ¿No te había contado nunca esta historia?

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