John Katzenbach - Un Asunto Pendiente

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Megan y Duncan Richards son gente normal. Él es banquero; ella, agente inmobiliaria. Tienen dos hijas adolescentes y un hijo. Viven en una casa preciosa. Todo indica que sus días de activistas políticos, allá por 1968, han quedado muy atrás. Después de todo, cualquiera que fuera joven en 1968 tiene un pasado activista.
Pero Megan y Duncan son distintos. Ellos fueron un poco más lejos. Empujados por una hermosa mujer que se hacía llamar Tania y que dirigía un grupo radical llamado la Brigada de Phoenix, tomaron parte en un robo que, según Tania, sería sencillo y sin derramamiento de sangre, pero no fue así. Desde entonces han pasado 18 años.
Y ahora, cuando los Richards disfrutan de su tranquilidad familiar, Tania está a punto de salir de la cárcel. Lleva 18 años planeando cómo vengarse de las dos personas a las que culpa de lo que ocurrió aquel día. Su venganza será dulce, será perversa. Empezará por su hijo…

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Lo primero es recuperar a Tommy, pensó.

Seguía dándole vueltas a lo de robar el dinero y después tratar de adivinar cómo querría Olivia que se lo entregara. Tendrá que ser una entrega directa, pensó, debo convencerla de ello. Le daré el dinero y que me entregue a Tommy, no me fío de ella en absoluto. Siguió tratando de imaginar las maniobras futuras de Olivia, aunque no confiaba en tener más noticias de ella o de los otros secuestradores ese día.

Preferirá dejarme sufrir un rato, sabe muy bien que me ha puesto nervioso y ahora se mantendrá en silencio para aumentar la tensión. Sabe que cuanto más tenso esté yo, más fácil le será obligarme a hacer todo lo que me pida. Sabe perfectamente que para mí es tan terrible tener noticias de ella como no tenerlas.

Por un instante se sintió satisfecho con su comprensión de la situación. Conozco a Olivia, pensó, mejor de lo que ella cree y debo usar ese conocimiento en mi beneficio. He de encontrar la manera de desconcertarla, sólo un poco, no tanto como para asustarla sino lo suficiente para que se dé cuenta de que hasta ahora ha tenido el control, pero que llegado un momento tendremos que compartirlo.

Es necesario obligarla a desviarse un poco de sus planes, lo justo para que se dé cuenta de que esto son negocios. Entonces yo tendré la ventaja, porque sé cómo hacer un trato y ella no. Sé cómo apretarle las tuercas, primero haciéndola pensar que tiene las de ganar y finalmente neutralizándola.

Entiendo de dinero: cómo ganarlo y cómo robarlo.

De pronto lo invadió una oleada de confianza que se evaporó casi instantáneamente. Sí, pensó, entiendo de bancos y de acciones y bonos, de todo lo que tiene que ver con la administración de dinero, pero ella sabe administrar venganza.

Se esforzó por ahuyentar el pánico y se concentró en cómo robaría su propio banco. Era irónico, si sólo quisiera hacer un desfalco podría usar las computadoras, creando cuentas falsas para canalizar el dinero; así es como se hacían ahora estas cosas, con un poco de matemáticas creativas y unas cuantas transferencias de cuentas importantes. Se pasa el dinero a una cuenta falsa y después se transfiere a una cuenta personal en un banco en las Bahamas. Sabía de un competidor que había sido descubierto haciendo una operación similar. Lo habían atrapado porque cometió un error fatal: volverse demasiado ambicioso. El éxito es el padre de la avaricia. Si eres modesto y te conformas con una cantidad de dinero que te permita llevar una vida confortable, en lugar de hacerte rico, entonces no es tan difícil salirte con la tuya.

Recordó de pronto cuando, siendo niño, había entrado con uno de los muchachos de su vecindario en una tienda de «todo a diez centavos». Aquel niño era como un imán para los demás, algo mayor que el resto y con más experiencia, con la autosuficiencia propia de la juventud. Un chico de cara pecosa, cabello rojo y complexión fuerte, hijo de un agente de policía, lo que a los ojos de los otros niños le daba una especie de inmunidad. Fue el primero en bajar en bicicleta la ladera más empinada, el primero en fumar un cigarrillo a escondidas. También fue el primero en caminar sobre el estanque helado de Fisher, aun cuando éste crujiera bajo sus pies. También fue el primero en bañarse en el pantano, chapoteando en las negras y frías aguas, riéndose de los otros chicos que se preocupaban por minucias tales como los numerosos carteles de AGUAS PELIGROSAS. PROHIBIDO BAÑARSE. Y yo fui inmediatamente detrás, pensó Duncan. Un segundo de duda me impidió ser el primero, pero enseguida me tiré al agua. Entonces cualquier cosa suponía un desafío y yo siempre era el siguiente, mi duda inicial rápidamente transformada en sentimiento de culpa por no haberme atrevido a ser el primero e impulsándome a seguirlo.

Recordó a aquel chico caminando por uno de los pasillos de la tienda y después por otro, como si buscara algo en particular, pero en realidad esperando el momento adecuado para llenarse los bolsillos de caramelos. Después, con la bravuconería que daba la extrema juventud, se dirigió al mostrador y preguntó al dependiente si tenían tarjetas de «Ponte bien pronto» para su hermana, que estaba en el hospital. La mujer le señaló el pasillo correcto y el muchacho le respondió con un: «Gracias, pero ésas no son como las que quería», antes de salir. Una vez en la calle y después de enseñar a los demás lo que había robado, señaló a Duncan y le dijo: «Ahora te toca a ti».

Así que Duncan lo intentó. Vio cómo la mujer del mostrador lo seguía con la mirada mientras hacía lo mismo que su amigo, recorrer el pasillo una y otra vez y, en cuanto se dio la vuelta, agarró un solo caramelo de la estantería y se lo metió en el bolsillo. Después, exactamente igual a lo que había hecho su amigo, se dirigió a la mujer. «Supongo que tú también buscas una tarjeta para tu hermana. ¿No?», le preguntó ésta, sarcástica, y Duncan supo en ese momento que lo sabía todo y que había dejado a su amigo salirse con la suya por alguna razón desconocida. Así que, por toda respuesta, sacó diez centavos del bolsillo y los puso en el mostrador. Luego echó a correr, aunque había pagado por el caramelo y por lo tanto no estaba robando. La mujer lo llamó: «¡Eh, te olvidas del cambio!». No, había contestado él interiormente, pensando en los caramelos que se había llevado su amigo; te lo debemos. Y salió de la tienda a toda velocidad.

Entonces tenía nueve años.

Me traicionaron los nervios, pero era una ciudad pequeña y mi padre me habría castigado si llegaba a enterarse. Por primera vez en muchos años Duncan pensó en sus padres. Los dos habían sido profesores, aunque su padre había ascendido a director del instituto local, en el estado de Nueva York, antes de morir. Ambos habían muerto ya mayores, cuando él cursaba el último año en la universidad, en un accidente automovilístico, durante una lluviosa noche de otoño.

Un agente de la policía estatal le había comunicado la noticia por teléfono de forma fría y mecánica. Estaba en el teléfono del vestíbulo de la residencia y una docena de estudiantes se había acercado a él y escuchado descaradamente la conversación, pensando al principio que estaba hablando con una chica y preguntándose si ésta sería guapa y si se habían acostado y después escuchando con creciente curiosidad al comprobar que se trataba de otra cosa.

– Hola, ¿es usted Duncan Richards?

– Sí, ¿quién es?

– Soy el agente Mitchell, del cuartel de New Paltz. Me temo que tengo que darle una mala noticia.

– Ah.

– Sus padres han fallecido en un accidente en la carretera número 9, cerca de aquí.

– Ah.

– Una grúa que remolcaba un tractor en sentido contrario derrapó con las hojas mojadas que había sobre el asfalto. Murieron instantáneamente.

– Ah.

– Lo siento. Siento ser yo quien le dé la noticia.

– Agente, no entiendo muy bien. ¿Qué se supone que tengo que hacer ahora?

– Hijo, me temo que yo no puedo contestarte esa pregunta.

Duncan recordó que su tío lo había llamado una hora más tarde. Era un hombre nervioso al que Duncan conocía sólo superficialmente y que estaba casi histérico. Sólo se calmó cuando supo que únicamente tenía que ocuparse de organizar el funeral. Todo pareció tan apresurado, tan rápido. Estaban vivos y al minuto siguiente los dos se habían ido; fue la única vez en su vida en que echó de menos tener un hermano o una hermana. El funeral había resultado bastante formal, sin verdaderas lágrimas ni emoción sincera, tan sólo una serie de familiares y conocidos cumpliendo con lo establecido, directores de colegio, profesores, políticos locales. Nada que ver con el funeral de la madre de Megan. La gente la quería. En cambio a mis padres no los conocían, así que acudieron a su funeral como quien cumple un trámite más.

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