John Katzenbach - Un Asunto Pendiente

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Megan y Duncan Richards son gente normal. Él es banquero; ella, agente inmobiliaria. Tienen dos hijas adolescentes y un hijo. Viven en una casa preciosa. Todo indica que sus días de activistas políticos, allá por 1968, han quedado muy atrás. Después de todo, cualquiera que fuera joven en 1968 tiene un pasado activista.
Pero Megan y Duncan son distintos. Ellos fueron un poco más lejos. Empujados por una hermosa mujer que se hacía llamar Tania y que dirigía un grupo radical llamado la Brigada de Phoenix, tomaron parte en un robo que, según Tania, sería sencillo y sin derramamiento de sangre, pero no fue así. Desde entonces han pasado 18 años.
Y ahora, cuando los Richards disfrutan de su tranquilidad familiar, Tania está a punto de salir de la cárcel. Lleva 18 años planeando cómo vengarse de las dos personas a las que culpa de lo que ocurrió aquel día. Su venganza será dulce, será perversa. Empezará por su hijo…

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– ¿Cuánto llevamos viviendo aquí? -preguntó.

– ¡Pero, mamá! ¡Lo sabes perfectamente!

– Ocho años, desde justo después que Tommy naciera ¿Se acuerdan? -dijo Karen-. Me acuerdo de que al principio nada funcionaba y la casa nos parecía demasiado grande.

– Y la caldera se estropeó el primer invierno y una noche casi nos congelamos. Brrr, eso sí que no se me olvida -añadió Lauren rápidamente-. Karen parecía un marciano, con calcetines en las manos y ese gorro rojo ridículo. Y en el armario de abajo no había sitio suficiente para todos los abrigos y la televisión se veía fatal y no podíamos ver nuestros programas preferidos. Ahora podemos porque tenemos la tele por cable pero cuando nos mudamos aquí era una locura.

– ¿Saben por qué me gustó esta casa?

– ¿Por la zona? -preguntó Lauren.

– Hay buenos colegios -sugirió Karen.

– No -contestó Megan-. Porque era la primera casa que era realmente mía. Cuando ustedes nacieron todavía vivíamos con los abuelos. Luego nos trasladamos a un apartamento en Belchertown y después a una casa baja en South Deerfield; la compramos porque Duncan consiguió una buena hipoteca. Pero yo odiaba esos dos sitios porque no iban conmigo; esta casa sí. Ya sé que al principio muchas cosas no funcionaban pero siempre tuve la sensación de que era nuestro hogar más que ningún otro sitio. Aquí es donde se hicieron mayores y donde creció Tommy y superó tantos problemas. Y aquí fue donde pasamos las primeras Navidades después de que muriera la abuela, ¿se acuerdan? En vez de ir nosotros a su casa el abuelo vino a cenar aquí.

Ambas niñas asintieron.

– Esas Navidades tenía ganas de llorar, no porque mi madre hubiera muerto, aunque eso fue tristísimo y terrible y me hacía sentir sola -todavía la echo de menos-, sino porque por fin, de alguna manera, había dejado de ser la hija de alguien para empezar a ser yo misma. Ella lo habría entendido; ustedes no pueden todavía pero algún día lo harán. Querer tener una vida propia no es malo, como tampoco lo es querer estar sola, aunque a veces es difícil encontrar el camino.

– ¿Eso es lo que les pasó a papá y a ti? -preguntó Karen-. Quiero decir, en los sesenta.

– Más o menos; estábamos a la búsqueda de algo, como todo el mundo entonces y nos llevó algún tiempo encontrarlo.

Megan recordó los símbolos pacifistas y las largas melenas, la quema de banderas de Estados Unidos, los pantalones de campana y las raídas chaquetas de cuero. La música de la revolución resonaba en sus oídos, el compás del bajo y el chirrido de las guitarras eléctricas, Columbia, Berkeley, Haight. El verano del amor, la generación de Woodstock y después Altamont y Kent State, la música de Up Against the Wall. El pulso se le aceleró.

– Lo que hicimos no es que estuviera mal -dijo-. Ahora puede parecerlo pero entonces no era malo. No… -dudó un momento y después continuó-: Bueno, robar no siempre era malo y parecía un delito menor comparado con todo lo que estaba pasando en el mundo.

– Pero luego cambiaron…

– Bueno, sí y no, fue el mundo el que cambió y nosotros lo seguimos. Era como si todos quisiéramos olvidar las cosas que habían pasado y al mismo tiempo que nos olvidaran a nosotros. Tal vez eso fue una equivocación, tal vez la gente debería haber seguido preocupándose por las mismas cosas que nos preocupaban entonces. Pero supongo que tanta intensidad llegó a hacerse insostenible, así que las cosas se tranquilizaron.

– Pero Olivia, ella no cambió, ¿no?

– Exacto.

– ¿Y cómo iba a hacerlo? -intervino Karen-. Estaba en la cárcel y sólo podía ver lo que cambiaba allí dentro.

– Eso también es cierto -respondió Megan con suavidad.

– Por eso probablemente nos odia tanto -añadió Lauren.

Megan asintió. Estaba a punto de decir algo pero en lugar de ello miró al cielo. Podía ver la luna sobre los árboles y su tenue luz se colaba por entre las ramas desnudas.

– El año en que nacieron ustedes, 1969, el hombre pisó la Luna. Tal vez eso no les diga gran cosa, y ya están hartas de oír hablar de la exploración espacial y todo eso. Para Duncan y para mí también fue algo natural. Habíamos crecido con la bomba atómica y la tecnología era algo a lo que estábamos acostumbrados. Recuerdo estar sentada con los abuelos y cuidándolas a ustedes dos mientras veíamos la televisión. Lo increíble no era que la nave hubiera aterrizado en la Luna sino la expresión de sus abuelos mientras miraban la pantalla, fascinados. Decían que era porque ellos habían nacido en los años veinte, cuando apenas había tecnología. Eran hijos de la Gran Depresión, cuando apenas acababa de inventarse el aeroplano. Habían crecido con Buck Rogers y nunca pensaron que el hombre podría llegar a la Luna; para ellos eso era ciencia ficción.

Miró otra vez en dirección a la casa.

– Yo crecí en esta ciudad -continuó-. Igual que ustedes y que Tommy; éste es nuestro hogar y siempre lo será. Incluso cuando ustedes y Tommy hayan crecido y se marchen, siempre podrán volver aquí y sentirse en casa, no importa cuánto hayan cambiado las cosas.

– Mamá -dijo Lauren con expresión perpleja-. Hablas como Scarlett O'Hara.

Karen ahogó una carcajada y añadió:

– O como Judy Garland en El mago de Oz. No hay otro lugar como…

Megan miró a sus hijas, vio cómo se intercambiaban una mirada y sonrió para sí. Deben de pensar que estoy loca o algo así. La tensión me está trastornando.

Tal vez tengan razón.

Movió la cabeza para ahuyentar esos pensamientos y dejó que el aire gélido llenara sus pulmones y recorriera su cuerpo entero. Recordó una ocasión en que su padre la llevó de campamento a los bosques de Maine. Ella tenía entonces unos diez años y se había alejado del campamento con su madre para recoger moras. Mientras se inclinaban sobre las zarzas vieron a una gran osa parda y a sus dos oseznos a unos metros de distancia. La osa se había levantado sobre sus patas traseras y estaba quieta mirándolas. Las dos familias se observaron la una a la otra durante unos segundos, compartiendo el mismo prado y las mismas moras. Luego los oseznos echaron a andar sin el menor indicio de estar asustados. Megan recordó que su padre le había advertido que nunca debían interponerse entre una osa y sus oseznos porque podía volverse salvaje y peligrosa y recordó también el comentario de su madre: «Yo haría lo mismo».

Se volvió hacia las gemelas y dijo:

– Hay algo que deben saber: no vamos a perder a nuestra familia. No lo permitiré.

– ¡Pero, mamá! -protestó Lauren-. ¡Ya lo sabemos!

– No te preocupes, mamá -intervino Karen-. Nuestra forma de vida no tiene nada de malo, y ustedes hicieron lo que creían correcto. Se esforzaron mucho.

– ¿Por qué tendríamos que sentirnos culpables? -preguntó Lauren.

– Es verdad -replicó Megan y tras pasar un brazo por los hombros de cada una de las gemelas las atrajo hacia sí.

Por primera vez se dio cuenta de que los ojos de Lauren estaban rojos y al borde de las lágrimas y que Karen apretaba la mandíbula con determinación. Vio a ésta dar un puñetazo cariñoso en el brazo de su hermana como para alejar todo sentimentalismo y sobreponerse a la emoción. Mi hija la sargento, pensó, y mi hija la poeta. Vio como Lauren se erguía y asentía con la cabeza y por un instante sintió que el calor que emanaban las gemelas ahuyentaba el frío del atardecer.

Henchida de orgullo materno, pasó los brazos por los hombros de las gemelas y juntas caminaron de vuelta a la casa, unidas por los lazos invisibles de la determinación.

***

Sentado en su despacho, Duncan repasaba su lista.

Verdaderamente, soy una persona organizada, pensaba. Incluso en una situación tan desesperada como ésta necesito escribir una lista detallada de todo lo que tengo que hacer. Estate preparado. Sonrió. Había sido boy scout y después jefe de sección. Me dieron una estrella, ¿y cuántas condecoraciones más? Unas cuantas, por ser el mejor haciendo nudos, remando en canoa, dirigiendo el tráfico y cortando leña. Movió la cabeza ante tantos recuerdos: ésas fueron las únicas medallas que realmente me gané. Volvió a su lista. ¿Me darían una por robar un banco? Tal vez, pero desde luego no por aquella primera vez.

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