John Katzenbach - Un Asunto Pendiente

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Megan y Duncan Richards son gente normal. Él es banquero; ella, agente inmobiliaria. Tienen dos hijas adolescentes y un hijo. Viven en una casa preciosa. Todo indica que sus días de activistas políticos, allá por 1968, han quedado muy atrás. Después de todo, cualquiera que fuera joven en 1968 tiene un pasado activista.
Pero Megan y Duncan son distintos. Ellos fueron un poco más lejos. Empujados por una hermosa mujer que se hacía llamar Tania y que dirigía un grupo radical llamado la Brigada de Phoenix, tomaron parte en un robo que, según Tania, sería sencillo y sin derramamiento de sangre, pero no fue así. Desde entonces han pasado 18 años.
Y ahora, cuando los Richards disfrutan de su tranquilidad familiar, Tania está a punto de salir de la cárcel. Lleva 18 años planeando cómo vengarse de las dos personas a las que culpa de lo que ocurrió aquel día. Su venganza será dulce, será perversa. Empezará por su hijo…

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La lista estaba escrita en papel con membrete y se titulaba DENTRO DEL BANCO. Después estaban los apartados SISTEMA DE ALARMA, BÓVEDA PRINCIPAL, CAJEROS AUTOMÁTICOS y PISTAS FALSAS. A pie de página garabateó una admonición: Destruir esta página/Destruir las seis páginas siguientes. El FBI disponía de espectógrafos capaces de descifrar las minúsculas impresiones que dejaba la punta de un bolígrafo en las hojas en blanco siguientes a su lista.

Soy bueno haciendo listas, pensó.

Cuando se iban de vacaciones en familia hacía lo mismo; siempre era él el encargado de asegurarse que llevaban zapatos de repuesto y medias y suéteres por si se mojaban, de que hubiera galletas y jugo para los niños. También se ocupaba siempre de pagar las facturas a tiempo y los sábados por la mañana iba al supermercado y hacía la compra para toda la semana. Se preguntaba por qué disfrutaba tanto con esas cosas. Siempre sabía el pronóstico del tiempo, si para una fiesta había que llevar chaqueta y corbata o bien ropa informal. Si alguna vez llovía y él se había olvidado de meter los impermeables en la maleta su mujer y sus hijos no lo podían creer.

Miró otra vez el papel y un único pensamiento lo asaltó: debería haber planeado yo el maldito robo de Lodi; habría previsto la reacción de los guardias de seguridad, habría hecho ensayos y pasado semanas vigilando el banco. Y entonces ninguno de nosotros estaría ahora en esta situación.

Decidió apartar de su mente esos pensamientos cuando se dio cuenta de la conclusión a la que lo llevaban: que habría sido mucho mejor delincuente que Olivia. Se levantó, fue hacia la puerta y miró hacia el interior del banco. El vestíbulo principal parecía brillar con luz y actividad; los preparativos para echar el cerrojo estaban en marcha. Los cajeros estaban haciendo el arqueo de las cajas y ordenando recibos y cheques de ventanilla; todo era pura rutina, como les gusta a los empleados del banco, pensó.

Vio a uno de los directores adjuntos dirigirse hacia los cajeros automáticos. Duncan sabía lo que se disponía a hacer: abrirlos y asegurarse de que tenían suficientes fondos para la noche. Haría lo mismo al día siguiente, sólo que entonces se aseguraría de que los depósitos estaban llenos. Había cuatro cajeros en el vestíbulo y cada uno contenía 25.000 dólares en billetes de diez y de veinte. Durante los fines de semana más ajetreados, como las vacaciones de la universidad o el Día del Trabajo o de Cristóbal Colón, cada uno de ellos dispensaría al menos la mitad de aquella cantidad en transacciones que podían ir desde los veinte a los doscientos dólares.

Pero este fin de semana no, pensó.

Vio como el director adjunto se alejaba de los cajeros en dirección a la oficina del presidente. Las llaves se guardaban en un cajón y prácticamente todos en el banco sabían que existían duplicados. En eso precisamente residía la ventaja del plan de Duncan, en que casi todos en el banco conocían sus medidas de seguridad, dónde se desconectaban las alarmas y dónde se guardaban las llaves maestras. Eso es lo que nos hace vulnerables, la seguridad aquí está diseñada para prevenir tres contingencias: que alguien acceda a nuestro sistema informático desde dentro o desde el exterior; que alguien entre en el banco una vez cerrado o que un atracador entre por la puerta en el horario de apertura y saque un arma.

Recordó cuando los ejecutivos del banco se habían reunido con los expertos en seguridad encargados de instalar el sistema de alarmas y de programar las computadoras para que detectaran los intentos de fraude más comunes. Éste había sido el único supuesto de robo que el banco, sus directivos incluidos, había contemplado. A ninguno se le ocurrió que un empleado pudiera robar a lo Jesse James o incluso a lo Willie Sutton.

Volvió a su lista y la repasó cuidadosamente antes de añadir una nueva categoría: ROPA, y debajo de ella escribió: guantes, zapatillas, vaqueros y buzo. En el centro comercial.

Su secretaria llamó a la puerta y entró en su despacho. Duncan no intentó ocultar la lista sino que la tomó junto con un lápiz y se reclinó en su silla, de forma que la mujer no pudiera leer lo que estaba escrito.

– Señor Richards, me voy. ¿Necesita algo?

– Gracias, Doris, yo también estoy a punto de irme.

– ¿Se encuentra mejor?

– En realidad no, viene y va. Podría ser un virus, supongo, llevo todo el día con fiebre.

– Debería quedarse en casa.

– Bueno, mañana es viernes, así que puede que aproveche para marcharme pronto y pasar todo el fin de semana en cama.

– No suena muy divertido.

– Bueno, Doris, cuando se tiene mi edad los fines de semana no son tanto para divertirse como para reponer fuerzas.

– Vamos, señor Richards, no es usted tan mayor…

– Gracias, Doris, sus halagos la harán llegar muy lejos en esta empresa.

La secretaria rio y se marchó tras hacer un saludo con la mano.

¿De verdad me estaré haciendo mayor?, se preguntó Duncan. ¿Estoy más cerca del final que del principio? Pensó en sus padres. Cuando yo nací eran ya mayores, y se hicieron más mientras yo crecía en aquella casa tranquila y solitaria. Siempre estaban cansados y me obligaban a vivir despacio. Trató de recordar algunos momentos realmente felices, como una mañana de Navidad o despertarse en el día de su cumpleaños libre de preocupaciones y cautelas innecesarias, pero no pudo. En su casa todo estaba siempre ordenado y cada momento, planeado; es algo que he heredado. Me convertí en un hombre de números. ¿Eso me producía rechazo?, se preguntó. Tal vez por esa razón busqué la espontaneidad de la revolución. Olivia era siempre tan vibrante; asimilaba ideas y actuaciones y las transformaba en una especie de combustible. La retórica, el entusiasmo, la lucha, qué momentos tan emocionantes. Entonces me sentía vivo… Se detuvo un momento y recapacitó: Aunque también aterrorizado.

Miró por la ventana y vio a otros empleados del banco caminando hacia el estacionamiento. Reían y caminaban deprisa, arrebujados en sus abrigos. Se preguntó por qué reían y los vio pasar por la primera fila de plazas del estacionamiento, la reservada a él y a otros directivos. Inmediatamente tomó la lista y escribió: COCHE.

Cuando levantó la vista el grupo había desaparecido y una luz púrpura procedente de un farol alumbraba la oscuridad. Se dio cuenta de cuánto quería a sus hijos. Yo podría haberme vuelto tan serio y aburrido como mis padres, pero no lo hice, y tenía mis razones para ello. Es como si hubiera abandonado mis ideales revolucionarios a cambio de responsabilidad.

Y ahora ¿me he vuelto mayor?, se preguntó de nuevo. ¿Todavía sabré luchar?

No estaba seguro de poder contestar a esa pregunta, pero lo que sí sabía era que tardaría muy poco en averiguarlo.

***

Megan y las gemelas se quitaron la ropa de abrigo y se dirigieron a la cocina. Las chicas charlaban sobre el frío que hacía y se preguntaban si nevaría pronto, mientras se disponían a preparar chocolate caliente. Eso le hizo recordar a Megan cuánto le gustaba a Tommy el chocolate caliente. Volvió a conectar el teléfono, por si Duncan llamaba, y al mirar su reloj se dio cuenta de que pronto estaría en casa. Trató de relajarse, pero se sentía incapaz.

Tommy debería estar aquí, pensó. Ya llevo cuarenta y ocho horas sin poder abrazarlo.

– Mamá, ¿quieres una taza? -preguntó Lauren.

– ¡Está bueno! -puntualizó Karen.

Megan tenía un nudo en la garganta, pero tragó saliva y contestó:

– Claro.

Mientras Karen le pasaba la taza de cacao sonó el teléfono.

– Es nuestra línea -dijo Lauren-. Yo atiendo.

Fue hasta el aparato que estaba en la pared, pulsó un botón y levantó el auricular.

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