John Katzenbach - Un Asunto Pendiente

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Megan y Duncan Richards son gente normal. Él es banquero; ella, agente inmobiliaria. Tienen dos hijas adolescentes y un hijo. Viven en una casa preciosa. Todo indica que sus días de activistas políticos, allá por 1968, han quedado muy atrás. Después de todo, cualquiera que fuera joven en 1968 tiene un pasado activista.
Pero Megan y Duncan son distintos. Ellos fueron un poco más lejos. Empujados por una hermosa mujer que se hacía llamar Tania y que dirigía un grupo radical llamado la Brigada de Phoenix, tomaron parte en un robo que, según Tania, sería sencillo y sin derramamiento de sangre, pero no fue así. Desde entonces han pasado 18 años.
Y ahora, cuando los Richards disfrutan de su tranquilidad familiar, Tania está a punto de salir de la cárcel. Lleva 18 años planeando cómo vengarse de las dos personas a las que culpa de lo que ocurrió aquel día. Su venganza será dulce, será perversa. Empezará por su hijo…

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– No puedo con él -exclamó el juez de repente, mientras Tommy se liberaba de su abrazo. Lo soltó, para no romperle los brazos y Tommy se lanzó hacia la puerta ajeno a las dos personas armadas que le cerraban el paso.

– ¡Jesús! -gritó Bill mientras sujetaba a Tommy y retrocedía por la fuerza de éste, que continuaba chillando y se retorcía y pataleaba intentando soltarse.

– ¡Le voy a disparar! -gritó Lewis al juez.

– ¡No lo hace adrede, tiene que sujetarlo!

– ¡No te muevas! -gritó Olivia blandiendo su arma ante el juez.

– ¡Mierda, dame una mano! -gritó Lewis soltando un aullido mientras se caía al suelo en su intento por contener al niño. El arma cayó al suelo.

– ¡Mierda, Olivia! -chilló.

– ¡Que nadie se mueva! -gritó ésta.

– Púdrete -contestó el juez mientras trataba de ayudar a Lewis a controlar a su nieto. En unos pocos segundos ambos sujetaban las piernas y los brazos de Tommy, y lo mantenían acostado en el suelo.

– Que nadie se mueva -repitió Olivia, pero esta vez sin necesidad, pues estaban todos paralizados, ocupados en sujetar el cuerpo en tensión de Tommy.

El juez bajó la vista y reparó en que la pistola de Lewis estaba a su alcance. Dios mío, pensó, la pistola. Alargó la mano unos milímetros pero enseguida oyó la voz de Olivia, ahora en tono normal, que después de los gritos parecía sólo un susurro.

– Tócala y te mato, viejo. Te lo aseguro.

El juez cerró los ojos un instante y pensó en cuántas oportunidades como ésa tendría, pero dijo:

– No sé de qué me habla.

Por su parte, Bill Lewis, ajeno a lo que sucedía, miró al juez y murmuró:

– Gracias, yo solo no podía con él.

Rechinó los dientes cuando vio que el niño comenzaba otra vez a moverse. Entonces, de pronto, su cuerpo quedó como muerto en sus brazos.

– ¡Diablos! -exclamó Bill-. ¿Qué mierda le pasa? ¿Le hice daño? ¿Está muerto?

– No -contestó el juez algo más tranquilo-. Es una especie de ausencia; le pasa siempre después de uno de estos ataques. Ayúdeme a llevarlo a la cama.

Los ojos de Tommy estaban abiertos de par en par y su respiración era lenta y corta.

– Vamos -repitió el juez y miró a Olivia-. Déjenos pasar.

Ésta dudó un momento y después se apartó con rapidez e hizo sitio en una de las dos camas.

– ¿Se va a poner bien? -preguntó Lewis-. ¡Dios! Vaya cosa…

– Estará bien en cuanto salga de aquí.

El juez miró a Olivia y la señaló con el dedo.

– Tráigame Betadine y tiritas para las manos, se las ha cortado. ¿Sabía esto, no es así? Lo tenía todo planeado y sabía que tenía estos ataques.

– Sabía que estaba en educación especial, pero no… -empezó a decir Olivia. Después se calló y miró al juez, furiosa-. Lo siento, es tu puta mala suerte, tendrás que mantenerlo controlado.

– Haré lo que pueda -espetó el juez.

– ¿Necesita medicación o algo? Podemos conseguirla… -empezó a decir Lewis. Estaba de pie junto a la cama mirando a Tommy-. ¿No deberíamos taparlo con una manta?

– Sí -contestó el juez con los ojos aún fijos en Olivia.

– Nunca había visto una cosa igual -dijo Lewis.

Olivia lo miró:

– Ve por el botiquín -dijo- y cúralo.

Después salió de la habitación dejando al juez sentado en la cama esperando a que Lewis volviera.

***

Ramón Gutiérrez estacionó a unas tres cuadras de la casa de Megan y Duncan y salió al frío y a la oscuridad. Al primer escalofrío se arrebujó en su campera y recordó las noches de invierno en el sur del Bronx, cuando era joven y el frío se mezclaba con la miseria, y pensó que aquellos tiempos habían sido los peores, puesto que no había esperanza. Después intentó recordar Puerto Rico y el calor tropical que bañaba la isla, pero no pudo; había venido a Estados Unidos siendo niño y sólo había vuelto una vez a su tierra natal, de adolescente, para visitar a un tío. El movimiento de independencia de Puerto Rico había fraguado en los guetos de Nueva York; él se había unido primero por curiosidad, después porque descubrió que una determinada actitud política era el pasaporte para ser aceptado en un grupo. Tras haber vivido tanto tiempo aislado, primero de su familia, luego por los vecinos, la sensación de pertenencia le resultaba sorprendentemente grata y había hecho suyo un discurso político aprendido por el que no sentía el mínimo interés.

Mientras dejaba atrás los árboles oscuros y las casas iluminadas en dirección a la de Megan y Duncan pensó en su antiguo barrio, en el que siempre hacía demasiado frío o demasiado calor. Se acordó de un viejo adicto a la heroína que vivía en un edificio abandonado al final de su calle; había muerto congelado una noche en que la temperatura descendió bruscamente y el viento gélido penetró por las numerosas ranuras de las paredes y el tejado. Ramón y otros chicos lo habían encontrado, encogido y abrazado a un lavabo roto. Su piel morena tenía ahora el color del barro helado en un prado; parecía una máscara de Halloween.

Negó con la cabeza.

No volveré allí jamás. No tendré que hacerlo cuando esto haya terminado.

Se detuvo para admirar un Cadillac estacionado en la entrada a una casa y luego continuó, recordando las instrucciones de Olivia: comprobar que la familia estaba en casa y que, una vez más, no había indicios de presencia de la policía. Recorre seis cuadras, le había ordenado; estaciona, sal del coche y simplemente camina, sin pararte a pensar. Después vuelve al coche y directo a la granja.

Para olvidarse del frío, se forzó a pensar en el dinero que ganaría. Deseó que Olivia le hubiera permitido llevar un arma, aunque entendía sus razones. De todas formas, pensó, ojalá la tuviera.

Por un momento se preguntó si alguna de aquellas personas cuyas siluetas veía moverse dentro de las casas habría estado alguna vez en la cárcel. La vida es una cárcel, pensó. Attica no era muy distinta del barrio del Bronx donde crecí; sólo cambiaba que en Attica los cerrojos de las puertas funcionaban y en mi barrio nunca.

Si el cerrojo hubiera funcionado no habría tenido tantos problemas. La vergüenza que le producía ese recuerdo le hizo detener el paso. Le había dicho que tenía trece años. ¿Cómo podía él saber que sólo tenía diez en realidad? Por un instante recordó el tacto de la suave piel aceitunada bajo sus manos. Tampoco sabía que era retrasada, pensó irritado. Pero aun así, ¿cuál sería la diferencia? Ahuyentó aquellos recuerdos y los de su madre gritando en español un torrente de obscenidades e insultos, y a su padre desabrochándose el cinturón y enrollándolo amenazador alrededor del puño.

Inspiró hondo y la bocanada de aire frío fue como tragarse un cuchillo. Se detuvo frente a la casa de Duncan y Megan a tiempo de ver a las gemelas moviéndose por el cuarto de estar. El pulso se le aceleró y por un momento se imaginó a solas con ellas. Olivia dice que todos deben pagar, pensó, y ¿qué manera mejor que ésa? Se estremeció, pero no de frío, y cerró los puños. Miró la casa y pensó: ¿Qué tal una cita, eh? Antes de que todo esto haya acabado.

Quería reírse en voz alta. No los odio, se dijo, quiero quererlos, por lo que me van a dar. Lo que odio es lo que son.

Los ricos piensan que el dinero da la seguridad, pero no es así, sólo compra más miedo, nuevos peligros. Recordó la imagen de Olivia diez semanas antes, en California, sentada pacientemente en el asiento delantero del coche, comprobando su pistola automática antes de volverse hacia Bill y decirle:

– A ver. El cerdo abrirá la puerta. Yo llamo y me observará por la mirilla. Estará amable y solícito y me invitará a pasar. Cuando haya acabado les haré una señal, hasta entonces sigan agachados.

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