John Katzenbach - Un Asunto Pendiente

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Megan y Duncan Richards son gente normal. Él es banquero; ella, agente inmobiliaria. Tienen dos hijas adolescentes y un hijo. Viven en una casa preciosa. Todo indica que sus días de activistas políticos, allá por 1968, han quedado muy atrás. Después de todo, cualquiera que fuera joven en 1968 tiene un pasado activista.
Pero Megan y Duncan son distintos. Ellos fueron un poco más lejos. Empujados por una hermosa mujer que se hacía llamar Tania y que dirigía un grupo radical llamado la Brigada de Phoenix, tomaron parte en un robo que, según Tania, sería sencillo y sin derramamiento de sangre, pero no fue así. Desde entonces han pasado 18 años.
Y ahora, cuando los Richards disfrutan de su tranquilidad familiar, Tania está a punto de salir de la cárcel. Lleva 18 años planeando cómo vengarse de las dos personas a las que culpa de lo que ocurrió aquel día. Su venganza será dulce, será perversa. Empezará por su hijo…

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– Ahora mandamos nosotros -dijo Lewis-, no lo olvides.

Se acercó a Megan y le agarró la cara con una mano, aplastándole las mejillas.

– Morirán todos, ¿entiendes? No sólo el niño y el viejo; después volveré y mataré también a las niñas. Piénsalo, Megan. Después mataré a Duncan, pero a ti te dejaré viva para que puedas sufrir. ¿Entiendes? ¿Entiendes?

Megan asintió.

– Todo esto, Megan, todas estas cosas, esta vida… ya puedes ir despidiéndote.

La soltó.

– Bien. Ahora vuélvete contra la pared y cuenta hasta sesenta. Después puedes seguir con lo que estabas haciendo antes de que tuviéramos esta agradable charla. Tareas domésticas, supongo. Limpiar un poquito, fregar los platos, zurcir unos calcetines… algo agradable y burgués. Me alegra haberte visto, después de tantos años… Muchos años, Megan.

La empujó hacia la pared y se dirigió a la puerta.

– Ah, y dale recuerdos a Duncan. Dile que tiene suerte de que no matara a su mujer hoy, tal y como él hizo con la mía.

Después se marchó dejando a Megan llorando, de cara a la pared.

Marcó el número de la segunda cabina con rapidez y cuando escuchó el breve «¿Sí?» de Ramón dijo secamente:

– Pasa al siguiente.

– Al tercer teléfono -dijo Ramón.

– Eso. -Olivia colgó el auricular y miró a Duncan a los ojos buscando indicios de rebeldía.

– Muy bien, Duncan, vamos al grano.

– Sí -contestó él.

– Saca lápiz y papel.

Por un momento Duncan se quedó mirándola preguntándose qué tramaba; después obedeció.

– Bien -dijo Olivia-. Vamos a ver, Duncan. ¿Cuánto dinero ganas?

– ¿Qué quieres decir?

– Duncan, no pongas a prueba mi paciencia. Te pregunté cuánto dinero ganas.

– Mi sueldo anual es de noventa mil dólares.

– ¿Y?

– Luego hay ingresos extras: seguro médico, coche, cuotas de beneficios que también suman.

– Haz un cálculo.

– Otros veinticinco mil.

– Continúa. ¿Fondo de pensiones?

– Mi mujer y yo tenemos un plan de pensiones cada uno de unos veinte mil. El banco cotiza parte de mi pensión. Y además de eso…

– Escríbelo.

Duncan garabateó unas cifras en una libreta.

– Bien -dijo Olivia-. Continúa.

Tengo una parcela en Vermont; aún no hemos construido nada. Pensábamos hacerlo el año que viene.

– Añádelo.

– Bueno… pagué treinta mil por dos hectáreas y media…

– ¿Cuándo?

– Hace siete años.

– ¿Cuánto costará ahora? ¿Cien mil? ¿Ciento veinte mil?

– Por lo menos.

– ¿Dónde está?

– Cerca de Killington.

Olivia sonrió.

– Bonito sitio, creo que es estupendo para esquiar. Y esta temporada parece que será buena. ¿Ha nevado ya por allí?

– Algo.

– Apúntalo. ¿Qué me dices de acciones, bonos?

– Tengo un pequeño paquete.

– No seas tan modesto. ¿Cuánto tienes?

– Sólo valores seguros.

– Lo que me imaginaba -señaló la libreta.

– ¿Qué más? -preguntó Duncan.

– Apunta también tu casa y lo de Megan. ¿Cuánto ganó el año pasado?

– Cincuenta mil dólares.

– No van mal las cosas por aquí, ¿no?

Duncan se limitó a asentir.

– ¿Quién habría pensado que el Noreste volvería a prosperar así? En los tiempos en que éramos amigos parecía que la economía se iba al bombo, pero cuando salí de la cárcel me di cuenta de que había un boom, de que todo el mundo se estaba haciendo rico.

Alargó la mano y tomó la hoja llena de números dejando escapar un silbido burlón.

– No está mal. Has estado ocupado, ¿eh?

Duncan asintió.

Olivia arrancó la hoja y se la guardó en el bolsillo. Después dejó de sonreír y se inclinó hacia adelante.

– Oye, Duncan -dijo con un susurro áspero-. Escucha con atención. Voy a abrir una cuenta.

– ¿Qué? -preguntó Duncan, confuso-. ¿Una cuenta?

– Eso mismo, matemático. Y esa cuenta eres tú.

– No lo entiendo.

– Ahora lo verás.

Duncan la miró y esperó. Era evidente que estaba disfrutando del momento.

– ¿No te preguntas por qué he venido aquí hoy?

Duncan negó con la cabeza.

– Tenía que verte; en persona. Todo esto lo podía haber hecho por teléfono, habría sido más seguro, pero quería verte con mis propios ojos, comprobar que te habías pasado al enemigo. Sabía que lo habías hecho, que no tendrías valor para resistir. Pero no imaginaba que hubieras caído tan bajo. -Se reclinó en la silla y rio.- ¿No te da vergüenza cuando te miras al espejo, Duncan? Todo lo malo de este país está reflejado en tu mezquina cuenta bancaria. ¿No te despiertas por la noche y recuerdas cuando eras alguien importante, cuando hacías algo de verdad? Entonces estabas en la lucha; trabajabas para cambiar el mundo y ahora mírate. Sólo te dedicas a ganar dinero, qué asco.

De pronto alargó la mano por encima de la mesa y agarró la de Duncan. Su apretón era de hielo y acero y Duncan sentía sus músculos esforzándose por estrujarlo.

– Eso es el compromiso, Duncan. Yo no he cambiado; nunca he dejado de creer en la lucha. Soy tan dura ahora como lo era entonces…

Lo soltó con un gesto brusco y se dejó caer de nuevo en la silla.

– Soy igual de fuerte… o más. Estar en la cárcel es como volver a nacer, Duncan. Te ayuda a ver las cosas en su justa perspectiva y cuando sales eres una persona nueva y más fuerte.

Lo miró y después una sonrisa asomó en sus ojos.

– Bien, Duncan, tú eres el banquero, el experto en préstamos, valores en apreciación de depreciación. Tú eres el que sabe lo que valen las cosas en el mercado hoy, en las condiciones económicas actuales…

Lo asustaba el giro que tomaba la conversación.

– Sí -contestó despacio.

– Entonces dime, ¿cuánto me das por el niño? ¿Y por el cerdo fascista? -dejó escapar una risa cruel-. ¿Cómo se cotizan en el mercado actual?

El pánico lo invadió y la frente le ardía.

– ¿Cómo quieres que…?

– ¡Te hice una pregunta, cerdo! ¿Cuánto cuesta una vida, Duncan? Tú eres el puto banquero, así que dímelo. ¿Cuánto cuesta el viejo? De todas maneras, no le quedan muchos años, su valor está depreciado… Pero el niño es fuerte y le queda mucha vida por delante, así que habrá que cotizarlo bien, ¿no te parece? Aunque, ahora que lo pienso, quizás haya que aplicarle un descuento; ha tenido algunos problemas, ¿no es así? ¿Ansiedad por estrés, no? Habrá que hacer una pequeña rebaja; buen material pero defectuoso. Deteriorado durante el transporte, ¿no, Duncan? ¿Qué te parece?

– ¡Zorra! -susurró éste.

– A palabras necias… -respondió Olivia, burlona.

– ¿Cómo puedes pedirme que le ponga precio a mi propio hijo?

– Tú lo hiciste, pusiste precio a mi vida, a la de Emily, a la de todos los demás. Hace dieciocho años le pusiste un precio a tu libertad y entonces no te resultó difícil, Duncan. Así que hazlo ahora otra vez.

Miró su reloj.

– Se acabó el tiempo -dijo-. Última llamada.

Tomó el teléfono y marcó. Cuando escuchó la voz de Ramón dijo:

– Casi he terminado. -Pero seguía mirando a Duncan.

Con exagerada lentitud, dejando que la ira que sentía se clavara bien hondo en el corazón de éste, colgó y sacó un sobre blanco de su bolso.

– En este sobre hay un mensaje, Duncan, cuando lo leas sabrás hasta qué punto hablo en serio. También explico lo que haré si no se hace lo que pido. Si no pagas.

Se levantó y Duncan la miró presa del pánico.

– Pero, entonces… ¿cuánto? No sé…

Olivia levantó una mano para interrumpirlo.

– Duncan, esto es lo que voy a decirte. El cuándo es fácil. Hoy es miércoles y supongo que te llevará el resto del día descifrar mi pequeño mensaje, que te recomiendo leas inmediatamente. Te despejará dudas acerca de mi sinceridad… -Lo miró, furiosa-. Te doy un día.

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