John Katzenbach - Un Asunto Pendiente

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Megan y Duncan Richards son gente normal. Él es banquero; ella, agente inmobiliaria. Tienen dos hijas adolescentes y un hijo. Viven en una casa preciosa. Todo indica que sus días de activistas políticos, allá por 1968, han quedado muy atrás. Después de todo, cualquiera que fuera joven en 1968 tiene un pasado activista.
Pero Megan y Duncan son distintos. Ellos fueron un poco más lejos. Empujados por una hermosa mujer que se hacía llamar Tania y que dirigía un grupo radical llamado la Brigada de Phoenix, tomaron parte en un robo que, según Tania, sería sencillo y sin derramamiento de sangre, pero no fue así. Desde entonces han pasado 18 años.
Y ahora, cuando los Richards disfrutan de su tranquilidad familiar, Tania está a punto de salir de la cárcel. Lleva 18 años planeando cómo vengarse de las dos personas a las que culpa de lo que ocurrió aquel día. Su venganza será dulce, será perversa. Empezará por su hijo…

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Sacudió la cabeza para ahuyentar aquellos recuerdos.

Pensaban que podrían clasificarme, rio interiormente. La primera vez que fue a la cafetería de la cárcel, al terminar de comer dejó caer la bandeja metálica al suelo con un gran estruendo. Después le tiró el café a la cara de la primera carcelera que se le acercó y le dio un puñetazo a la segunda, rompiéndole la mandíbula.

Me clasifiqué yo solita.

Recordó la paliza que le habían dado y como no le dolió. Sonrió y movió la cabeza: mentía, en realidad me hicieron polvo. Durante un mes estuve cubierta de cortes y moretones y pensé que me quedaría coja para siempre.

Pero nunca pudieron hacerme daño por dentro. Eso era lo que tenía que demostrarles, que no controlaban nada, excepto las puertas de entrada y salida. Pensó otra vez en el agente del FBI: las cosas podrían ser más fáciles si hablaba. Habían sido fáciles: desde el primero hasta el último minuto.

Sus ojos detectaron un ligero movimiento en la linde del bosque y vio a media docena de ciervos en el prado iluminado por la luna. Qué vida más terrible la del ciervo, pensó, siempre marcada por el miedo. Al más mínimo ruido sale corriendo. En invierno pasa frío, en el verano se lo comen las moscas. ¿Cuándo están tranquilos los ciervos? Desde luego, no durante el otoño, cuando los persiguen los cazadores desde Nueva Jersey a Canadá. Sonrió. Qué humillante debe de ser la muerte para un ciervo: abatido por un cazador aficionado que ha tenido suerte de no meterse un tiro en la pierna o en la de su compañero de caza, o a una vaca de una granja de los alrededores. O tal vez morir mientras intenta escapar cruzando una carretera, atropellado por un ejecutivo medio borracho, arrastrándose cojeando hasta la maleza para morir solo y con dolor, mientras el cerdo de turno se queja de que se le ha abollado el coche. Viven en constante temor; son unas criaturas asustadizas y estúpidas, incluso si resultan hermosas a la luz de la luna.

Los vio pastar levantando la cabeza de vez en cuando, atentos a los ruidos de la noche. En poco tiempo se habían reunido más de dos docenas en el prado situado frente a la casa. Cuando por fin un ruido los alertó, salieron corriendo, como aguas rizadas en un estanque, y desaparecieron en el bosque. Entonces apartó sus pensamientos de ellos y los dirigió a los prisioneros del ático, después a Duncan y Megan. ¿Estarán llorando?, se preguntó. ¿Pasando la noche sollozando incapaces de dormir? ¿O tal vez están sentados esperando, impotentes? ¿Tienen alguna idea de lo que les espera?

Volvió la vista hacia Bill y decidió que jugaría un poco más con Ramón, espoleando su deseo hasta que no pudiera más. Me deseará, pensó. Y también a Bill. Escuchó a éste roncar y decidió que lo haría sufrir un poco más. Si mantengo la tensión, entonces no se darán cuenta de mis verdaderos propósitos. Tengo que conseguir tenerlos en vilo pendientes de mí. Son como todos los hombres, que piensan sólo con el pito. Lo que yo hago es asunto mío y sólo mío. Me ayudarán mientras piensen que hay algo más y luego estarán demasiado sorprendidos para entender lo ocurrido. Y estaré sola otra vez.

Se levantó dejando caer la manta al suelo y permitió que la luz de la luna bañara su cuerpo desnudo. Era como si la noche la penetrara, lenta y rítmicamente. Balanceó las caderas hacia adelante y abrió ligeramente las piernas, dejando que el aire frío la envolviera y acariciara. Se abrazó con fuerza, para retener a este nuevo amante cerca de sí.

Amanecía cuando Duncan recorrió con la vista el salón de su casa pensando en los problemas que traería el nuevo día. Megan se había quedado dormida en el sofá y en algún momento habían enviado a las gemelas arriba, a su habitación. Estaban en silencio, ignoraba si dormían pero lo sospechaba; conocía por experiencia propia la capacidad que tienen los adolescentes para dormir incluso en las situaciones más difíciles.

Estaba recostado en una butaca siguiendo con la mirada la sombra que se proyectaba en la pared que tenía enfrente, más tenue a cada segundo que pasaba. Por un momento pareció hipnotizado; después movió la cabeza, se espabiló e intentó concentrarse en el día que tenía por delante.

– Bien -dijo en voz alta-. ¿Qué es lo primero que tengo que hacer?

Revivió su conversación con Olivia. Le había advertido sobre acudir a la policía, cosa que no había hecho. Aparte de eso, sus amenazas habían sido vagas y sus instrucciones inexistentes. No le había ordenado que preparara el dinero ni que hiciera ninguna otra cosa.

Ya llegará, se dijo. Y yo, ¿qué hago mientras?

La respuesta era desesperante: únicamente esperar. La idea de ir a su habitación y elegir una camisa y una corbata limpias y un traje de chaqueta, después ducharse y vestirse, como hacía todos los días entre semana, casi le dio ganas de vomitar. ¿Cómo podría representar una pantomima así durante todo el día, sonriendo, estrechando manos, acudiendo a reuniones, revisando papeles?

Miró por la habitación en busca de objetos familiares. Todo parecía tan normal, tan ordenado. He trabajado mucho para mejorar las apariencias: coche nuevo, esta casa, vacaciones en la montaña. Proveer, eso es lo que he hecho, he provisto a mi familia con los frutos del dinero. Y no les ha faltado nada.

Por un instante pensó que envidiaba a Olivia. Solía pensar en ella durante aquellos primeros años, cuando pensé que cualquier día todo se acabaría. Se recordó intentando imaginar cómo sería su vida en la cárcel, el confinamiento, las palizas y las duras reglas que le esperaban también a él. Le llevó años comprender que ella se permitía el lujo de actuar según sus ideales, lo que significaba una suerte de libertad. En cambio él se había vuelto burgués y anodino, lo que en sí mismo es una forma de prisión. Olivia, en cambio, no necesitaba mirar a las gemelas, recién nacidas e indefensas, y darse cuenta de que transformar la sociedad es algo importante, pero no tanto como sacar adelante a tus hijos. Y entonces llegó Tommy y todo cambió.

Movió la cabeza. Para Olivia nada había cambiado. Todos esos años en prisión, donde cada día era exactamente igual al anterior.

Se levantó de la butaca y se colocó al lado de Megan dispuesto a despertarla, pero cambió de opinión. Tuvo el impulso de tocarla, como si eso pudiera servir para tranquilizarla, pero no lo hizo y la dejó seguir durmiendo. Es miércoles, pensó. Subió a ducharse. Primero abrió el agua caliente al máximo, dejando que el chorro ardiente lo cubriera. Después tomó el jabón y se restregó con fuerza todo el cuerpo, con violencia. Cuando el vapor empezaba a llenar el cuarto de baño abrió el grifo de agua fría y dejó que el chorro gélido lo castigara.

***

Megan se despertó con el ruido del cuarto de baño. Estaba sorprendida por haberse quedado dormida y no sabía muy bien si había descansado o no. Al instante todas las emociones de la noche anterior la envolvieron como una ola que rompe en la orilla.

Al principio se sintió furiosa; que Duncan malgastara el tiempo en algo tan mundano como ducharse la irritaba. Pensaba que todos debían permanecer sucios y desaliñados, que su aspecto exterior delatara lo que sentían en su interior.

Bajó las piernas del sofá y se sentó retirándose el cabello de la cara con las manos e intentando espabilarse. No, se dijo. Hace bien. Debemos estar frescos; no sabemos aún lo que nos deparará el día.

Se levantó y empezó a caminar. Algo tambaleante se dirigió escaleras arriba. Una vez en la habitación miró a Duncan.

– ¿Qué hacemos? -preguntó.

– No estoy seguro -contestó él. Se estaba secando vigorosamente, restregando con energía la toalla por su cuerpo, que tenía la piel enrojecida-. Supongo que esperan que nos comportemos como si nada hubiera sucedido. Se pondrá en contacto, eso me dijo.

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