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Jeffery Deaver: La silla vacía

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Jeffery Deaver La silla vacía

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Lincoln Rhyme, está en un centro universitario especializado en neurología a la espera de una operación que podría mejorar su estado. Cuando le piden que colabore con la policía de Tanners Corner, una pequeña ciudad de Carolina del Norte, en la búsqueda de una chica secuestrada, no sabe que al aceptar pondrá en peligro su vida y la de su colega Amelia Sachs. El secuestrador es un chico conflictivo, cuyos padres han muerto en un misterioso accidente automovilístico. Es además muy aficionado a los insectos. Su forma de vida hace que se le culpe de todas las cosas extrañas que han ocurrido en la ciudad, incluidas algunas muertes. Desde un laboratorio improvisado, Lincoln, se enfrenta a la impaciencia de la justicia por resolver este nuevo y espeluznante caso.

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Como si no hubiera oído su tranquila respuesta, Lucy gruñó:

– Se condenará junto con Bell y su cuñado.

– Por supuesto que no. Nada me relaciona con ningún delito. No hay testigos. No hay cuentas, ni transferencias de dinero, ni evidencia de ningún hecho ilegal. Soy un fabricante de productos petroquímicos, ciertos limpiadores, asfalto y algunos pesticidas.

– Pesticidas ilegales.

– Falso -retrucó Davett-. La EPA todavía permite que el toxafeno se use en los Estados Unidos en algunos casos. Y no es ilegal en absoluto en la mayoría de los países del Tercer Mundo. Lea un poco, policía Kerr; sin pesticidas, la malaria, la encefalitis y la hambruna matarían a cientos de miles de personas cada año y…

– Provocan cáncer, defectos genéticos y enfermedades hepáticas a las personas expuestas a ellos y…

Davett se encogió de hombros.

– Muéstreme los estudios, policía Kerr. Muéstreme las investigaciones que lo demuestran.

– ¿Si es tan jodidamente inofensivo, entonces por qué dejó de transportarlo en camiones? ¿Por qué comenzó a usar barcazas?

– No podía llevarlo a puerto de ninguna otra forma porque hay algunos condados y ciudades impulsivos que prohibieron el transporte de ciertas sustancias de las que no saben nada. Y yo no tenía tiempo para emplear grupos de presión que cambiaran las leyes.

– Bueno, apuesto a que la EPA está interesada en lo que hace usted por aquí.

– Oh, por favor -se burló Davett-. ¿La EPA? Olvídela. Yo le daré su número de teléfono. Si alguna vez llegan a visitar la fábrica, encontraran niveles permitidos de toxaféno por todo Tanner's Corner.

– Quizá lo que hay sólo en el agua tiene un nivel permitido, quizá sólo el aire, quizá sólo los productos locales… ¿Pero qué me dice la mezcla de todos ellos? ¿Qué me dice de un niño que toma un vaso de agua del pozo de sus padres, luego juega en el césped, después come una manzana de una huerta local, después…?

Davett se encogió de hombros.

– Las leyes son claras, policía Kerr. Si no le gustan, escriba a su representante en el Congreso.

Ella lo cogió de la solapa. Dijo con furia:

– No entiende. Irá a prisión.

Él se liberó y murmuró con saña:

– No, usted no entiende, oficial. Yo soy muy, muy bueno en lo que hago. No cometo errores -miró el reloj-. Tenemos que irnos ahora.

Davett regresó a su vehículo, arreglando su escaso cabello. El sudor lo había oscurecido y pegado en las sienes.

Subió al coche dando un portazo.

Lucy caminó hacia el lado del conductor cuando Davett lo puso en marcha.

– Espere -dijo.

Davett la miró. Pero la policía lo ignoró. Miraba a sus pasajeras.

– Me gustaría que vierais lo que hizo Henry -sus fuertes manos hicieron saltar los botones de la camisa. Las mujeres del coche se quedaron con la boca abierta mirando las cicatrices rosadas que remplazaban los pechos de Lucy.

– Oh, por Dios -dijo Davett, mirando para otro lado.

– Papá… -murmuró la chica, conmocionada. Su madre observaba, sin habla.

Lucy dijo:

– ¿Dice que no comete errores, Davett? Falso. Cometió éste.

El hombre puso el coche en primera, apretó la señal de giro, controló el ángulo muerto y condujo el coche lentamente hacia la carretera.

Lucy quedó de pie por un largo momento, mirando desaparecer al Lexus. Buscó en sus bolsillos y se cerró la blusa con unos imperdibles. Se apoyó contra el coche patrulla un instante, luchando contra las lágrimas, luego se le ocurrió bajar la vista y percibió una flor pequeña y rojiza al lado de la carretera. Entrecerró los ojos. Era una cypripedium rosa, un tipo de orquídea. Sus flores parecen minúsculas chinelas. Esas plantas eran raras en el condado de Paquenoke, y Lucy nunca había visto una tan bonita. En cinco minutos y con la ayuda del limpiaparabrisas para nieve, la arrancó de raíz y la guardó cuidadosamente en una lata grande de 7 Eleven. Prefirió sacrificar la gaseosa por la belleza de su jardín.

Capítulo 44

La placa colocada en el edificio de los tribunales explicaba que el nombre del estado provenía del latín Carolus , que significa Carlos. Fue el rey Carlos III quien otorgó un título territorial para que se asentara la colonia.

Carolina…

Amelia Sachs suponía que el estado se llamaba así por Carolina, alguna reina o princesa. Nacida y educada en Brooklyn, era evidente que tenía poco interés en la realeza, o conocimientos sobre ella.

Ahora se sentaba, todavía esposada, entre dos guardias, en un banco de los tribunales. El edificio, construido con ladrillos rojos, era antiguo, de suelos de mármol y muebles de caoba. Hombres severos, con trajes negros, que Sachs supuso serían jueces o gobernadores, la miraban desde cuadros al óleo, como si supieran que era culpable. No parecía que hubiera aire acondicionado pero las brisas y la oscuridad refrescaban el lugar gracias a la eficiente ingeniería del siglo XVIII.

Fred Dellray se dirigió a ella:

– Eh, tú, ¿quieres un café u otra cosa?

El guardia que estaba a la izquierda alcanzó a decir:

– No se puede hablar con… -antes de que la tarjeta de identificación del Departamento de Justicia acabara con el recitado.

– No, Fred. ¿Dónde está Lincoln?

Eran cerca de las nueve y media.

– No lo sé. Ya lo conoces. Para un hombre que no camina, anda por ahí más que cualquier persona que conozco.

Lucy y Garrett tampoco habían llegado.

Sol Geberth, en un costoso traje gris, se dirigió hasta ella. El guardia de la derecha se movió a un costado, dejando que el abogado se sentara.

– Hola, Fred -saludó Geberth al agente.

Dellray fríamente movió la cabeza y Sachs dedujo que, como le había pasado con Rhyme, el abogado de la defensa debía de haber conseguido absoluciones de sospechosos que el agente había detenido.

– Ya está acordado -comentó Geberth a Sachs-. El fiscal está de acuerdo con el homicidio involuntario, sin otros cargos. Cinco años. Sin libertad condicional.

Cinco años…

El abogado continuó:

– Hay un aspecto en este caso en el que no pensé ayer…

– ¿Cuál es? -preguntó Sachs, tratando de evaluar a partir de su mirada la seriedad del nuevo problema.

– El problema es que tú eres policía.

– ¿Qué tiene que ver?

Antes de que el abogado pudiera decir algo, Dellray acotó:

– El que seas un oficial para garantizar el cumplimiento de la ley te pone en una situación distinta. Dentro… -como Sachs todavía no comprendía, el agente le explicó-: Dentro de la prisión. Tendrás que estar segregada. O no durarías ni una semana. Será duro, Amelia. Será terriblemente duro.

– Pero nadie sabe que soy policía.

Dellray rió apenas.

– Todo lo que hay que saber sobre ti, por pequeño que sea el detalle, lo sabrán en el mismo momento en que te entreguen el uniforme y la ropa de cama.

– No he detenido a nadie por aquí. ¿Por qué tiene que importarles que sea policía?

– No importa de dónde provengas -dijo Dellray, mirando a Geberth, quien asintió con la cabeza-. No te pondrán con los presos comunes de ninguna manera.

– Entonces básicamente son cinco años en aislamiento.

– Me temo que sí -dijo Geberth.

Sachs cerró los ojos y una sensación de náusea recorrió su cuerpo.

Cinco años sin moverse, de claustrofobia, de pesadillas…

Y, como ex convicta, ¿de que manera podría encarar una futura maternidad? Se ahogaba de desesperación.

– ¿Entonces? -preguntó el abogado-. ¿Qué hacemos?

Sachs abrió los ojos.

– Me quedo con la alegación.

* * *

La habitación estaba llena de gente. Sachs vio a Mason Germain y a otros pocos policías. Una pareja doliente, con los ojos rojos, probablemente los padres de Jesse Corn, se sentaba en primera fila. Le hubiera gustado decirles algo pero la mirada desdeñosa que recibió la disuadió. Sólo vio dos caras que la miraban con bondad: Mary Beth McConnell y una mujer obesa que presumiblemente era su madre. No había señales de Lucy Kerr. Ni de Lincoln Rhyme. Supuso que no había tenido valor para ver como la llevaban encadenada. Bueno, estaba bien; ella tampoco quería verlo en esas circunstancias.

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