Jeffery Deaver
La silla vacía
Serie Lincoln Rhyme – #03
Para Deborah Schneider…
La mejor agente, la mejor amiga.
*
*
Del cerebro, y sólo del cerebro,
surgen nuestros placeres, alegrías, risas y bromas,
así como nuestros pesares, dolores, aflicciones y lágrimas…
El cerebro también es la sede de la locura y del delirio,
de los miedos y temores que nos asaltan de día o de noche.
HIPÓCRATES.
PRIMERA PARTE . Al norte del Paquo
Vino aquí a poner flores en el lugar donde el muchacho murió y la chica fue secuestrada.
Vino aquí porque era una muchacha corpulenta y tenía la cara picada de viruelas y no demasiados amigos.
Vino porque se esperaba que lo hiciera.
Vino porque quería hacerlo.
Desgarbada y sudorosa, con sus 26 años a cuestas, Lydia Johansson caminó a lo largo del arcén de tierra de la ruta 112, donde había aparcado su Honda Accord; bajó cuidadosamente la colina hasta la orilla llena de barro, donde el canal Blackwater se unía al opaco río Paquenoke.
Vino aquí porque pensó que era lo correcto.
Vino aunque se sentía asustada.
No había pasado mucho tiempo desde el amanecer, pero ese agosto había sido el más caluroso en años en Carolina del Norte y Lydia ya estaba sudando en su blanco uniforme de enfermera cuando se dirigió al claro de la orilla, rodeado de sauces, gomeros y laureles de anchas hojas. Encontró con facilidad el lugar que buscaba; la cinta amarilla de la policía era muy evidente a través de la bruma.
Sonidos de la mañana temprana. Somormujos, un animal paciendo en el denso matorral cercano, viento cálido a través de las juncias y las hierbas del pantano.
Señor, estoy asustada, pensó. Recordó vividamente las escenas más horrorosas de las novelas de Stephen King y Dean Koontz que leía hasta tarde por las noches con su compañera, una pinta de Ben & Jerry's.
Más ruidos en el matorral. Vaciló, miró a su alrededor. Luego siguió.
– Eh -dijo la voz de un hombre. Muy cerca.
Lydia gritó y se dio vuelta. Casi dejó caer las flores:
– Jesse, me asustaste.
– Perdón. -Jesse Corn estaba detrás de un sauce llorón, cerca del claro delimitado por las cintas. Lydia notó que sus ojos estaban fijos en lo mismo: una silueta blanca y brillante en el suelo, donde había sido encontrado el cuerpo del muchacho. Alrededor de la línea que indicaba la cabeza de Billy había una mancha oscura, que, siendo enfermera, reconoció inmediatamente como sangre vieja.
– De manera que aquí es donde sucedió -murmuró.
– Así es, sí. -Jesse restregó su frente y se atusó el lacio mechón de cabello rubio. Su uniforme, el traje beis del Departamento del Sheriff del Condado de Paquenoke, estaba arrugado y polvoriento. Oscuras manchas de sudor aparecían bajo sus brazos. Tenía treinta años y una astucia juvenil.
– ¿Cuánto tiempo hace que estás aquí? -le preguntó.
– No lo sé. Quizá desde las cinco.
– Vi otro coche -dijo ella-. Arriba en la carretera. ¿Es el de Jim?
– No. El de Ed Schaeffer. Está al otro lado del río. -Jesse señaló las flores con la cabeza-. Son bonitas.
Después de un momento, Lydia miró las margaritas que tenía en la mano.
– Dos dólares cuarenta y nueve. En Food Lion. Las compré anoche. Sabía que no habría nada abierto tan temprano. Bueno, Dell lo está, pero no vende flores. -Se preguntó por qué estaba divagando. Miró nuevamente a su alrededor-. ¿No tienes idea de dónde está Mary Beth?
Jesse negó con la cabeza.
– Ni un indicio.
– Supongo que quieres decir que él tampoco.
– Él tampoco. -Jesse miró su reloj. Luego hacia el agua oscura, los densos juncos y hierbas tupidas, el muelle podrido.
A Lydia no le gustó que un policía del condado, que llevaba una gran pistola, pareciera estar tan nervioso como ella. Jesse comenzó a subir la colina cubierta de hierba hacia la carretera. Hizo una pausa, miró las flores.
– ¿Sólo dos dólares noventa y nueve?
– Cuarenta y nueve. Food Lion.
– Es una ganga -dijo el joven policía, dirigiendo la mirada hacia el denso mar de hierba. Volvió a la colina-. Estaré arriba al lado del coche patrulla.
Lydia Johansson se acercó a la escena del crimen. Se imaginó a Jesús, se imaginó ángeles y oró durante unos minutos. Oró por el alma de Billy Stail, que había sido liberada de su cuerpo ensangrentado en aquel mismo lugar apenas ayer por la mañana. Oró porque la pena que visitaba Tanner's Corner terminara pronto.
Oró por ella también.
Más ruido en el matorral. Chasquidos, crujidos.
Aunque el día estaba más claro ahora, el sol apenas podía iluminar Blackwater Landing. El río era profundo en ese punto y estaba bordeado por desmadejados sauces negros y gruesos troncos de cedros y cipreses -algunos vivos, otros no, y todos sofocados por musgos y viñas salvajes. Hacia el noreste, no muy lejos, se hallaba el pantano Great Dismal, y Lydia Johansson, como toda Exploradora que se preciara del condado Poquenoke, conocía todas las leyendas del lugar: la dama del lago, el ferroviario sin cabeza… Pero no eran esas apariciones las que la preocupaban; Blackwater Landing tenía su propio fantasma: el muchacho que había secuestrado a Mary Beth McConnell.
Lydia abrió su bolso y encendió un cigarrillo con manos temblorosas. Se sintió un poco más tranquila. Caminó a lo largo de la orilla. Se detuvo ante un campo de hierbas altas y espadañas, que se doblaban por la brisa ardiente.
Escuchó que en la cima de la colina un motor se ponía en marcha. ¿Jesse no se iba, verdad? Lydia miró hacia allí, alarmada. Pero vio que el coche no se había movido. Supuso que sólo se trataba de poner en funcionamiento el aire acondicionado. Cuando volvió a mirar hacia el agua percibió que las juncias, las espadañas y las plantas de arroz salvaje todavía se doblaban, ondeaban, susurraban.
Como si alguien estuviera allí, acercándose a la cinta amarilla, manteniéndose cerca del suelo.
Pero no, no, por supuesto que no era así. Se trata sólo del viento, se dijo. Y reverentemente colocó las flores en el hueco de un nudoso sauce negro que no estaba lejos de la espeluznante silueta del cuerpo despatarrado, salpicado de sangre oscura como las aguas del río. Comenzó a rezar otra vez.
* * *
En la orilla contraria a la escena del crimen, el policía Ed Schaeffer se reclinó sobre un roble e ignoró los madrugadores mosquitos que revoloteaban cerca de sus brazos, descubiertos por las mangas cortas de su camisa de uniforme. Se agachó hasta ponerse en cuclillas y escudriñó nuevamente el suelo del bosque buscando señales del muchacho.
Tuvo que afirmarse contra una rama, estaba mareado por la fatiga. Como la mayoría de los policías del departamento del Sheriff del condado, había estado despierto durante casi veinticuatro horas, buscando a Mary Beth McConnell y al muchacho que la había secuestrado. Pero mientras uno a uno los demás se habían ido a casa, a ducharse y comer y dormir unas horas, Ed había seguido en la búsqueda. Era el policía con más años de servicio y el más corpulento (cincuenta y un años y ciento veinte kilos de peso, en su mayoría inútiles), pero la fatiga, el hambre y las articulaciones rígidas no lo iban a detener en su búsqueda de la chica.
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