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Jeffery Deaver: La silla vacía

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Jeffery Deaver La silla vacía

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Lincoln Rhyme, está en un centro universitario especializado en neurología a la espera de una operación que podría mejorar su estado. Cuando le piden que colabore con la policía de Tanners Corner, una pequeña ciudad de Carolina del Norte, en la búsqueda de una chica secuestrada, no sabe que al aceptar pondrá en peligro su vida y la de su colega Amelia Sachs. El secuestrador es un chico conflictivo, cuyos padres han muerto en un misterioso accidente automovilístico. Es además muy aficionado a los insectos. Su forma de vida hace que se le culpe de todas las cosas extrañas que han ocurrido en la ciudad, incluidas algunas muertes. Desde un laboratorio improvisado, Lincoln, se enfrenta a la impaciencia de la justicia por resolver este nuevo y espeluznante caso.

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El policía observó el suelo otra vez.

Accionó el botón transmisor de su radio.

– Jesse, soy yo. ¿Estás ahí?

– Adelante.

Murmuró:

– He encontrado huellas dactilares. Son recientes. A lo sumo tienen una hora.

– ¿Piensas que es él?

– ¿Quién otro podría ser? ¿A esta hora de la mañana, a este lado del Paquo?

– Parece que tenías razón -dijo Jesse Corn-. No lo creí al principio, pero diste en el blanco.

La teoría de Ed consistía en que el muchacho volvería a aquel lugar. No a causa del cliché, acerca del retorno a la escena del crimen, sino porque Blackwater Landing siempre había sido su lugar de caza y durante años, cuando se metía en problemas de algún tipo, siempre regresaba.

Ed miró a su alrededor, sintió que el miedo reemplazaba a la fatiga y la incomodidad mientras observaba la infinita maraña de hojas y ramas que lo rodeaban. Dios , pensó el policía, el muchacho está aquí, en algún lugar . Habló por su radio:

– Las huellas parecen ir hacia ti, pero no lo puedo decir con seguridad. Estaba caminando sobre hojas casi todo el tiempo. Manten los ojos abiertos. Voy a ver desde dónde vino.

Con un crujido de rodillas, Ed se puso de pie y tan silenciosamente como puede hacerlo un hombre tan grande, siguió los pasos del muchacho hacia la dirección por donde habían venido -adentrándose en el bosque-, lejos del río.

Siguió el rastro del chico cerca de trescientos metros y vio que llevaba hacia un antiguo refugio de caza, una choza gris lo suficientemente grande para tres o cuatro cazadores. Las aberturas para las armas de fuego estaban oscuras y el lugar parecía vacío. Bien, pensó. Bien… Probablemente no esté aquí. Pero quizás…

Respirando con fuerza, Ed Schaeffer hizo algo que no había hecho en cerca de un año y medio: sacó su arma de la cartuchera. Agarró el revolver con una mano sudorosa y caminó hacia adelante, mirando alternativamente hacia el refugio y el suelo, decidiendo cuál era el mejor lugar para pisar y mantener en silencio sus pasos.

¿El muchacho tendría un arma? se preguntó, dándose cuenta de que estaba tan expuesto como un soldado que desembarca en una playa pelada. Imaginó el cañón de un fusil que aparecía velozmente en una de las aberturas, apuntándole. Ed sintió un enfermizo ataque de pánico y corrió, en cuclillas, los últimos treinta metros hacia el costado de la choza. Se apretó contra la madera deteriorada por el tiempo mientras retenía el aliento y escuchó con cuidado. No oyó nada adentro, excepto un débil rumor de insectos.

Bien, se dijo. Echa una mirada. Rápido.

Antes de que el valor lo abandonara, Ed se levantó y miró a través de la abertura para armas de fuego.

Nadie.

Luego entrecerró los ojos enfocando el suelo. Una sonrisa se dibujó en su cara ante lo que vio.

– Jesse -llamó por su radio con entusiasmo.

– Adelante.

– Estoy en un refugio quizá a medio kilómetro al norte del río. Creo que el chico pasó la noche aquí. Hay algunos envases vacíos de comida y botellas de agua. Un rollo de cinta para cañería, también. ¿Y adivina qué? Veo un mapa.

– ¿Un mapa?

– Sí. Parece un mapa de la región. Podría mostrarnos dónde tiene a Mary Beth. ¿Tú qué opinas?

Pero Ed Shaefffer nunca supo cuál fue la reacción de su colega frente a ese buen trabajo policial; los alaridos de la mujer llenaron el bosque y la radio de Jesse Corn quedó en silencio.

* * *

Lydia Johansson trastabilló hacia atrás y volvió a gritar cuando el muchacho saltó de las altas hierbas y le asió por los brazos con dedos que la oprimían.

– ¡Oh, Dios mío, no me hagas daño! -suplicó.

– Cállate -murmuró el chico con rabia, mirando a su alrededor, con movimientos bruscos y malicia en sus ojos. Era alto y huesudo, como la mayoría de los chicos de dieciséis años de la Carolina rural, y muy fuerte. Su piel estaba roja e inflamada, al parecer por un choque contra una planta venenosa, y lucía un descuidado corte de pelo que parecía que se había hecho él mismo.

– Sólo traje unas flores… ¡eso es todo! Yo no…

– Shhh -murmuró.

Pero sus largas y sucias uñas se hundieron dolorosamente en su piel y Lydia pegó otro grito. Con enojo apretó una mano sobre su boca. Ella sintió que se apretaba contra su cuerpo y olió su olor agrio y sucio.

Torció la cabeza para liberarse.

– ¡Me estás haciendo daño! -dijo con un quejido.

– ¡Cállate de una vez! -Su voz sonaba irritada, como el crujido del hielo al partirse, y gotas de saliva manchaban su cara. La sacudió furiosamente como si fuera un perro desobediente. Uno de sus zapatos se salió en la lucha, pero él no prestó atención a la pérdida y apretó nuevamente su mano contra la boca de la chica hasta que ella dejó de moverse.

De la cima de la colina Jesse Corn gritó:

– ¿Lydia? ¿Dónde estás?

– Shhh -le advirtió nuevamente el muchacho, con ojos bien abiertos y un destello de locura-. Grita y te haré mucho daño. ¿Lo comprendes? ¿Lo comprendes bien? -se llevó la mano al bolsillo y le mostró un cuchillo.

Ella dijo que sí con la cabeza.

Él la arrastró hacia el río.

Oh, allí no. Por favor, no, pensó dirigiéndose a su ángel guardián. No dejes que me lleve allí.

Al norte del Paquo…

Lydia miró hacia atrás y vio a Jesse Corn parado al lado de la carretera, a una distancia de casi cien metros, haciendo sombra sobre sus ojos con una mano, oteando el panorama.

– ¿Lydia? -llamó.

El muchacho la empujó más rápido.

– ¡Por Dios, ven!

– ¡Eh! -gritó Jesse, viéndolos por fin. Comenzó a bajar la colina.

Pero ya estaban a la orilla del río, donde el chico había escondido un pequeño esquife bajo algunas raíces y hierbas. Tiró a Lydia dentro del bote y se alejó de la orilla, remando fuerte hacia el lado más lejano del río. Encalló el bote y la sacó de un tirón. Luego la arrastró hacia los bosques.

– ¿Adonde vamos? -susurró.

– A ver a Mary Beth. Vas a estar con ella.

– ¿Por qué? -murmuró Lydia, que ahora lloraba-. ¿Por qué yo?

Pero él no dijo nada más, sólo hizo sonar sus uñas distraídamente y la arrastró tras de sí.

* * *

– Ed -exclamó Jesse Corn con urgencia a través del transmisor-. Oh, es un lío. Tiene a Lydia. Lo perdí.

– ¿Qué tiene a quién? -Jadeando por el esfuerzo, Ed Schaeffer se detuvo. Había comenzado a correr hacia el río cuando escuchó el grito.

– Lydia Johansson. La tiene a ella también.

– Mierda -murmuró el pesado policía, que maldecía con tanta frecuencia como sacaba el arma de la cartuchera-. ¿Por qué lo haría?

– Está loco -dijo Jesse-. Esa es la razón. Está más allá del río y se dirige a donde estás.

– Bien. -Ed pensó durante un momento-. Probablemente volverá aquí para sacar las cosas del refugio. Me esconderé dentro, lo agarraré cuando entre. ¿Tiene un arma?

– No pude ver.

Ed suspiró.

– Bien, entonces…Ven aquí tan pronto como puedas. Llama a Jim también.

– Ya lo hice.

Ed soltó el rojo botón del transmisor y miró hacia el río por encima del matorral. No había señales del chico ni de su nueva víctima. Jadeando, corrió de vuelta al refugio y buscó la puerta. La abrió de una patada. La madera se deslizó hacia adentro con un quejido y Ed entró rápido, arrodillándose frente a la abertura.

Estaba tan excitado y tenía tanto miedo, se concentraba tanto en lo que estaba a punto de hacer cuando el muchacho llegara, que al principio no prestó atención alguna a los dos o tres pequeños puntos negros y amarillos que zumbaban frente a su cara. O al cosquilleo que comenzó en su cuello y fue bajando por su columna.

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