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Jeffery Deaver: La silla vacía

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Jeffery Deaver La silla vacía

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Lincoln Rhyme, está en un centro universitario especializado en neurología a la espera de una operación que podría mejorar su estado. Cuando le piden que colabore con la policía de Tanners Corner, una pequeña ciudad de Carolina del Norte, en la búsqueda de una chica secuestrada, no sabe que al aceptar pondrá en peligro su vida y la de su colega Amelia Sachs. El secuestrador es un chico conflictivo, cuyos padres han muerto en un misterioso accidente automovilístico. Es además muy aficionado a los insectos. Su forma de vida hace que se le culpe de todas las cosas extrañas que han ocurrido en la ciudad, incluidas algunas muertes. Desde un laboratorio improvisado, Lincoln, se enfrenta a la impaciencia de la justicia por resolver este nuevo y espeluznante caso.

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Pero luego el cosquilleo se convirtió en explosiones de terrible dolor en sus hombros, después a lo largo de sus brazos y bajo los mismos.

– Oh, Dios -gritó, jadeando, saltando y mirando anonadado las docenas de avispas, de la especie amarilla, las más nocivas, que se agrupaban sobre su piel. Las apartó con un manotazo de pánico pero el gesto enfureció más a los insectos. Lo picaron en la muñeca, la palma, la punta de los dedos. Gritó. El dolor era el peor que había sentido, peor que cuando se rompió una pierna, peor que el día que había tomado la sartén de hierro sin saber que Jean había dejado el fuego encendido. Entonces el interior del refugio se volvió oscuro a medida que la nube de avispas salía del enorme avispero gris del rincón que había sido aplastado por la puerta cuando la abrió de una patada. Serían cientos los insectos que lo atacaban. Se introducían en su pelo, se asentaban sobre sus brazos, en sus orejas, se deslizaban por debajo de su camisa, dentro de sus pantalones, como si supieran que era inútil picar la tela y buscaran la piel. Corrió hacia la puerta, destrozando la camisa para sacársela y vio con horror masas de insectos dorados pegados a su vientre enorme y a su pecho. Renunció a tratar de quitárselos y se limitó a correr estúpidamente hacia el bosque.

– ¡Jesse, Jesse, Jesse! -gritó pero se dio cuenta que su voz era un susurro; las picaduras del cuello le habían cerrado la garganta.

¡Corre! Se dijo. Corre hacia el río.

Y lo hizo. Con una velocidad mayor a la que había corrido en su vida, rompiendo todo a través del bosque. Sus piernas se movían con furia. Anda… Sigue andando, se ordenó a sí mismo. No te detengas. Gana la carrera a estos pequeños bastardos. Piensa en tu mujer, piensa en los mellizos. Corre, corre, corre… Había menos avispas ahora a pesar de que todavía podía ver treinta o cuarenta manchitas negras que se aferraban a su piel, con sus obscenos traseros levantados para picarlo otra vez.

Estaré en el río en tres minutos. Saltaré al agua. Se ahogarán. Yo estaré bien… ¡Corre! Escapa del dolor… el dolor… ¿Cómo algo tan pequeño puede causar tanto dolor? Oh, cómo duele…

Corrió como un caballo de carreras, corrió como un gamo, moviéndose con velocidad por el matorral bajo del bosque que era apenas una niebla opaca en sus ojos llenos de lágrimas.

Él…

Pero espera, espera. ¿Qué estaba mal? Ed Schaeffer miró hacia abajo y se dio cuenta de que no corría en absoluto. Ni siquiera estaba en pie. Yacía sobre el suelo a diez metros del refugio y sus piernas no corrían sino que se movían espasmódicamente.

Buscó el transmisor y a pesar de que su pulgar estaba hinchado al doble de su tamaño por el veneno logro apretar el botón transmisor. Pero entonces las convulsiones que comenzaron en sus piernas se extendieron a su torso y cuello y brazos, y dejó caer la radio. Por un momento escuchó la voz de Jesse Corn en el micrófono, y cuando ésta se detuvo, escuchó el zumbido rítmico de las avispas, que se convirtió en un minúsculo hilo de sonido y finalmente el silencio.

Capítulo 2

Sólo Dios lo podía curar. Y no estaba dispuesto a hacerlo. No es que le importara, pues Lincoln Rhyme era un hombre de ciencia antes que teólogo, de manera que no había viajado a Lourdes o Turín ni a ningún templo baptista a buscar el consejo de un curandero maníaco, sino en un lugar muy distinto, a aquel hospital de Carolina del Norte, con la esperanza de convertirse, si no en un hombre entero, al menos en uno menos limitado.

Rhyme condujo su silla de ruedas motorizada Storm Arrow, roja como un Corvette, lejos de la rampa de la furgoneta en la cual él, su ayudante y Amelia Sachs habían atravesado las quinientas millas que les separaban de Manhattan. Con sus labios perfectos alrededor de la pajilla del controlador, hizo girar a la silla como un experto y aceleró pasillo arriba hacia la puerta de entrada del Instituto de Investigaciones Neurológicas del Centro Médico de la Universidad de Carolina del Norte en Avery.

Thom retrajo la rampa del negro y brillante Chrysler Grand Rollx, una furgoneta accesible a las sillas de ruedas.

– Ponla en el espacio para minusválidos -le gritó Rhyme. Emitió una risita.

Amelia Sachs levantó una ceja hacia Thom, quien dijo:

– Buen humor. Aprovéchalo. No durará.

– Te he oído -exclamó Rhyme.

El ayudante se llevó la furgoneta y Sachs alcanzó a Rhyme. Hablaba por su teléfono móvil, con una empresa local de alquiler de coches. Thom pasaría gran parte de la semana próxima en el cuarto de hospital de Rhyme y Sachs quería la libertad de disponer de su tiempo, quizás de hacer algunas excursiones por la región. Además, era una persona que prefería los coches deportivos antes que las furgonetas, y por principio evitaba los vehículos cuya velocidad máxima fuera de dos dígitos.

Sachs había estado al teléfono durante cinco minutos y finalmente cortó sintiéndose frustrada.

– No me importaría esperar pero la musiquilla es terrible. Probaré más tarde. -Consultó su reloj-. Sólo son las diez y media. Pero este calor es demasiado. Quiero decir, excesivo. -Manhattan no es precisamente el lugar más templado del mundo en agosto, pero se encuentra mucho más al norte que el estado de Carolina del Norte y al dejar la ciudad el día anterior, con rumbo sur a través del túnel Holland, la temperatura rondaba los veinte grados y el aire estaba seco como la sal.

Rhyme no prestaba ninguna atención al calor. Su mente se concentraba únicamente en la misión que lo llevaba allí. Delante de ellos la puerta automatizada se abrió obedientemente (este lugar sería, supuso, el Tiffany's de las comodidades accesibles a discapacitados) y entraron al fresco corredor. Mientras Sachs se informaba, Rhyme le echaba una ojeada a la planta principal. Se fijó en media docena de sillas de ruedas sin ocupar, agrupadas y polvorientas. Se preguntó qué habría sido de sus ocupantes. Quizás el tratamiento en aquel lugar había tenido tanto éxito que habían desechado las sillas y se habían graduado como usuarios de andaderas y muletas. Quizá algunos habían empeorado y estaban confinados en camas o sillas motorizadas.

Quizá algunos hubieran muerto.

– Por aquí -dijo Sachs, señalando con la cabeza hacia arriba del hall. Thom se unió a ellos en el ascensor (puerta de doble anchura, pasamanos, botones a medio metro del suelo) y pocos minutos después encontraron la habitación que buscaban. Rhyme se dirigió hacia la puerta, que disponía de un intercomunicador de manos libres. Exclamó un bullicioso «Ábrete, sésamo» y la puerta se abrió.

– Muchos dicen lo mismo -pronunció con lentitud una coqueta secretaria cuando entraron-. Usted debe ser el señor Rhyme. Le diré a la doctora que está aquí.

* * *

La doctora Cheryl Weaver era una mujer sofisticada y elegante, de poco más de cuarenta años. Rhyme notó inmediatamente que sus ojos eran rápidos y sus manos, como conviene a un cirujano, parecían fuertes. Sus uñas estaban sin pintar y las llevaba cortas. Se levantó de su escritorio, sonrió y apretó las manos de Sachs y de Thom, saludó con la cabeza a su paciente.

– Doctora. -Los ojos de Rhyme recorrieron los títulos de los numerosos libros que poblaban los estantes. Luego la multitud de certificados y diplomas, todos de buenas escuelas e instituciones renombradas, si bien las credenciales del médico no constituían una sorpresa para él. Meses de investigaciones habían convencido a Rhyme de que el centro médico universitario de Avery era uno de los mejores hospitales del mundo. Sus departamentos de oncología e inmunología se encontraban entre los más activos del país y el instituto de neurología de la doctora Weaver establecía las pautas en la investigación y tratamiento de las lesiones de la médula espinal.

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