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Jeffery Deaver: La silla vacía

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Jeffery Deaver La silla vacía

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Lincoln Rhyme, está en un centro universitario especializado en neurología a la espera de una operación que podría mejorar su estado. Cuando le piden que colabore con la policía de Tanners Corner, una pequeña ciudad de Carolina del Norte, en la búsqueda de una chica secuestrada, no sabe que al aceptar pondrá en peligro su vida y la de su colega Amelia Sachs. El secuestrador es un chico conflictivo, cuyos padres han muerto en un misterioso accidente automovilístico. Es además muy aficionado a los insectos. Su forma de vida hace que se le culpe de todas las cosas extrañas que han ocurrido en la ciudad, incluidas algunas muertes. Desde un laboratorio improvisado, Lincoln, se enfrenta a la impaciencia de la justicia por resolver este nuevo y espeluznante caso.

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– Escucha, Lincoln, no estamos aquí para trabajar. Estamos aquí para tu operación y luego nos vamos. Yo no tengo ni la mitad del equipo que necesito para cuidarte cuando estás trabajando.

– Estamos en un hospital, Thom. No me sorprendería en absoluto que encuentres aquí casi todo lo que necesitas. Hablaremos con la doctora Weaver. Estoy seguro de que le encantará ayudarnos.

El ayudante, resplandeciente en su camisa blanca, pantalones marrones planchados y corbata, dijo:

– Para que conste, no creo que sea una buena idea.

Pero como ocurre con los cazadores de todas partes -tengan o no movilidad- una vez que Lincoln Rhyme tomó la decisión de ir tras su presa, nada más le importaba. Ignoró a Thom y comenzó a interrogar a Jim Bell.

– ¿Cuánto tiempo hace que está huyendo?

– Sólo un par de horas -dijo Bell-. Lo que haré es ordenar que un policía traiga aquí las pruebas que encontramos y quizás un mapa de la región. Estaba pensando…

Pero la voz de Bell se hizo inaudible cuando Rhyme sacudió la cabeza y frunció el entrecejo. Sachs reprimió una sonrisa; ella sabía lo que estaba pensando.

– No -dijo Rhyme con firmeza-. Nosotros iremos allí. Tendrás que establecernos en algún lugar. ¿Me repites cuál es la capital del condado?

– Uhm, Tanner's Corner.

– Ubícanos en algún lugar en que podamos trabajar. Necesitaré un asistente forense… ¿Tienes un laboratorio en la oficina?

– ¿Nosotros? -preguntó el asombrado sheriff-. Ni en sueños.

– Bien, te prepararemos una lista del equipo que necesitaremos. Puedes pedirlo prestado a la policía del Estado. -Rhyme miró el reloj de la pared-. Podemos estar allí dentro de media hora. ¿Verdad, Thom?

– Lincoln…

– ¿Verdad?

– En media hora -musitó el resignado ayudante.

¿Ahora quién estaba de mal humor?

– Pide los papeles a la doctora Weaver. Nos los llevaremos. Los puedes rellenar mientras Sachs y yo trabajamos.

– Está bien.

Sachs estaba escribiendo una lista del equipamiento forense básico. La sostuvo para que Rhyme la leyera. Él asintió y después dijo:

– Agrega una unidad del gradiente de densidad. Por lo demás, me parece bien.

Ella escribió el nombre del artículo en la lista y se la entregó a Bell, quien la leyó, meneando la cabeza con incertidumbre.

– Trataré de conseguir todo, por supuesto. Pero realmente no quiero que se tomen tantas molestias…

– Jim, supongo que puedo hablar francamente.

– Seguro.

El criminalista dijo en voz baja:

– Limitarnos a examinar algunas pruebas no servirá de nada. Si queréis que esto funcione, Amelia y yo debemos estar a cargo de la persecución. Al cien por cien. Ahora quiero que me lo digas claramente: ¿supondría eso un problema para alguien?

– Me aseguraré de que no lo sea.

– Bien. Entonces ve a conseguir ese equipo. Necesitamos movernos.

El sheriff Bell se quedó un momento de pie, asintiendo, con el sombrero en una mano y la lista de Sachs en la otra, antes de dirigirse a la puerta. Rhyme creía que el primo Roland, un hombre con muchos dichos del sur, tenía una expresión que cuadraba con la cara de un sheriff. No estaba muy seguro de cómo iba la frase, pero tenía que ver con cazar a un oso por la cola.

– Otra cosa más -dijo Sachs, deteniendo a Bell cuando salía por la puerta, que se paró y volvió-. ¿El asesino? ¿Cómo se llama?

– Garrett Hanlon. Pero en Tanner's Córner lo llaman el Muchacho Insecto.

* * *

Paquenoke es un pequeño condado al noroeste de Carolina del Norte. Tanner's Corner, aproximadamente en el centro del condado, es la ciudad más grande y está rodeada por agrupamientos más pequeños y aislados de poblados residenciales o comerciales, tales como Blackwater Landing, en la ribera del río Paquenoke -llamado el Paquo por la gente del lugar-, unos pocos kilómetros al sur de la capital del condado.

Al sur del río se ubica la mayoría de las áreas residenciales y de compras. La tierra en este lugar está salpicada de suaves pantanos, bosques, campos y estanques. Casi toda la población vive en esta mitad. Al norte del Paquo, por el otro lado, la tierra es traicionera. El pantano Great Dismal ha invadido y engullido asentamientos de caravanas, casas, los pocos molinos y fábricas que existían de ese lado del río. Ciénagas pobladas de víboras reemplazaron los estanques y los campos, y los bosques, en gran parte muy antiguos, son impenetrables a menos que uno tenga la suerte de encontrar un sendero. Nadie vive en esa parte del río excepto gente de mala vida y algunos pocos locos del pantano. Hasta los cazadores tienden a evitar la región después del incidente de dos años atrás, cuando unos jabalíes atraparon a Tal Harper y ni siquiera después de matar a tiros a la mitad de ellos pudo impedir que el resto lo devorara antes de que llegara la ayuda.

Como la mayoría de la gente del condado, Lydia Johansson raramente se aventuraba al norte del Paquo, y cuando lo hacía, nunca se alejaba de la civilización. Ahora se dio cuenta, con una abrumadora sensación de desesperación, que al cruzar el río había atravesado algún tipo de frontera, hacia un lugar del cual podría no volver jamás. Una frontera que no era sólo geográfica sino también espiritual.

Se sentía aterrorizada al ser arrastrada por aquel ser. Por supuesto, aterrorizada por la forma en que miraba su cuerpo, aterrorizada por su tacto, aterrorizada por la posibilidad de morir de calor o de insolación, o por la mordedura de víboras. Pero lo que la asustaba más era darse cuenta de lo que había dejado en el lado sur del río: su vida frágil y cómoda, a pesar de lo humilde que era, con sus pocos amigos y colegas enfermeras del servicio hospitalario, los doctores con los que tonteaba sin resultados, las fiestas con pizza, las reposiciones de la serie Seinfeld , sus libros de terror, el helado, los hijos de su hermana. Hasta llegó a recordar con anhelo las partes más conflictivas de su vida: la lucha contra los kilos, la pelea para dejar de fumar, las noches en soledad, los largos periodos sin que la llamara el hombre con el que se encontraba ocasionalmente. Ella lo llamaba su «novio», si bien sabía que tomaba deseos por realidades… Incluso todas esas cosas parecían cargadas de emoción, sólo en razón de su familiaridad.

Pero no había ni una pizca de comodidad en el lugar en que se encontraba en ese momento.

Recordó la terrible escena en el refugio del cazador: el policía Ed Schaeffer yacía inconsciente sobre el suelo, con sus brazos y rostro grotescamente hinchados por las picaduras de las avispas. Garrett había murmurado: «No debería haberlas hostigado. Las avispas amarillas sólo atacan cuando su nido está en peligro. Fue culpa suya».

Caminó hacia adentro lentamente y los insectos lo ignoraron. Cogió algunas cosas. Le ató las manos por delante y luego la guió hacia el bosque a través del cual habían estado caminando unos cuantos kilómetros.

El muchacho se movía de una manera rara, sacudiéndola en una dirección, luego en otra. Hablaba para sí. Se rascaba los manchones rojizos de la cara. Una vez se detuvo en un charco de agua y lo miró fijamente. Esperó hasta que algún bicho o araña se retirara de la superficie y entonces sumergió su rostro en el agua, mojando su piel ardiente. Miró sus pies, luego se quitó el zapato que le quedaba y lo tiró lejos. Siguieron su camino en la tórrida mañana.

Ella observó el mapa que sobresalía de su bolsillo.

– ¿Adonde vamos? -le preguntó.

– Cállate. ¿De acuerdo?

Diez minutos más tarde la obligó a quitarse los zapatos y vadearon un arroyo poco profundo y contaminado. Después de cruzarlo la sentó. Garrett lo hizo también frente a ella y, mientras miraba sus piernas y escote, lentamente secó sus pies con un kleenex que sacó de su bolsillo. Ella sintió el mismo asco que había tenido cuando por primera vez tomó una muestra de tejidos de un cadáver en la morgue del hospital. Él le volvió a colocar los zapatos, le ató los cordones apretados, asiendo sus tobillos más tiempo del necesario. Luego consultó el mapa y la condujo de nuevo hacia los bosques.

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