Jeffery Deaver - La silla vacía

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Lincoln Rhyme, está en un centro universitario especializado en neurología a la espera de una operación que podría mejorar su estado. Cuando le piden que colabore con la policía de Tanners Corner, una pequeña ciudad de Carolina del Norte, en la búsqueda de una chica secuestrada, no sabe que al aceptar pondrá en peligro su vida y la de su colega Amelia Sachs.
El secuestrador es un chico conflictivo, cuyos padres han muerto en un misterioso accidente automovilístico. Es además muy aficionado a los insectos. Su forma de vida hace que se le culpe de todas las cosas extrañas que han ocurrido en la ciudad, incluidas algunas muertes. Desde un laboratorio improvisado, Lincoln, se enfrenta a la impaciencia de la justicia por resolver este nuevo y espeluznante caso.

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Bell miró por la ventana. Su rostro estaba demudado.

– ¿Por qué Mason mataría a Billy?

– Probablemente imaginó que Billy se asustaría y diría la verdad. O quizá el chico estaba consciente cuando Mason llegó allí y le dijo que estaba harto y deshacía el acuerdo.

– De manera que por eso querías que Mason se fuera… hace unos minutos. Me preguntaba de qué se trataría. Entonces, ¿cómo vamos a probar todo lo que me has dicho?

– Tengo las huellas de látex en la pala. Tengo los huesos, que dieron positivo en el test de toxafeno en grandes concentraciones. Quiero que un submarinista busque el coche de los Hanlon en el Paquenoke. Alguna prueba habrá sobrevivido, aun después de cinco años. Luego deberíamos examinar la casa de Billy y ver si hay algún dinero que se pueda conectar con Mason. También registraremos la casa de Mason. Será un caso difícil -Rhyme dibujó una débil sonrisa-. Pero soy bueno, Jim. Puedo hacerlo -su sonrisa se desvaneció-. Pero si Mason no presta una declaración en regla contra Henry Davett será muy difícil sostener un caso contra él. Todo lo que tenemos es eso. -Rhyme señaló con la cabeza un frasco de muestras de plástico lleno con aproximadamente un cuarto litro de un líquido claro.

– ¿Qué es eso?

– Toxafeno puro. Lucy consiguió una muestra del depósito de Garrett hace media hora. Dijo que debería de haber allí como diez mil galones de la sustancia. Si podemos establecer la identidad en la composición entre el elemento químico que mató a la familia Garrett y lo que está en el frasco, podríamos convencer al fiscal de preparar un caso contra Davett.

– Pero Davett nos ayudó a encontrar a Garrett.

– Por supuesto que lo hizo. Le interesaba encontrar al muchacho… y a Mary Beth, tan pronto como fuera posible. Davett era quien más quería tenerla muerta.

– Mason -murmuró Bell, sacudiendo la cabeza-… Lo conozco desde hace años… ¿Piensas que sospecha?

– Tú eres el único a quien se lo he dicho. Ni siquiera se lo conté a Lucy, sólo le pedí algunas tareas de rutina. Tuve miedo que alguien nos oyera y se lo contara a Mason o a Davett. Esta ciudad, Jim, es un nido de avispas. No sé en quién confiar…

Bell suspiró.

– ¿Cómo puedes estar tan seguro de que es Mason?

– Porque Culbeau y sus amigos aparecieron en la cabaña de los destiladores justo después de que nos dimos cuenta dónde estaba. Mason era el único que lo sabía… aparte de tú y yo y Ben. Debió llamar a Culbeau y decirle donde estaba la cabaña. De manera que… llamemos a la policía estatal, hagamos que venga aquí uno de sus submarinistas e investigue Blackwater Landing. También deberíamos conseguir los permisos para registrar los domicilios de Billy y de Mason.

Rhyme observó que Bell asentía. Pero en lugar de dirigirse al teléfono, caminó hacia la ventana y la cerró. Luego fue hacia la puerta, la abrió, miró si había alguien y la cerró.

Colocó el cerrojo.

– ¿Jim, qué estás haciendo?

Bell dudó y luego dio un paso hacia Rhyme.

El criminalista miró al sheriff a los ojos y cogió el controlador rápidamente entre los labios. Sopló en él y la silla de ruedas comenzó a moverse. Pero Bell se colocó detrás y desconectó la batería. La Storm Arrow se movió hacia adelante unos centímetros y se detuvo.

– Jim -murmuró Rhyme-. ¿Tú también estás en esto?

– Sí, así es…

Los ojos de Rhyme se cerraron.

– No, no -susurró. Bajó la cabeza. Pero sólo unos pocos milímetros. Como en casi todos los grandes hombres, sus gestos de derrota eran muy sutiles.

Quinta PARTE . La ciudad sin niños

Capítulo 42

Mason Germain y el hosco hombre de color caminaron lentamente por la callejuela próxima a la cárcel de Tanner's Corner. El negro sudaba. Con irritación mató de una palmada a un mosquito. Murmuró algo y pasó la larga mano por su pelo corto y ondulado.

Mason sintió el impulso de fastidiarlo, pero se controló.

El hombre era alto y al erguirse de puntillas pudo mirar por la ventana de la cárcel. Mason advirtió que usaba botines negros, de brillante charol, lo que por algún motivo aumentó el desdén del policía por el forastero. Se preguntó a cuántos hombres habría disparado.

– Está allí -dijo el hombre-. Está sola.

– Garrett está encerrado al otro lado.

– Tú vas por el frente. ¿Se puede entrar por la parte de atrás?

– Soy policía, ¿recuerdas? Tengo una llave. Puedo abrirla -lo dijo con un tono sarcástico, preguntándose nuevamente si el hombre era medio tonto.

Consiguió que le respondiera con otro sarcasmo.

– Sólo preguntaba si hay una puerta en la parte de atrás. No lo sé, pues nunca estuve antes en este estercolero de ciudad.

– Oh. Sí, hay una puerta.

– Bueno, vamos.

Mason notó que el hombre sostenía el arma en la mano y que no le había visto sacarla.

* * *

Sachs estaba sentaba en un banco de su celda, hipnotizada por el vuelo de una mosca.

¿De qué clase es?, se preguntó. Garrett lo sabría en un instante. Era un pozo de sabiduría. Se le ocurrió una idea: debe de haber un momento en que el conocimiento que tiene un chico sobre un tema sobrepasa al de sus padres. Debe ser algo maravilloso, excitante, saber que uno ha producido esta creación que se ha elevado más alto. Te hace más humilde también.

Una experiencia que ahora nunca conocería.

Pensó nuevamente en su padre. El hombre quería disuadir a los delincuentes. Nunca disparó su arma en todos los años de servicio. Orgulloso como estaba de su hija, le preocupaba su fascinación por las armas. «Dispara la última», le aconsejaba a menudo.

Oh, Jesse… ¿Qué te puedo decir?

Nada, por supuesto. No puedo decir una palabra. Estás muerto.

Creyó ver una sombra fuera de la ventana de la celda. Pero la ignoró, y sus pensamientos se concentraron en Rhyme.

Tú y yo, pensaba. Tú y yo.

Evocó el momento, unos meses atrás, en que yacían juntos en la opulenta cama Clinitron de Lincoln, en su casa de Manhattan, mientras observaban la elegante versión de Baz Luhrmann de Romeo y Julieta , modernizada y situada en Miami. Con Rhyme, la muerte siempre rondaba cerca y, mirando las últimas escenas de la película, se había dado cuenta de que, como los personajes de Shakespeare, ella y Rhyme eran amantes perseguidos por el destino. Y también había surgido en su mente otro pensamiento: que ambos morirían juntos.

No se había animado a compartir aquel pensamiento con el racional Lincoln Rhyme, que no poseía ni una célula de sentimiento en el cerebro. Una vez que se le ocurrió la idea, se asentó permanentemente en su mente y por alguna razón le produjo un gran alivio.

Sin embargo, ahora ni siquiera podía encontrar solaz en aquel extraño pensamiento. No, ahora, gracias a ella, vivirían separados y morirían separados. Los dos.

La puerta de la cárcel se abrió y entró un joven policía. Ella lo reconoció. Era Steve Farr, el cuñado de Jim Bell.

– Hola, tú -gritó.

Sachs saludó con la cabeza. Luego percibió dos cosas en él. Una era que tenía puesto un reloj Rolex que debía costar la mitad del salario anual de un poli típico de Carolina del Norte.

La otra era que llevaba un arma en el cinto y que la lengüeta de la funda estaba suelta, a pesar del cartel colgado en el exterior de la puerta de acceso a las celdas: COLOQUE TODAS LAS ARMAS EN LA CAJA ANTES DE ENTRAR AL ÁREA DE CELDAS.

– ¿Cómo te va? -le preguntó Farr.

Ella lo miró, sin reaccionar.

– ¿Estás silenciosa hoy, eh? Bueno, señorita, tengo buenas noticias para ti. Estás libre y puedes irte -se tocó una de sus prominentes orejas.

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