Jeffery Deaver - La estancia azul

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Jeffery Deaver explora en La Estancia Azul el siniestro territorio del suspense en la red. El asesino del relato responde al apodo de Phate, pero su verdadero nombre es Jon Patrick Holloway. Aparentemente no es más que un hacker, un inofensivo pirata informático. Pero su mente perversa ha ideado un programa llamado Trapdoor, el cual le permite asaltar los ordenadores de sus víctimas potenciales, apoderarse de todos los archivos que contienen información de carácter personal y, de este modo, iniciar un juego macabro cuyo objetivo final es la eliminación del usuario elegido. Para atrapar a este peligroso psicópata, la policía recurre a la ayuda de Wyatt Gillette, un hacker experto que cumple un año de condena en la cárcel por un delito informático menor. Es preciso actuar deprisa, pues los terribles asesinatos se suceden uno tras otro, y nadie en la red está a salvo.

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El detective se frotó la mano en la camisa para tratar de enjugarse la lluvia y volvió a aferrar la pistola con fuerza. Siguió adelante. Se trataba de algo muy diferente a arrestar hackers en terminales públicas de centros comerciales o esgrimir órdenes de detención en casas donde los mayores peligros provenían de platos de comida pútrida que se amontonaban a un lado del ordenador del adolescente.

Más cerca, más cerca…

Sus caminos coincidirían seis metros más allá. Dentro de nada, Anderson se vería sin ningún parapeto y tendría que actuar.

Hubo un instante en que lo abandonó el coraje. Pensó en su mujer y en su hija. Y lo extraño que se sentía allí, muy lejos de su terreno. «No -recapacitó-, sigue al asesino hasta su coche, toma nota de su matrícula y conduce tras él lo mejor que puedas».

Pero acto seguido Anderson pensaba en las muertes que este hombre había provocado y en los asesinatos que practicaría si no se le detenía. Y quizá fuera ésta su única oportunidad de echarle mano.

Siguió por el sendero que lo llevaría a interceptar al asesino.

Tres metros.

Dos y medio…

«Respira hondo.»

«No le quites ojo a la mano que lleva en el bolsillo», se recordó a sí mismo

Un ave, una gaviota, voló cerca y el asesino se detuvo a contemplarla, sobresaltado. Se rió.

Y en ese momento Anderson corrió desde los arbustos, mientras apuntaba al asesino con su arma y gritaba:

– ¡Alto! ¡Policía! ¡Pon las manos donde yo pueda verlas!

Sacó la mano. Anderson miró sus dedos. ¿Qué era lo que sostenían?

Casi se ríe. Era una pata de conejo. Un llavero de la suerte.

– Suéltalo.

Lo hizo y luego alzó las manos de forma resignada, familiar: la forma de levantar las manos de alguien que ha sido arrestado previamente.

– Tírate al suelo y manten los brazos bien abiertos.

– ¡Dios! -soltó el tipo-. Dios, ¿cómo me has encontrado?

– ¡Hazlo! -gritó Anderson con voz temblorosa.

El asesino se tumbó, con la mitad del cuerpo sobre el césped y la otra sobre la acera. Anderson se acuclilló a su lado, poniéndole la pistola en el cuello mientras le colocaba las esposas, tarea algo torpe que le llevó varios intentos. Acto seguido registró al asesino y lo despojó del cuchillo Ka-bar, del móvil y de la cartera. Y comprobó que sí llevaba una pequeña pistola, pero ésta se encontraba en un bolsillo de la chaqueta. Dejó las armas, la cartera, el móvil y el llavero de pata de conejo en una pequeña pila sobre la hierba. Anderson retrocedió unos pasos con las manos temblorosas por la descarga de adrenalina.

– ¿De dónde has salido? -le murmuró el hombre.

Anderson no contestó y se quedó mirando a su prisionero, mientras la euforia reemplazaba al aturdimiento que había sentido durante la detención. ¡Vaya historia que tenía! A su mujer le iba a encantar. Y quería contársela también a su hija, pero tendría que esperar unos cuantos años. Vaya, y a Stan, y a sus vecinos…

Entonces Anderson se dio cuenta de que se había olvidado de leerle sus derechos al detenido. No deseaba cargarse un arresto como ése por un fallo técnico. Encontró la tarjeta en su billetera y leyó las palabras agarrotadamente.

El asesino musitó que entendía sus derechos.

– Oficial, ¿se encuentra bien? -dijo una voz de hombre a su espalda-. ¿Necesita ayuda?

Anderson miró detrás. Era el ejecutivo que había visto debajo de la marquesina. Tenía el traje empapado de lluvia: un traje caro de color oscuro.

– Tengo un móvil. ¿Lo necesita?

– No, gracias, todo está bajo control -Anderson se volvió hacia su detenido. Enfundó la pistola y sacó su propio móvil para dar parte de la detención. Pulsó «Rellamada» pero, por alguna razón, no se estableció la conexión. Echó una ojeada a la pantalla y decía: «Fuera de servicio».

Esto era muy raro. ¿Por qué…?

En un segundo -un segundo de puro horror- se dio cuenta de que ningún poli de la calle habría dejado que un civil no identificado se pusiera a su espalda durante un arresto. Mientras sacaba la pistola y se daba la vuelta sintió una inmensa explosión de dolor cuando el ejecutivo lo agarró por el hombro y le hundió el enorme cuchillo en la espalda.

Anderson gritó quejumbroso y cayó de rodillas. El hombre lo apuñaló de nuevo.

– No, por favor, no…

El tipo agarró la pistola de Anderson y le dio una patada que la envió lejos, sobre la acera.

Luego se acercó hacia el joven que Anderson acababa de esposar. Le dio la vuelta y lo miró.

– Menos mal que estás aquí -dijo el de las esposas-. Este tipo ha llegado de la nada y ya pensaba que estaba jodido. ¿Me quitas esto, tío? Yo…

El atacante se agazapó a su lado.

– Eras tú -le susurró Anderson al ejecutivo-. Tú mataste a Lara Gibson -sus ojos enfocaron al hombre que estaba esposado-. Y ése es Fowler.

– Es cierto -asintió el hombre-. Y tú eres Andy Anderson, te he reconocido -su voz denotaba una sincera sorpresa-. Pero no pensaba que tú vendrías en mi busca. Vamos, sé que trabajas en la UCC y que lleváis el caso de Lara Gibson. Pero no esperaba encontrarte aquí, en campo abierto. Increíble… Andy Anderson. ¡Eres todo un wizard!

– Por favor… Estoy sangrando. Ayúdame, por favor.

Entonces el asesino hizo algo raro.

Asió el cuchillo con una mano y tocó el abdomen del policía con la otra. Y comenzó a subir los dedos hasta el pecho con lentitud mientras contaba las costillas, bajo las que el corazón latía muy deprisa.

– Por favor -suplicó Anderson.

El asesino paró y bajó la cabeza hasta casi tocar la oreja de Anderson:

– No se conoce a alguien de veras hasta que llega un momento como éste -susurró, y acto seguido consumaba su crimen, una vez terminado su escalofriante sondeo del pecho del policía.

SEGUNDA PARTE . Demonios

«[Él] era de una nueva generación de hackers, no provenía de la tercera generación, inspirada por un asombro inocente (…) sino de la cuarta, privada de derechos y movida por la rabia.»

JONATHAN LITTMAN , The Watchman.

Capítulo 0001010 / Diez

Un hombre de traje gris entraba en la Unidad de Crímenes Computarizados a la una de la tarde.

Lo acompañaba una mujer regordeta, vestida con un traje pantalón de color verde oscuro. Detrás llevaban dos policías uniformados. Con los hombros empapados por la lluvia y las caras largas.

Penetraron en silencio en la sala y marcharon hasta el cubículo de Stephen Miller.

– Steve -dijo el hombre alto.

Miller se puso en pie, peinándose el poco pelo que le quedaba.

– Capitán Bernstein -dijo.

– Tengo algo que decirte -añadió el capitán, en un tono que Gillette supo que aventuraba malos presagios. Miró también a Linda Sánchez y a Tony Mott, quienes se les unieron-. He querido venir en persona. Han encontrado el cuerpo de Andy Anderson en Milliken Park. Parece que el chico malo (el del asesinato de la Gibson) lo mató.

– ¡Oh! -se atoró Sánchez, llevándose una mano a la garganta. Comenzó a llorrar-. ¡No, Andy no…! ¡No!

A Mott se le ensombreció la cara. Musitó algo que Gillette no llegó a escuchar.

Patricia Nolan había pasado la última media hora sentada junto a un Gillette esposado, reflexionando sobre el tipo de software que podría haber usado el asesino para infiltrarse en el ordenador de Lara Gibson. Mientras charlaban, ella había abierto su bolso para extraer un frasco de esmalte, con el que incongruentemente comenzó a pintarse las uñas. Ahora el pequeño pincel se le había caído de las manos.

– ¡Dios mío!

Stephen Miller cerró los ojos un momento.

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