Jeffery Deaver - La estancia azul

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Jeffery Deaver explora en La Estancia Azul el siniestro territorio del suspense en la red. El asesino del relato responde al apodo de Phate, pero su verdadero nombre es Jon Patrick Holloway. Aparentemente no es más que un hacker, un inofensivo pirata informático. Pero su mente perversa ha ideado un programa llamado Trapdoor, el cual le permite asaltar los ordenadores de sus víctimas potenciales, apoderarse de todos los archivos que contienen información de carácter personal y, de este modo, iniciar un juego macabro cuyo objetivo final es la eliminación del usuario elegido. Para atrapar a este peligroso psicópata, la policía recurre a la ayuda de Wyatt Gillette, un hacker experto que cumple un año de condena en la cárcel por un delito informático menor. Es preciso actuar deprisa, pues los terribles asesinatos se suceden uno tras otro, y nadie en la red está a salvo.

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Aparcó, se puso un arrugado gorro gris para la lluvia que le había regalado su hija de seis años por su cumpleaños y salió del coche, cruzando por el césped y desplazando agua con los zapatos. Le descorazonaba la ausencia de un posible testigo que pudiera darle alguna pista sobre Peter Fowler, el vendedor de armas. En cualquier caso existía un puente cubierto en el medio del parque y a veces los chavales se reunían allí aunque hiciera frío o estuviera lloviendo.

Pero al acercarse Anderson comprobó que el lugar también estaba vacío.

Se paró y miró a su alrededor. Se veía que los pocos individuos que allí se encontraban no eran hackers: una señora mayor paseando a su perro y un ejecutivo que llamaba desde su móvil bajo la marquesina de un edificio cercano de la universidad.

Anderson pensó en una cafetería que había en el centro de Palo Alto, cercana al hotel California. Era un sitio donde se juntaban geeks para beber café cargado e intercambiar cuentos de sus tremendas hazañas. Decidió ir allí para preguntar si alguien sabía algo de Peter Fowler o de otra persona que vendiera armas o cuchillos. Y si no, lo intentaría en el edificio de Informática, y preguntaría a algunos profesores y estudiantes graduados con los que había trabajado si habían visto a alguien que…

Entonces el detective advirtió que algo se movía cerca de allí.

A unos quince metros había un joven que se encaminaba subrepticiamente hacia el puente bajo la lluvia. Miraba a un lado y a otro, y se veía que estaba paranoico.

Anderson se deslizó detrás de un macizo frondoso de enebro y se agachó. Anderson supo que ése era el asesino de Lara Gibson. Tenía unos veintitantos y vestía una chaqueta vaquera de la que de seguro provenían las fibras encontradas en el cadáver de la mujer. Era rubio e iba bien afeitado: la perilla que lució en el restaurante era falsa a todas luces, y se la había pegado con adhesivo teatral.

Ingeniería social…

Entonces la chaqueta del hombre se abrió por un instante y Anderson pudo avistar la funda nudosa de un cuchillo Ka-bar colgando de la pretina de sus vaqueros. El asesino se cerró la chaqueta con rapidez y prosiguió acercándose al puente, donde se adentró en las sombras y se puso a observar algo.

Seguro que había venido a comprar más armas a Fowler.

Anderson continuó fuera de su ángulo de visión. Llamó al despacho central de operaciones de la policía del Estado. Confiaba en que Nokia hiciera teléfonos a los que un poco de precipitación no les interfiriera.

Un segundo después escuchaba la contestación de la Central que le preguntaba por su número de placa.

– Cuatro, tres, ocho, nueve, dos -susurró Anderson como respuesta-. Solicito apoyo inmediato. Tengo a la vista a un sospechoso de asesinato. Estoy en Milliken Park, Palo Alto, en el extremo sureste.

– Entendido, cuatro tres ocho -contestó el hombre-, ¿está armado el sospechoso?

– Veo un cuchillo. No sé si llevará armas de fuego.

– ¿Está en un vehículo?

– Negativo -dijo Anderson, con el corazón a cien-. Por el momento va a pie.

Su interlocutor le pidió que esperara unos segundos. Anderson miraba fijamente al asesino, entornando los ojos, como si eso pudiera dejarlo helado en ese mismo sitio sin moverse. Susurró a Central:

– ¿Cuál es el tiempo estimado de llegada para esos refuerzos?

– Un momento, cuatro tres ocho… Vale, le informo: estarán allí en veinte minutos.

– ¿Es que nadie puede venir un poco más rápido?

– Negativo, cuatro tres ocho. Es todo lo que podemos hacer. ¿Procurará no perderle de vista?

– Lo intentaré.

Pero justo en ese instante el hombre volvió a ponerse en marcha. Dejó el puente y caminó por la acera.

– Se mueve, Central. Se dirige hacia el oeste a través del parque hacia los edificios de la universidad. Voy a seguirlo y le tendré informado de su localización.

– Oído, cuatro tres ocho. La UDC va para allá.

¿UDC? ¿Qué era eso ahora? Ah, vale: la Unidad Disponible más Cercana.

Anderson se acercó al puente, rozándose al agarrarse a los árboles al tratar de que el asesino no pudiera verlo. ¿Para qué habría vuelto? ¿A encontrar otra víctima? ¿Para ocultar las señales de algún crimen anterior? ¿Tendría acceso al envidiable departamento informático de Stanford, se habría servido de eso para poder escribir su virus?

Miró el reloj. Había pasado menos de un minuto. ¿Debería llamar otra vez y pedir que la unidad se acercara en silencio? No lo sabía. Quizá eso retrasara aún más su llegada. Seguro que había procedimientos establecidos para este tipo de situaciones: procedimientos que policías como Frank Bishop y Bob Shelton conocerían al dedillo. Anderson estaba acostumbrado a un tipo de trabajo policial muy diferente. Sus emboscadas se dirigían desde furgonetas, mientras uno ojeaba la pantalla de un portátil Toshiba conectado a un sistema de búsqueda radiodireccional Cells-cope.

No creía haber sacado en dos años ni su pistola ni sus esposas de sus respectivas fundas.

Lo que le recordó: arma…

Miró la rechoncha empuñadura de su Glock. La extrajo de su cartuchera y apuntó hacia el suelo, con el dedo fuera del gatillo, tal como recordaba vagamente que había que hacer.

Quedaban diez minutos para que llegara la maldita UDC.

Entonces oyó un pequeño pitido electrónico a través de la bruma.

El asesino tenía un teléfono móvil. Se lo sacó del cinturón y se lo llevó a la oreja. Echó una ojeada al reloj y dijo unas palabras. Luego guardó el móvil y se fue por donde había venido.

«Vuelve a su coche», pensó el detective. «Lo voy a perder.»

Ocho minutos para que llegaran los refuerzos.

Andy Anderson decidió que no tenía alternativa. Iba a realizar algo que nunca antes había llevado a cabo: hacer un arresto en solitario.

Capítulo 00001001 / Nueve

Anderson fue hacia un pequeño arbusto.

El asesino se acercaba caminando rápidamente por el sendero, con las manos en los bolsillos.

Anderson consideró que eso era bueno: con las manos trabadas le sería más difícil sacar el cuchillo.

Pero, considerándolo, se detuvo: ¿qué pasaría si en realidad escondía una pistola?

Bueno, tengámoslo presente.

Y recuerda también que puede tener Mace, o un spray antiagresores o gas lacrimógeno.

Y recuerda que puede que de pronto salga en estampida. El policía se planteó qué haría en ese caso.

¿Cuáles eran las reglas ante un criminal en fuga? ¿Podría dispararle por la espalda? No tenía ni idea.

Había perseguido a docenas de delincuentes durante los últimos años, pero siempre arropado por agentes como Bishop, para quienes las armas y los arrestos de alto riesgo eran tan normales como lo era para Anderson recopilar un programa en C++.

Ahora el policía se movía más cerca del asesino, agradeciendo que lloviese así, pues eso silenciaba el sonido de sus pisadas. Se encontraban paralelos en lados opuestos de una hilera de crecidos setos de boj. Anderson se mantuvo agazapado y cerró un poco los ojos para ver a través de la lluvia. Pudo observar el rostro del asesino con claridad. Le recorrió una curiosidad intensa: ¿qué razón impulsaba a ese joven a cometer esos crímenes que se le imputaban?

Esa curiosidad era parecida a la que sentía cuando examinaba códigos de software o echaba una ojeada a los crímenes investigados por la UCC, sólo que ahora era más fuerte pues, a pesar de que era capaz de entender los principios de la informática y de los crímenes que ésta hacía posible, un criminal como éste se convertía en un verdadero enigma para Andy Anderson.

El hombre parecía afable, casi amigable, de no ser por el cuchillo o la pistola que podía empuñar con su mano oculta.

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