Jeffery Deaver - La estancia azul

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Jeffery Deaver explora en La Estancia Azul el siniestro territorio del suspense en la red. El asesino del relato responde al apodo de Phate, pero su verdadero nombre es Jon Patrick Holloway. Aparentemente no es más que un hacker, un inofensivo pirata informático. Pero su mente perversa ha ideado un programa llamado Trapdoor, el cual le permite asaltar los ordenadores de sus víctimas potenciales, apoderarse de todos los archivos que contienen información de carácter personal y, de este modo, iniciar un juego macabro cuyo objetivo final es la eliminación del usuario elegido. Para atrapar a este peligroso psicópata, la policía recurre a la ayuda de Wyatt Gillette, un hacker experto que cumple un año de condena en la cárcel por un delito informático menor. Es preciso actuar deprisa, pues los terribles asesinatos se suceden uno tras otro, y nadie en la red está a salvo.

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– El Otero de los Hackers, jefe -comentó Linda Sánchez-. En Milliken Park.

Anderson asintió. Conocía bien el lugar y no se sorprendió cuando Gillette afirmó que también lo conocía. Era una zona desierta de prados cercana al campus donde se reunían estudiantes de informática, hackers y gente de Silicon Valley. Se intercambiaban warez e historias y fumaban hierba.

– Conozco a gente allí -dijo Anderson-. Cuando acabemos con esto iré a echar un vistazo.

Bishop volvió a consultar sus notas y dijo:

– El informe del laboratorio afirma que el tipo de adhesivo de la botella es igual al que se usa en el maquillaje teatral. Un par de agentes han estado hojeando las páginas amarillas buscando tiendas. En la zona contigua sólo hay una tienda: Artículos Teatrales Ollie, en El Camino Real, Mountain View. El conserje me dijo que venden mucha mercancía. Pero no guardan registro de ventas. Ahora bien -prosiguió Bishop-, quizá tengamos algo sobre el coche del chico malo. Un guardia de seguridad en un edificio de oficinas enfrente de Vesta's, el restaurante donde el criminal recogió a la señorita Gibson, observó un sedán de color claro último modelo aparcado frente a las oficinas durante el rato que la víctima estuvo dentro del bar. En caso de ser así, su conductor puede haber observado con detenimiento el coche del asesino. Podríamos preguntar a todos los empleados de la empresa.

– ¿Quiere echarle un vistazo mientras yo voy al Otero de los Hackers?

– Sí, señor, eso es lo que tenía pensado -repasó de nuevo sus notas. Luego, movió su cabeza de pelo endurecido apuntando a Gillette-: Los técnicos de la Escena del Crimen encontraron el recibo de la cerveza light y el martini en los cubos de basura en la parte trasera del restaurante. Han podido extraer un par de huellas y las han enviado a la Agencia para realizar el AFIS.

Tony Mott advirtió que Gillette fruncía el ceño con curiosidad:

– Es el sistema de identificación automática de huellas digitales -le explicó al hacker-. Primero busca en el sistema federal y luego va Estado por Estado. Lleva bastante tiempo para una búsqueda por todo el país pero si lo han arrestado por cualquier cosa en los últimos ocho años lo encontraremos.

Aunque tenía mucho talento para la informática, a Mott le fascinaba lo que él denominaba «el verdadero trabajo del poli» y no dejaba de acosar a Anderson para que lo trasladaran a Homicidios o a otra sección criminal para poder perseguir a «verdaderos delincuentes». Era sin lugar a dudas el único policía informático del país que llevaba como arma reglamentaria una automática del 45 capaz de parar un coche.

– Primero se concentrarán en la costa Oeste -dijo Bishop-. California, Washington, Oregón…

– No -dijo Gillette-. Que vayan de este a oeste. Que hagan primero Nueva Jersey, Nueva York, Massachusetts y Carolina del Norte. Luego Illinois y Wisconsin. Luego Texas. Y por último California.

– ¿Por qué? -preguntó Bishop.

– ¿Recuerda los comandos de Unix que tecleó? Eran de la versión de la costa Este.

Patricia Nolan les explicó a Bishop y a Shelton que existían varias versiones del sistema operativo Unix. El que el asesino hubiera utilizado los comandos de la costa Este parecía señalar que procedía de la orilla atlántica del país. Bishop asintió y pasó esta información a la Central. Luego miró su cuaderno y dijo:

– Sólo hay otra cosa que podemos añadir al perfil del sospechoso.

– ¿Y qué es? -preguntó Anderson.

– La división de Identificaciones ha comentado que parecía como si el criminal hubiera sufrido algún tipo de accidente. Ha perdido la punta de casi todos sus dedos. Tiene suficiente yema como para dejar una huella pero en las puntas sólo se encuentra tejido cicatrizado. Los técnicos de Identificaciones creen que pudo haberse herido en algún incendio.

Gillette sacudió la cabeza:

– Son callos.

El policía lo miró. Gillette alzó su propia mano. Tenía las puntas de los dedos aplastadas y terminaban en callos amarillentos.

– Se le llama la manicura del hacker -explicó-. Cuando uno teclea durante doce horas al día, esto es lo que pasa.

Shelton escribió eso en la pizarra blanca mientras Bishop añadía que no se habían encontrado más pruebas.

Anderson miraba desesperanzado la pizarra blanca cuando Gillette dijo:

– Ahora quiero conectarme a la red y ver qué se cuentan en los foros de discusión de los hackers más murmuradores, y los chats. Sea lo que sea lo que esté haciendo el asesino seguro que ha causado un gran revuelo y…

– No te vas a conectar a la red -le dijo Anderson.

– ¿Qué?

– Que no -dijo el policía, testarudo.

– Pero tengo que hacerlo.

– No. Ésas son las reglas. Nada de andar on-line.

– Un momento -dijo Shelton-. Él ya se ha conectado a la red. Lo he visto.

Anderson volvió la cabeza hacia el policía:

– ¿Se ha conectado?

– Sí, en la habitación del fondo, en el laboratorio. Lo he estado vigilando mientras él comprobaba el ordenador de la víctima -miró a Anderson-. Y he supuesto que tú lo habías permitido.

– No, no lo he hecho -Anderson preguntó a Gillette-: ¿Te has conectado?

– No -respondió Gillette con firmeza-. Me ha debido de ver cuando estaba escribiendo mi kludge y habrá pensado que estaba en la red.

– A mí me lo ha parecido -dijo Shelton.

– Se equivoca.

Shelton se encogió de hombros pero seguía sin creérselo.

Anderson podía haber ido al directorio raíz y comprobado los ficheros de conexión para saberlo con certeza. Pero pensó que el hecho de que se hubiera conectado o no a la red carecía de importancia. El trabajo de Gillette aquí había acabado. Tomó el teléfono y llamó solicitando que vinieran dos agentes a la UCC. «Tenemos un prisionero que debe ser trasladado de vuelta al Correccional de San José.»

Gillette se volvió hacia él, con ojos abatidos.

– No -dijo con tenacidad-. No me puede enviar de vuelta.

– Me aseguraré de que te entreguen el portátil que te prometí.

– No, no lo entiende. No puedo parar ahora. Tenemos que descubrir lo que el tipo hizo en el ordenador de esa chica.

– Pero tú has dicho que no has podido encontrar nada -gruñó Shelton.

– Es que ése es el verdadero problema. Si hubiera encontrado algo, podríamos entenderlo. Pero no puedo. Eso es lo terrible. Necesito seguir adelante.

– Si encontramos el ordenador del asesino -dijo Anderson-, o el de otra víctima, y si necesitamos analizarlos, te llamaremos de nuevo.

– Pero los chats, los paneles de noticias, los sitios de hackers. Ahí podríamos encontrar centenares de pistas. Seguro que la gente está hablando de este tipo de software.

Anderson vio la desesperación del adicto reflejada en el rostro de Gillette, tal como se lo había predicho el alcaide.

– A partir de ahora es nuestro, Wyatt -dijo-. Y gracias de nuevo.

Capítulo 00001000 / Ocho

Jamie intuyó que no iba a poder conseguirlo.

Era casi mediodía y estaba sentado solo en la oscura y fría sala de ordenadores, aún vestido con la ropa de jugar al fútbol («Jugar bajo la lluvia no afianza ningún carácter, Booty: sólo te empapas hasta los huevos»). Pero no quería perder tiempo dándose una ducha y cambiándose de ropa. Cuando estaba en el campo, en lo único que podía pensar era si el ordenador universitario al que había accedido habría sido capaz de adivinar el código.

Y ahora, mientras atisbaba la pantalla a través de sus gafas gruesas y empañadas, intuyó que el Cray no iba a poder descriptar la contraseña a tiempo. Estimó que tardaría dos días más en conseguirlo.

Pensó en su hermano, en el concierto, en los pases de backstage , y sintió ganas de llorar. Comenzó a teclear otros comandos para ver si podía acceder a otro ordenador universitario, a uno más rápido que había en el Departamento de Física. Pero ése tenía una larga lista de espera de gente que deseaba utilizarlo.

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