Jeffery Deaver - La estancia azul

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Jeffery Deaver explora en La Estancia Azul el siniestro territorio del suspense en la red. El asesino del relato responde al apodo de Phate, pero su verdadero nombre es Jon Patrick Holloway. Aparentemente no es más que un hacker, un inofensivo pirata informático. Pero su mente perversa ha ideado un programa llamado Trapdoor, el cual le permite asaltar los ordenadores de sus víctimas potenciales, apoderarse de todos los archivos que contienen información de carácter personal y, de este modo, iniciar un juego macabro cuyo objetivo final es la eliminación del usuario elegido. Para atrapar a este peligroso psicópata, la policía recurre a la ayuda de Wyatt Gillette, un hacker experto que cumple un año de condena en la cárcel por un delito informático menor. Es preciso actuar deprisa, pues los terribles asesinatos se suceden uno tras otro, y nadie en la red está a salvo.

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Sintió un escalofrío diferente al que le proporcionaban las ropas empapadas y miró por toda la sala oscura y rancia. Se estremeció de miedo. La única iluminación que había en la sala de ordenadores provenía de su pantalla encendida y de un débil flexo: los tubos catódicos del techo estaban apagados.

«Otra vez ese maldito fantasma…»

Quizá lo mejor era olvidarse de todo. Estaba harto de tener miedo, harto de tener frío. Quizá lo mejor era largarse de allí, ir al encuentro de Dave, de Totter o de los chicos del Club Francés. Sus manos se posaron sobre el teclado para detener el Crack-er e iniciar un programa de enmascaramiento que destruiría u ocultaría cualquier prueba de sus correrías informáticas.

Y entonces ocurrió algo.

El directorio raíz del ordenador universitario apareció de pronto en la pantalla frente a la que se encontraba. ¿Cómo había sucedido? Él no había pulsado ningún comando. Y, de pronto, se abrió un subdirectorio: el de los archivos de comunicación. Ese ordenador llamó entonces a otro. Se dieron un apretón de manos electrónico y en un santiamén tanto el Crack-er de Jamie Turner como el fichero de contraseñas de Booty eran transferidos al segundo ordenador.

¿Cómo demonios había sucedido?

Jamie Turner era un experto en cuestiones de informática, pero nunca había visto nada igual. La única explicación posible era que el primer ordenador (el universitario) tuviera algún tipo de arreglo con otros departamentos de informática para que las tareas que llevaran mucho tiempo fueran transferidas automáticamente a ordenadores más rápidos.

Pero lo verdaderamente raro era que el software de Jamie hubiera acabado en el gigantesco vector de datos paralelo del Centro de Investigación para la Defensa, donde había un dispositivo de superordenadores que se contaba entre los sistemas informáticos más rápidos del mundo. También era uno de los más seguros, y colarse en él resultaba casi imposible (Jamie lo sabía: lo había intentado). Contenía información altamente clasificada y en el pasado se había prohibido el acceso tanto a civiles como a departamentos universitarios. Jamie supuso que habían comenzado a alquilarlo para financiar los enormes gastos de mantenimiento de este gigantesco vector de datos paralelo.

Bueno, se le ocurrió que si, después de todo, había un fantasma, tal vez era un fantasma benévolo. Rió pensando que quizá era también fan de Santana.

Jamie se volcó ahora en su segunda tarea necesaria para completar la Gran Evasión. En menos de sesenta segundos se había convertido en un técnico de servicios de mediana edad con excesivo trabajo, en un empleado de la West Coast Security Systems, Inc. que no sabía dónde había puesto el diagrama esquemático del modelo de puerta de incendios con alarma WCS 8872 que estaba tratando de reparar, y que necesitaba que le echara una mano el supervisor técnico, quien -por otra parte- estaba encantado de hacerlo.

* * *

Sentado en su despacho de la sala de estar, Phate observaba trabajar al programa de Jamie en los superordenadores del Centro de Investigación para la Defensa, adonde lo había enviado junto con el fichero de la contraseña.

Sin que el administrador de sistemas tuviera noticia de ello, él poseía el control del directorio raíz de los superordenadores del Centro, que en estos momentos estaban gastando unos veinticinco mil dólares de tiempo de ordenador con el único propósito de permitir que un estudiante de segundo curso pudiera abrir una sola puerta cerrada.

Phate había echado una ojeada al progreso del primer superordenador que Jamie había usado en una universidad cercana y se había dado cuenta de que el chaval no conseguiría la clave para salir del colegio a tiempo para la cita de las seis y media con su hermano.

Eso significaba que el muchacho permanecería dentro del colegio y que Phate perdería ese asalto de su juego. Y eso no se podía permitir.

Pero, como había intuido, el vector de datos paralelo del Centro de Investigación para la Defensa lograría esa contraseña antes de la hora límite.

Si esa noche Jamie Turner hubiera llegado a asistir al concierto (algo que no iba a suceder) habría sido gracias a la ayuda de Phate.

Acto seguido, Phate se metió en la página del Consejo de Planificación y Zonificación de la Ciudad de San José y encontró una propuesta de edificación que había sido enviada por el rector de la Academia St. Francis. Quería construir otro muro de entrada y necesitaba la aprobación del Consejo. Se descargó de la red los documentos y los planos, tanto del colegio como de los patios.

Mientras examinaba los planos, su ordenador emitió un pitido y se abrió una ventana, alertándole de que había recibido un mensaje de Shawn.

Sintió la punzada de excitación que le acometía cada vez que Shawn le enviaba un mensaje. Le parecía que esta reacción era significativa, una clave importante para el desarrollo personal de Phate: no, digamos mejor de Jon Holloway. Se había criado en una casa en la que el afecto y el amor eran tan inusuales como abundante era el dinero, y era consciente de que eso le había llevado a convertirse en una persona fría y distante. Así se comportaba con todo el mundo: familia, amigos, compañeros de trabajo, condiscípulos y las pocas personas con las que había tratado de mantener una relación.

Y, aun así, la hondura de lo que Phate sentía por Shawn le demostraba que no estaba muerto emocionalmente, que dentro de él fluía un enorme reguero de amor.

Deseoso de leer el e-mail, salió de la página de Planificación y Zonificación y se conectó a su servidor de correo.

Pero mientras leía esas palabras lúgubres se le borró la sonrisa de la boca y su respiración se aceleró, así como su pulso.

– ¡Dios! -murmuró.

El asunto del correo era que la policía había progresado en sus investigaciones mucho más de lo que él había supuesto. Sabían incluso lo de los asesinatos de Portland y Washington D. C.

Luego echó una ojeada al segundo párrafo y no llegó más allá de la referencia a Milliken Park.

«No, no…»

Ahora sí que tenía un problema.

Phate se levantó de su asiento y echó a correr al sótano de su casa. Divisó otra manchita de sangre seca en el suelo (proveniente del personaje de Lara Gibson) y luego abrió un taquillón. De éste extrajo su cuchillo manchado y oscuro. Fue hacia su armario, lo abrió y dio la luz. Diez minutos después estaba en el Jaguar, corriendo por la autopista.

* * *

En el comienzo Dios creó el sistema de redes de la Agencia de Proyectos de Investigación Avanzada (llamado ARPAnet) y ARPAnet floreció y engendró a Milnet, y entre ARPAnet y Milnet crearon Internet y su proyecto, los foros de discusión de Usenet y la World Wide Web, y llegaron a ser la trinidad que cambió la vida de Su pueblo por siempre jamás.

Andy Anderson, quien solía describir así la red cuando enseñaba Historia de la Informática, pensó que ésa era una descripción demasiado halagüeña, mientras conducía por Palo Alto y pasaba frente a la Universidad de Stanford. Pues había sido en el cercano Instituto de Investigación de Stanford donde el Departamento de Defensa creara el predecesor de Internet en 1969, para enlazar dicho instituto con la UCLA, la Universidad de California en Santa Bárbara y con la Universidad de Utah.

La reverencia que sentía por ese lugar disminuyó, sin embargo, a medida que conducía bajo el sirimiri y enfrente veía la colina desierta del Otero de los Hackers, en Milliken Park. De haber sido un día normal, el lugar habría estado abarrotado de jóvenes intercambiando software e historias de sus andanzas y hazañas en la red y en los paneles de anuncios cibernéticos de todo el mundo. Hoy, la llovizna fría de abril había dejado el lugar vacío.

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