– ¡Hola, Mary, pícara! ¿Por qué no fuiste a la escuela dominical?
– Sí fui; ¿no me viste?
– ¡Pues no te vi!; ¿dónde estabas?
– En la clase de la señorita Peters, donde siempre voy.
– ¿De veras? ¡Pues no te vi! Quería hablarte de la merienda campestre.
– ¡Qué bien! ¿Quién la va a dar?
– Mamá me va a dejar que yo la dé.
– ¡Qué alegría! ¿Y dejará que yo vaya?
– Pues sí. La merienda es por mí, y mamá permitirá que vayan los que yo quiera; y quiero que vayas tú.
– Eso está muy bien; ¿y cuándo va a ser?
– Pronto. Puede ser que para las vacaciones.
– ¡Cómo nos vamos a divertir! ¿Y vas a llevar a todas las chicas y chicos?
– Sí, a todos los que son amigos míos… o que quieran serlo -y echó a Tom una mirada rápida y furtiva; pero él siguió charlando con Amy sobre la terrible tormenta de la isla y de cómo un rayo hendió el gran sicomoro «en astillas» mientras él estaba «en pie a menos de una vara del árbol».
– ¿Iré yo? -dijo Gracie Miller.
– Sí.
– ¿Y yo? -preguntó Sally Rogers.
– Sí.
– ¿Y también yo? -preguntó Amy Harper. ¿Y Joe?
– Sí.
Y así siguieron, con palmoteos de alegría, hasta que todos los del grupo habían pedido que se los convidase, menos Tom y Amy. Tom dio, desdeñoso la vuelta, y se alejó con Amy, sin interrumpir su coloquio. A Becky le temblaron los labios y las lágrimas le asomaron a los ojos; pero lo disimuló con una forzada alegría y siguió charlando; pero ya la merienda había perdido su encanto, y todo lo demás, también; se alejó en cuando pudo a un lugar apartado para darse «un buen atracón de llorar», según la expresión de su sexo. Después se fue a sentar sombría, herida en su amor propio, hasta que tocó la campana. Se irguió encolerizada, con un vengativo fulgor en los ojos; dio una sacudida a las trenzas, y se dijo que ya sabía lo que iba a hacer.
Durante el recreo Tom siguió coqueteando con Amy jubiloso y satisfecho. No cesó de andar de un lado para otro para encontrarse con Becky y hacerla sufrir a su sabor. Al fin consiguió verla; pero el termómetro de su alegría bajó de pronto a cero. Estaba sentada confortablemente en un banquito detrás de la escuela, viendo un libro de estampas con Alfredo Temple; y tan absorta estaba la pareja y tan juntas ambas cabezas, inclinadas sobre el libro, que no parecían darse cuenta de que existía el resto del mundo. Los celos abrasaron a Tom como fuego líquido que corriese por sus venas. Abominaba de sí mismo por haber desperdiciado la ocasión que Becky le había ofrecido para que se reconciliasen. Se llamó idiota y cuantos insultos encontró a mano. Sentía pujos de llorar, de pura rabia. Amy seguía charlando alegremente mientras paseaban, porque estaba loca de contento; pero Tom había perdido el uso de la lengua. No oía lo que Amy le estaba diciendo, y cuando se callaba, esperando una respuesta, no podía él más que balbucear un asentimiento que casi nunca venía a pelo. Procuró pasar una y otra vez por detrás de la escuela, para saciarse los ojos en el tedioso espectáculo; no podía remediarlo. Y le enloquecía ver, o creer que veía que Becky ni por un momento había llegado a sospechar que él estaba allí, en el mundo de los vivos. Pero ella veía, sin embargo; y sabía además que estaba venciendo en la contienda, y gozaba en verle sufrir como ella había sufrido. El gozoso cotorreo de Amy se hizo inaguantable. Tom dejó caer indirectas sobre cosas que tenía que hacer, cosas que no podían aguardar, y el tiempo volaba. Pero en vano: la muchacha no cerraba el pico. Tom pensaba: «¡Maldita sea! ¿Cómo me voy a librar de ella?» Al fin, las cosas que tenía que hacer no pudieron esperar más. Ella dijo cándidamente, que «andaría por allí» al acabarse la escuela. Y él se fue disparado y lleno de rencor contra ella.
– ¡Cualquier otro que fuera…! -pensaba, rechinando los dientes-. ¡Cualquiera otro de todos los del pueblo, menos ese gomoso de San Luis, que presume de elegante y de aristócrata! Pero está bien. ¡Yo te zurré el primer día que pisaste este pueblo y te he de pegar otra vez! ¡Espera un poco que te pille en la calle! Te voy a coger y…
Y realizó todos los actor y movimientos requeridos para dar una formidable somanta a un muchacho imaginario, soltando puñetazos al aire, sin olvidar los puntapiés y acogotamientos.
– ¿Qué? ¿Ya tienes bastante? ¿No puedes más, eh? Pues con eso aprenderás para otra vez.
Y así el vapuleo ilusorio se acabó a su completa satisfacción.
Tom volvió a su casa a mediodía. Su conciencia no podia ya soportar por más tiempo el gozo y la gratitud de Amy, y sus celos tampoco podían soportar ya más la vista del otro dolor. Becky prosiguió la contemplación de las estampas; pero como los minutos pasaban lentamente y Tom no volvió a aparecer para someterlo a nuevos tormentor, su triunfo empezó a nublarse y ella a sentir mortal aburrimiento. Se puso seria y distraída, y después, taciturna. Dos o tres veces aguzó el oído, pero no era más que una falsa alarma. Tom no aparecía. Al fin se sentó del todo desconsolada y arrepentida de haver llevado las cosas a tal extremo. El pobre Alfredo, viendo que se le iba de entre las manos sin saber por qué, seguía exclamando: «¡Aquí hay una preciosa! ¡Mira ésta!», pero ella acabó de perder la paciencia y le dijo: «¡Vaya, no me fastidies! ¡No me gustan!»; y rompió en lágrimas, se levantó, y se fue de allí.
Alfredo la alcanzó y se puso a su lado, dispuesto a consolarla, cuando ella le dijo:
– ¡Vete de aquí y déjame en paz! ¡No te puedo ver!
El muchacho se quedó parado, preguntándose qué es lo que podia haber hecho, pues Becky le había dicho que se estaría viendo las estampas durante todo el asueto de mediodía; y ella siguió su camino llorando. Después Alfredo entró, meditabundo, en la escuela desierta. Estaba humillado y furioso. Fácilmente rastreó la verdad: Becky había hecho de él un instrumento para desahogar su despecho contra un rival. Tal pensamiento no contribuía a disminuir su aborrecimiento hacia Tom. Buscaba el medio de vengarse sin mucho riesgo para su persona. Sus ojos tropezaron con la gramática de su rival. Abrió el libro por la página donde estaba la lección para aquella tarde y la embadurnó de tints. En aquel momento Becky se asomó a una ventana, detrás de él, vio la maniobra y siguió su camino sin ser vista. La niña se volvió a su casa con la idea de buscar a Tom y contarle lo ocurrido: él se lo agradecería y con eso habían de acabar sus mutuas penas. Antes de llegar a medio camino ya había, sin embargo, mudado de parecer. Recordó la conducta de Tom al hablar ella de la merienda, y enrojeció de vergüenza. Y resolvió dejar que le azotasen por el estropicio de la gramática, y aborrecerlo eternamente, de añadidura.
Tom llegó a su casa de negrísimo humor, y las primeras palabras de su tía le hicieron ver que había traído sus penas a un mercado ya abastecido, donde tendrían poca salida:
– Tom, me están dando ganas de desollarte vivo.
– ¿Pues, qué he hecho, tía?
– Pues has hecho de sobra. Me voy, ¡pobre de mí!, a ver a Sereny Harper, como una vieja boba que soy, figurándome que le iba a hacer creer todas aquellas simplezas de tus sueños, cuando me encuentro con que ya había descubierto, por su Joe, que tú habías estado aquí y que habías escuchado todo lo que dijimos aquella noche. Tom ¡no sé en lo que puede venir a parar un chico capaz de hacer una cosa parecida! Me pongo mala de pensar que hayas podido dejarme ir a casa de Sereny Harper y ponerme en ridículo, y no decir palabra.
Éste era un nuevo aspecto de la cuestión. Su agudeza de por la mañana le había parecido antes una broma ingeniosa y saladísima. Ahora sólo le parecía una estúpida villanía. Dejó caer la cabeza y por un momento no supo qué decir.
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