Mark Twain - Las aventuras de Tom Sawyer

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Las aventuras de Tom Sawyer: краткое содержание, описание и аннотация

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«La mayoría de las aventuras que refiero en este libro son reflejo de la realidad, una o dos me han ocurrido a mí mismo, el resto son anécdotas de otros niños, compañeros míos de la escuela. Huck Finn ha existido, Tom Sawyer también, si bien no se trata de un solo individuo, es una combinación de las características de tres chiquillos amigos. Es pues un trabajo arquitectónico de orden compuesto.
Las raras supersticiones de las que doy fe prevalecían entre los niños y los esclavos del Oeste en la época de este relato.
A pesar de que destino este libro a pasatiempo de muchachos, espero que no lo despreciarán los hombres ni las mujeres, ya que en parte está compuesto con la idea de despertar recuerdos del pasado en los adultos y exponer cómo sentían, pensaban y hablaban, y en qué raras empresas se embarcaban».

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– Tiíta -dijo por fin-, quisiera no haberlo hecho, pero no pensé…

– ¡Diablo de chico! ¡No piensas nunca! No piensas nunca en nada como no sea en tu propio egoísmo. Pudiste pensar en venir hasta aquí desde la isla de Jackson para reírte de nuestros apuros, y no se te ocurrió no ponerme en berlina con una mentira como la del sueño; pero tú nunca piensas en tener lástima de nosotros ni en evitarnos penas.

– Tía, ya sé que fue una maldad, pero lo hice sin intención; te juro que sí. No vine aquí a burlarme aquella noche.

– ¿Pues a qué venías entonces?

– Era para decirle que no se apurase por nosotros, porque no nos habíamos ahogado.

– ¡Tom, Tom! ¡Qué contenta estaría si pudiera creer que eras capaz de tener un pensamiento tan bueno como ése!; pero bien sabes tú que no lo has tenido…; bien lo sabes.

– De veras que sí, tía. Que no me mueva de aquí si no lo tuve.

– No mientas, Tom, no mientas. Con eso no haces más que agravarlo.

– No es mentira, tía, es la pura verdad. Quería que usted no estuviera pasando malos ratos; para eso sólo vine aquí.

– No sé lo que daría por creerlo: eso compensaría por un sinfín de pecados, Tom. Casi me alegraría de que hubieses hecho la diablura de escaparte; pero no es creíble, porque ¿cómo fue que no lo dijiste, criatura?

– Pues mire, tía: cuando empezaron a hablar de los funerales me vino la idea de volver allí y escondernos en la iglesia, y, no sé cómo, no pude resistir la tentación, y no quise echarla a perder. De modo que me volví a meter la corteza en el bolsillo y no abrí el pico.

– ¿Qué corteza?

– Una corteza donde había escrito diciendo que nos habíamos hecho piratas. ¡Ojalá se hubiera usted despertado cuando la besé!, lo digo de veras.

El severo ceño de la tía se dulcificó y un súbito enternecimiento apareció en sus ojos.

– ¿Me besaste, Tom?

– Pues sí, la besé.

– ¡Estás seguro, Tom?

– Sí, tía, sí. Seguro.

– ¿Por qué me besaste?

– Porque la quiero tanto, y estaba usted allí llorando, y yo lo sentía mucho.

– ¡Pues bésame otra vez, Tom!…, y ya estás marchándote a la escuela; y no me muelas más.

En cuanto él se fue corrió ella a una alacena y sacó los restos de la chaqueta con que Tom se había lanzado a la piratería. Pero se detuvo de pronto, con ella en la mano, y se dijo a sí misma:

– No, no me atrevo. ¡Pobrecito! Me figuro que ha mentido…, pero es una santa mentira, porque ¡me consuela tanto! Espero que el Señor…, sé que el Señor se la perdonará, porque la ha dicho de puro buen corazón. Pero no quiero descubrir que ha sido mentira y no quiero mirar.

Volvió a guardar la chaqueta, y se quedó allí, musitando un momento. Dos veces alargó la mano, para volver a coger la prenda, y las dos veces se contuvo. Una vez más repitió el intento, y se reconfortó con esta reflexión: «Es una mentira buena…, es una mentira buena…, no ha de causar pesadumbre». Registró el bolsillo de la chaqueta. Un momento después estaba leyendo, a través de las lágrimas, lo que Tom había escrito en la corteza, y se decía:

– ¡Le perdonaría ahora al chico aunque hubiera cometido un millón de pecados!

CAPÍTULO XX

Había algo en el ademán y en la expresión de tía Polly cuando besó a Tom que dejó los espíritus de éste limpios de melancolía y le tornó de nuevo feliz y contento. Se fue hacia la escuela, y tuvo la suerte de encontrarse a Becky en el camino. Su humor del momento determinaba siempre sus actos. Sin un instante de vacilación corrió a ella y le dijo:

– Me he portado suciamente esta mañana, Becky. Nunca, nunca lo volveré a hacer mientras viva. ¿Vamos a echar pelillos a la mar?

La niña se detuvo y le miró, desdeñosa, cara a cára.

– Le agradeceré a usted que se quite de mi presencia, señor Thomas Sawyer. En mi vida volveré a hablarle.

Echó atrás la cabeza y siguió adelante. Tom se quedó tan estupefacto que no tuvo ni siquiera la presencia de ánimo para decirle: «¡Y a mí qué me importa!», hasta que el instante oportuno había ya pasado. Así es que nada dijo, pero temblaba de rabia. Entró en el patio de la escuela. Querría que Becky hubiera sido un muchacho, imaginándose la tunda que le daría si así fuera. A poco se encontró con ella, y al pasar le dijo una indirecta mortificante. Ella le soltó otra, y la brecha del odio que los separaba se hizo un abismo. Le parecía a Becky, en el acaloramiento de su rencor, que no llegaba nunca la hora de empezar la clase: tan impaciente estaba de ver a Tom azotado por el menoscabo de la gramática. Si alguna remota idea le quedaba de acusar a Alfredo Temple, la injuria de Tom la había desvanecido por completo.

No sabía la pobrecilla que pronto ella misma se iba a encontrar en apuros. El maestro míster Dobbins había alcanzado la edad madura con una ambición no satisfecha. El deseo de su vida habia sido llegar a hacerse doctor; pero la pobreza le había condenado a no pasar de maestro de la escuela del pueblo. Todos los días sacaba de su pupitre un libro misterioso y se absorbía en su lectura cuando las tareas de la clase se lo permitían. Guardaba aquel libro bajo llave. No había un solo chicuelo en la escuela que no pereciese de ganas de echarle una ojeada, pero nunca se les presentó ocasión. Cada chico y cada chica tenía su propia hipótesis acerca de la naturaleza de aquel libro; pero no había dos que coincidieran, y no había manera de llegar a la verdad del caso. Ocurrió que al pasar Becky junto al pupitre, que estaba inmediato a la puerta, vio que la llave estaba en la cerradura. Era un instante único. Echó una rápida mirada en derredor: estaba sola, y en un momento tenía el libro en las manos. El título, en la primera página, nada le dijo: «Anatomía, por el profesor Fulánez»; así es que pasó más hojas y se encontró con un lindo frontispicio en colores en el que aparecía una figura humana. En aquel momento una sombra cubrió la página, y Tom Sawyer entró en la sala y tuvo un atisbo de la estampa. Becky arrebató el libro para cerrarlo, y tuvo la mala suerte de rasgar la página hasta la mitad. Metió el volumen en el pupitre, dio la vuelta a la llave y rompió a llorar de enojo y vergüenza.

– Tom Sawyer, eres un indecente en venir a espiar lo que una hace y a averiguar lo que está mirando.

– ¿Cómo podía yo saber que estabas viendo eso?

– Vergüenza te debía dar, porque bien sabes que vas a acusarme. ¡Qué haré, Dios mío, qué haré! ¡Me van a pegar y nunca me habían pegado en la escuela!

Después dio una patada en el suelo y dijo:

– ¡Pues sé todo lo innoble que quieras! Yo sé una cosa que va a pasar. ¡Te aborrezco! ¡Te odio! -y salió de la clase, con una nueva explosión de llanto.

Tom se quedó inmóvil, un tanto perplejo por aquella arremetida.

– ¡Qué raras y qué tontas son las chicas! -se dijo-. ¡Que no la han zurrado nunca en la escuela!… ¡Bah!, ¿qué es una zurra? Chica había de ser: son todas tan delicaditas y tan miedosas… Por supuesto, que no voy a decir nada de esta tonta a Dobbins, porque hay otros medios de que me las pague que no son tan sucios. ¿Qué pasará? Dobbins va a preguntar quién le ha roto el libro. Nadie va a contestar. Entonces hará lo que hace siempre: preguntar a una por una, y cuando llega a la que lo ha hecho lo sabe sin que se lo diga. A las chicas se les conoce en la cara. Después le pegará. Becky se ha metido en un mal paso y no le veo salida. Tom reflexionó un rato, y luego añadió: «Pues le está bien. A ella le gustaría verme a mí en el mismo aprieto: pues que se aguante.»

Tom fue a reunirse con sus bulliciosos compañeros. Poco después llegó el maestro, y empezó la clase. Tom no puso gran atención en el estudio. Cada vez que miraba al lado de la sala donde estaban las niñas, la cara de Becky le turbaba. Acordándose de todo lo ocurrido, no quería compadecerse de ella, y sin embargo, no podía remediarlo. No podía alegrarse sino con una alegría falsa. Ocurrió a poco el descubrimiento del estropicio en la gramática, y los pensamientos de Tom tuvieron harto en qué ocuparse con sus propias cuitas durante un rato. Becky volvió en sí de su letargo de angustia y mostró gran interés en tal acontecimiento. Esperaba que Tom no podría salir del apuro sólo con negar que él hubiera vertido la tinta, y tenía razón. La negativa no hizo más que agravar la falta. Becky suponía que iba a gozar con ello, y quiso conventerse de que se alegraba; pero descubrió que no estaba segura de que así era. Cuando llegó lo peor, sintió un vivo impulso de levantarse y acusar a Alfredo, pero se contuvo haciendo un esfuerzo, y dijo para sí: «Él me va a acusar de haber roto la estampa. Estoy segura. No diré ni palabra, ni para salvarle la vida.»

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