Mark Twain - Las aventuras de Tom Sawyer

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Las aventuras de Tom Sawyer: краткое содержание, описание и аннотация

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«La mayoría de las aventuras que refiero en este libro son reflejo de la realidad, una o dos me han ocurrido a mí mismo, el resto son anécdotas de otros niños, compañeros míos de la escuela. Huck Finn ha existido, Tom Sawyer también, si bien no se trata de un solo individuo, es una combinación de las características de tres chiquillos amigos. Es pues un trabajo arquitectónico de orden compuesto.
Las raras supersticiones de las que doy fe prevalecían entre los niños y los esclavos del Oeste en la época de este relato.
A pesar de que destino este libro a pasatiempo de muchachos, espero que no lo despreciarán los hombres ni las mujeres, ya que en parte está compuesto con la idea de despertar recuerdos del pasado en los adultos y exponer cómo sentían, pensaban y hablaban, y en qué raras empresas se embarcaban».

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Tom recibió la azotaina y se volvió a su asiento sin gran tribulación, pues pensó que no era difícil que él mismo, sin darse cuenta, hubiera vertido la tinta al hacer alguna cabriola. Había negado por pura fórmula y porque era costumbre, y había persistido en la negativa por cuestión de principio.

Transcurrió toda una hora. El maestro daba cabezadas en su trono; el monótono rumor del estudio incitaba al sueño. Después míster Dobbins se irguió en su asiento, bostezó, abrió el pupitre y alargó la mano hacia el libro, pero parecía indeciso entre cogerlo o dejarlo. La mayor parte de los discípulos levantaron la mirada lánguidamente; pero dos de entre ellos seguían los movimientos del maestro con los ojos fijos, sin pestañear. Míster Dobbins se quedó un rato palpando el libro, distraído, y por fin lo sacó y se acomodó en la silla para leer.

Tom lanzó una mirada a Becky. Había visto una vez un conejo perseguido y acorralado, frente al cañón de una escopeta, que tenía idéntico aspecto. Instantáneamente olvidó su querella. ¡Pronto!, ¡había que hacer algo y que hacerlo en un relámpago! Pero la misma inminencia del peligro paralizaba su inventiva. ¡Bravo! ¡Tenía una inspiración! Lanzarse de un salto, coger el libro y huir por la puerta como un rayo…; pero su resolución titubeó por un breve instante, y la oportunidad había pasado: el maestro abrió el libro. ¡Si la perdida ocasión pudiera volver! Pero ya no había remedio para Becky, pensó. Un momento después el maestro se irguió amenazador. Todos los ojos se bajaron ante su mirada: había algo en ella que hasta al más inocente sobrecogía. Hubo un momentáneo silencio; el maestro estaba acumulando su cólera. Después habló:

– ¿Quién ha rasgado este libro?

Profundo silencio. Se hubiera oído volar una mosca. La inquietud continuaba: el maestro examinaba cara por cara, buscando indicios de culpabilidad.

– Benjamín Rogers, ¿has rasgado tú este libro?

Una negativa. Otra pausa.

Joseph Harper, ¿has sido tú?

Otra negativa. El nerviosismo de Tom se iba haciendo más y más violenta bajo la lenta tortura de aquel procedimiento. El maestro recorrió con la mirada las filas de los muchachos, meditó un momento, y se volvió hacia las niñas.

– ¿Amy Lawrence?

Un sacudimiento de cabeza.

– ¿Gracia Miller?

La misma señal.

– Susana Harper, ¿has sido tú?

Otra negativa. La niña inmediata era Becky. La excitación y lo irremediable del caso hacía temblar a Tom de la cabeza a los pies.

– Rebeca Thatcher… (Tom la miró: estaba lúcida de terror) , ¿has sido tú?…; no, mírame a la cara… (La niña levantó las manos suplicantes.) ¿Has sido tú la que has rasgado el libro?

Una idea relampagueó en el cerebro de Tom. Se pusó en pie y gritó:

– ¡He sido yo!

Toda la clase se le quedó mirando, atónita ante tamaña locura. Tom permaneció un momento inmóvil, recuperando el uso de sus dispersas facultades; y cuando se adelantó a recibir el castigo, la sorpresa, la gratitud, la adoración que leyó en los ojos de la pobre Becky le parecieron paga bastante para cien palizas. Enardecido por la gloria de su propio acto sufrió sin una queja el más despiadado vapuleo que el propio míster Dobbins jamás había administrado; y también recibió con indiferencia la cruel noticia de que tendría que permanecer allí dos horas con él a la puerta hasta el término de su cautividad y sin lamentar el aburrimiento de la espera.

Tom se fue aquella noche a la cama madurando planes de venganza contra Alfredo Temple, pues, avergonzada y contrita, Becky le había contado todo, sin olvidar su propia traición; pero la sed de venganza tuvo que dejar el paso a más gratos pensamientos, y se durmió al fin con las últimas palabras de Becky sonándole confusamente en el oído:

– Tom, ¿cómo podrás ser tan noble?

CAPÍTULO XXI

Las vacaciones se acercaban. El maestro, siempre severo, se hizo más irascible y tiránico que nunca, pues tenía gran empeño en que la clase hiciera un lucido papel el día de los exámenes. La vara y la palmeta rara vez estaban ociosas, al menos entre los discípulos más pequeños. Sólo los muchachos espigados y las señoritas de dieciocho a veinte escaparon a los vapuleos. Los que administraba míster Dobbins eran en extremo vigorosos, pues aunque tenía, bajo la peluca, el cráneo mondo y coruscante, todavía era joven y no mostraba el menor síntoma de debilidad muscular. A medida que el gran día se acercaba todo el despotismo que tenía dentro salió a la superficie: parecía que gozaba, con maligno y rencoroso placer, en castigar las más pequeñas faltas. De aquí que los rapaces más pequeños pasasen los días en el terror y el tormento y las noches ideando venganzas. No desperdiciaban ocasión de hacer al maestro una mala pasada. Pero él les sacaba siempre ventaja. El castigo que seguía a cada propósito de venganza realizado era tan arrollador a impotente que los chicos se retiraban siempre de la palestra derrotados y maltrechos. Al fin se juntaron para conspirar y dieron con un plan que prometía una deslumbrante victoria. Tomaron juramento al chico del pintor-decorador, le confiaron el proyecto y le pidieron su ayuda. Tenía él hartas razones para prestarla con júbilo, pues el maestro se hospedaba en su casa y había dado al chico infinitos motivos para aborrecerle. La mujer del maestro se disponía a pasar unos días con una familia en el campo, y no habría inconvenientes para realizar el plan. El maestro se apercibía siempre para las grandes ocasiones poniéndose a medios pelos, y el hijo del pintor prometió que cuando el dómine llegase al estado preciso, en la tarde del día de los exámenes, él «arreglaría» la cosa mientras el otro dormitaba en la silla, y después harían que lo despertasen con el tiempo justo para que saliera precipitadamente hacia la escuela.

En la madurez de los tiempos llegó la interesante ocasión. A las ocho de la noche la escuela estaba brillantemente iluminada y adornada con guirnaldas y festones de follaje y de flores. El maestro estaba entronizado en su poltrona, con el encerado detrás de él. Parecía un tanto suavizado y blando. Tres filas de bancos a cada lado de él y seis enfrente estaban ocupados por los dignatarios de la población y por los padres de los escolares. A la izquierda, detrás de los invitados, había una espaciosa plataforma provisional, en la cual estaban sentados los alumnos que iban a tomar parte en los ejercicios: filas de párvulos relavados y emperifollados hasta un grado de intolerable embarazo y malestar: filas de bigardones encogidos y zafios; nevados bancos de niñas y señoritas vestidas de blanco linón y muselina y muy preocupadas de sus brazos desnudos, de las alhajas de sus abuelas, de sus cintas azules y rojas y de las flores que llevaban en el pelo; y todo el resto de la escuela estaba ocupado por los escolares que no tomaban parte en el acto.

Los ejercicios comenzaron. Un chico diminuto se levantó y, hurañamente, recitó lo de «no podían ustedes esperar que un niño de mi coma edad hablase en público», etc., etc., acompañándose con los ademanes trabajosos, exactos y espasmódicos que hubiera empleado una máquina, suponiendo que la máquina estuviese un tanto desarreglada. Pero salió del trance sano y salvo, aunque atrozmente asustado, y se ganó un aplauso general cuando hizo su reverencia manufacturada y se retiró.

Una niña ruborizada tartamudeó «María tuvo un corderito», etc., hizo una cortesía que inspiraba compasión, recibió su recompensa de aplausos y se sentó enrojecida y contenta.

Tom Sawyer avanzó con presuntuosa confianza y se lanzó en el inextinguible discurso «O libertad o muerte» con briosa furia y frenética gesticulación, y se atascó a la mitad. Un terrible pánico le sobrecogió de pronto, las piernas le flaquearon y le faltaba la respiración. Verdad es que tenía la manifiesta simpatía del auditorio…, pero también su silencio, que era aún peor que la simpatía. El maestro frunció el ceño, y esto colmó el desastre. Aún luchó un rato, y después se retiró, completamente derrotado. Surgió un débil aplauso, pero murió al nacer.

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