– Se me ha perdido la navaja. Más vale que vaya a buscarla.
Tom dijo, con temblorosos labios y tartamudeando:
– Voy a ayudarte. Tú te vas por allí y yo buscaré junto a la fuente. No, no vengas Huck, nosotros la encontraremos.
Huck se volvió a sentar y esperó una hora. Entonces empezó a sentirse solitario y marchó en busca de sus compañeros.Los encontró muy apartados, en el bosque, ambos palidísimos y profundamente dormidos. Pero algo le hizo saber que, si habían tenido alguna incomodidad, se habían desembarazado de ella.
Hablaron poco aquella noche a la hora de la cena. Tenían un aire humilde, y cuando Huck preparó su pipa después del ágape y se disponía a preparar las de ellos, dijeron que no, que no se sentían bien…: alguna cosa habían comido a mediodía que les había sentado mal.
A eso de medianoche Joe se despertó y llamó a los otros. En el aire había una angustiosa pesadez, como el presagio amenazador de algo que se fraguaba en la oscuridad. Los chicos se apiñaron y buscaron la amigable compañía del fuego, aunque el calor bochornoso de la atmósfera era sofocante. Permanecieron sentados, sin moverse, sobrecogidos, en anhelosa espera. Mas allá del resplandor del fuego todo desaparecía en una negrura absoluta. Una temblorosa claridad dejó ver confusamente el follaje por un instante y se extinguió en seguida. Poco después vino otra algo más intensa, y otra y otra la siguieron. Se oyó luego como un débil lamento que suspiraba por entre las ramas del bosque, y los muchachos sintieron un tenue soplo sobre sus rostros, y se estremecieron imaginando que el Espíritu de la noche había pasado sobre ellos. Hubo una pausa, un resplandor espectral convirtió la noche en día y mostró nítidas y distintas hasta las más diminutas briznas de hierba, y mostró también tres caras lividas y asustadas. Un formidable trueno fue retumbando por los cielos y se perdió, con sordas repercusiones, en la distancia. Una bocanada de aire frío barrió el bosque agitando el follaje y esparció como copos de nieve las cenizas del fuego. Otro relámpago cegador iluminó la selva, y tras él siguió el estallido de un trueno que pareció desgajar las copas de los árboles sobre las cabezas de los muchachos. Los tres se abrazaron aterrados, en la densa oscuridad en que todo volvió a sumergirse. Gruesas gotas de lluvia empezaron a golpear las hojas.
– ¡A escape, chicos! ¡A la tienda!
Se irguieron de un salto y echaron a correr, tropezando en las raíces y en las lianas, cada uno por su lado. Un vendaval furioso rugió por entre los árboles sacudiendo y haciendo crujir cuanto encontraba en su camino. Deslumbrantes relámpagos y truenos ensordecedores se sucedían sin pausa. Y después cayó una lluvia torrencial, que el huracán impedía en líquidas sábanas a ras del suelo. Los chicos se llamaban a gritos, pero los bramidos del viento y el retumbar de la tronada, ahogaban por completo sus voces. Sin embargo, se juntaron al fin y buscaron cobijo bajo la tienda, ateridos, temblando de espanto, empapados de agua; pero gozosos de hallarse en compañía en medio de su angustia. No podían hablar por la furia con que aleteaba la maltrecha vela, aunque otros ruidos lo hubiesen permitido. La tempestad crecía por momentos, y la vela, desgarrando sus ataduras, marchó volando en la turbonada. Los chicos, cogidos de la mano, huyeron, arañándose y dando tumbos, a guarecerse bajo un gran roble que se erguía a la orilla del río. La batalla estaba en su punto culminante. Bajo la incesante deflagración de los relámpagos que flameaban en el cielo todo se destacaba crudamente y sin sombras; los árboles doblegados, el río ondulante cubierto de blancas espumas, que el viento arrebataba, y las indecisas líneas de los promontorios y acantilados de la otra orilla, se vislumbraban a ratos a través del agitado velo de la oblicua lluvia. A cada momento algún árbol gigante se rendía en la lucha y se desplomaba con estruendosos chasquidos sobre los otros más jóvenes, y el fragor incesante de los truenos culminaba ahora en estallidos repentinos y rápidos, explosiones que desgarraban el oído y producían indecible espanto. La tempestad realizó un esfuerzo supremo, como si fuera a hacer la isla pedazos, incendiarla, sumergirla hasta los ápices de los árboles, arrancarla de su sitio y aniquilar a todo ser vivo que en ella hubiese, todo a la vez, en el mismo instante. Era una tremenda noche para pasarla a la intemperie aquellos pobres chiquillos sin hogar.
Pero al cabo la batalla llegó a su fin, y las fuerzas contendientes se retiraron, con amenazas y murmullos cada vez más débiles y lejanos, y la paz recuperó sus fueros. Los chicos volvieron al campamento, todavía sobrecogidos de espanto; pero vieron que aún tenían algo que agradecer, porque el gran sicomoro resguardo de sus yacijas no era ya más que una ruina, hendido por los rayos, y no habían estado ellos allí, bajo su cobijo, cuando la catástrofe ocurrió.
Todo en el campamento estaba empapado, incluso la hoguera, pues no eran sino imprevisoras criaturas, como su generación, y no habían tomado precauciones para en caso de lluvia. Gran desdicha era, porque estaban chorreando y escalofriados. Hicieron gran lamentación, pero en seguida descubrieron que el fuego había penetrado tanto bajo el enorme tronco que servía de respaldar a la hoguera, que un pequeño trecho había escapado a la mojadura. Así, pues, con paciente trabajo, y arrimando briznas y cortezas de otros troncos resguardados del chaparrón, consiguieron reanimarlo. Después apilaron encima gran provisión de palos secos, hasta que surgió de nuevo una chisporroteante hoguera, y otra vez se les alegró el corazón. Sacaron el jamón cocido y tuvieron un festín; y sentados después en torno del fuego comentaron, exageraron y glorificaron su aventura nocturna hasta que rompió el día, pues no había un sitio seco donde tenderse a dormir en todos aquellos alrededores.
Cuando el sol empezó a acariciar a los muchachos sintieron éstos invencible somnolencia y se fueron al banco de arena a tumbarse y dormir. El sol les abrazó la piel muy a su sabor, y mohínos se pusieron a preparar el desayuno. Después se sintieron con los cuerpos anquilosados, sin coyunturas, y además un tanto nostálgicos de sus casas. Tom vio los síntomas, y se puso a reanimar a los piratas lo mejor que pudo. Pero no sentían ganas de canicas, ni de circo, ni de nadar, ni de cosa alguna. Les hizo recordar el importante secreto, y así consiguió despertar en ellos un poco de alegría. Antes de que se desvaneciese, logró interesarlos en una nueva empresa. Consistía en dejar de ser piratas por un rato y ser indios, para variar un poco. La idea los sedujo: así es que se desnudaron en un santiamén y se embadurnaron con barro, a franjas, como cebras. Los tres eran jefes, por supuesto, y marcharon a escape, a través del bosque, a atacar un poblado de colonos ingleses.
Después se dividieron en tres tribus hostiles, y se dispararon flechas unos a otros desde emboscadas, con espeluznantes gritos de guerra, y se mataron y se arrancaron las cabelleras por miles. Fue una jornada sangrienta y, por consiguiente, satisfactoria.
Se reunieron en el campamento a la hora de cenar, hambrientos y felices. Pero surgió una dificultad: indios enemigos no podían comer juntos el pan de la hospitalidad sin antes hacer las paces, y esto era, simplemente, una imposibilidad sin fumar la pipa de la paz. Jamás habían oído de ningún otro procedimiento. Dos de los salvajes casi se arrepentían de haber dejado de ser piratas. Sin embargo, ya no había remedio, y con toda la jovialidad que pudieron simular pidieron la pipa y dieron su chupada, según iba pasando a la redonda, conforme al rito.
Y he aquí que se dieron por contentos de haberse dedicado al salvajismo, pues algo habían ganado con ello: vieron que ya podían fumar un poco sin tener que marcharse a buscar navajas perdidas, y que no se llegaban a marear del todo. No era probable que por la falta de aplicación, desperdiciasen tontamente tan halagüeñas esperanzas como aquello prometía. No; después de cenar prosiguieron, con prudencia, sus ensayos, y el éxito fue lisonjero, pasando por tanto, una jubilosa velada. Se sentían más orgullosos y satisfechos de su nueva habilidad que lo hubieran estado de mondar y pelar los cráneos de las tribus de las Seis Naciones. Dejémoslos fumar, charlar y fanfarronear, pues por ahora no nos hacen falta.
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