Más tarde sacaron las canicas y jugaron con ellas a todos los juegos conocidos, hasta que se hastiaron de la diversión. Joe y Huck se fueron otra vez a nadar, pero Tom no se atrevió porque, al echar los pantalones por el aire, había perdido la pulsera de escamas de serpiente de cascabel que llevaba en el tobillo. Cómo había podido librarse de un calambre tanto tiempo sin la protección de aquel misterioso talismán, era cosa que no comprendía. No se determinó a volver al agua hasta que lo encontró, y para entonces ya estaban los otros fatigados y con ganas de descansar. Poco a poco se desperdigaron, se pusieron melancólicos y miraban anhelosos, a través del ancho río, al sitio donde el pueblo sesteaba al sol. Tom se sorprendió a sí mismo escribiendo Becky en la arena con el dedo gordo del pie; lo borró y se indignó contra su propia debilidad. Pero, sin embargo, lo volvió a escribir de nuevo; no podía remediarlo. Lo borró una vez más, y para evitar la tentación fue a juntarse con los otros.
Pero los ánimos de Joe habían decaído a un punto en que ya no era posible levantarlos. Sentía la querencia de su casa y ya no podía soportar la pena de no volver a ella. Tenía las lágrimas prontas a brotar. Huck también estaba melancólico. Tom se sentía desanimado, pero luchaba para no mostrarlo. Tenía guardado un secreto que aún no estaba dispuesto a revelar; pero si aquella desmoralización de sus secuaces no desaparecía pronto no tendría más remedio que descubrirlo. En tono amistoso y jovial les dijo:
– Apostaría a que ya ha habido piratas en esta isla. Tenemos que explorarla otra vez. Habrán escondido tesoros por aquí. ¿Qué os parecería si diésemos con un cofre carcomido todo lleno de oro y plata, eh?
Pero no despertó más que un desmayado entusiasmo, que se desvaneció sin respuesta. Tom probó otros medios de seducción, pero todos fallaron: era ingrata a inútil tarea. Joe estaba sentado, con fúnebre aspecto, hurgando la arena con un palo, y al fin dijo:
– Vamos, chicos, dejemos ya esto. Yo quiero irme a casa. Está esto tan solitario…
– No, Joe, no; ya te encontrarás mejor poco a poco -dijo Tom-. Piensa en lo que podemos pescar aquí.
– No me importa la pesca. Lo que quiero es ir a casa.
– Pero mira que no hay otro sitio como éste para nadar…
– No me gusta nadar. Por lo menos, parece como que no me gusta cuando no tengo a nadie que me diga que no lo haga. Me vuelvo a mi casa.
– ¡Vaya un nene! Quieres ver a tu mamá, por supuesto.
– Sí, quiero ver a mi madre; y también tú querrías si la tuvieses. ¡El nene serás tú! -Y Joe hizo un puchero.
– Bueno, bueno; que se vuelva a casa el niño llorón con su mamá, ¿no es verdad, Huck? ¡Pobrecito, que quiere ver a su mamá! Pues que la vea… A ti te gusta estar aquí, ¿no es verdad, Huck? Nosotros nos quedaremos, ¿no es eso?
Huck dijo un «Sí…» por compromiso.
– No me vuelvo a juntar contigo mientras viva -dijo Joe levantándose-. ¡Ya está! -y se alejó enfurruñado y empezó a vestirse.
– ¿Qué importa? -dijo Tom-. ¡Como si yo quisiera juntarme! Vuélvete a casa para que se rían de ti. ¡Vaya un pirata! Huck y yo no somos nenes lloricones. Aquí nos estamos, ¿verdad, Huck? Que se largue si quiere. Podemos pasar sin él.
Pero Tom estaba, sin embargo, inquieto, y se alarmó al ver a Joe, que ceñudo, seguía vistiéndose. También era poco tranquilizador ver a Huck, que miraba aquellos preparativos con envidia y guardaba un ominoso silencio. De pronto, Joe, sin dedir palabra, empezó a vadear hacia la ribera de Illinois, A Tom se le encogió el corazón. Miró a Huck. Huck no pudo sostener la mirada y bajó los ojos.
– También yo quiero irme, Tom -dijo-; se iba poniendo esto muy solitario, y ahora lo estará más. Vámonos nosotros también.
– No quiero: podéis iros todos si os da la gana. Estoy resuelto a quedarme.
– Tom, pues yo creo que es mejor que me vaya.
– Pues vete… ¿quién te lo impide?
Huck empezó a recoger sus pingos dispersos, y después dijo:
– Tom, más valiera que vinieras tú. Piénsalo bien. Te esperaremos cuando lleguemos a la orilla.
– Bueno; pues vais a esperar un rato largo.
Huck echó a andar apesadumbrado y Tom le siguió con la mirada, y sentía un irresistible deseo de echar a un lado su amor propio y marcharse con ellos. Tuvo una lucha final con su vanidad y después echó a comer tras su compañero gritando:
– ¡Esperad! ¡Esperad! ¡Tengo que deciros una cosa!
Los otros se detuvieron aguardándole. Cuando los alcanzó comenzó a explicarles su secreto, y le escucharon de mala gana hasta que al fin vieron «dónde iba a parar», y lanzaron gritos de entusiasmo y dijeron que era una cosa «de primera» y que si antes se lo hubiera dicho no habrían pensado en irse. Tom dio una disculpa aceptable; pero el verdadero motivo de su tardanza había sido el terror de que ni siquiera el secreto tendría fuerza bastante para retenerlos a su lado mucho tiempo, y por eso lo había guardado como el último recurso para seducirlos.
Los chicos dieron la vuelta alegremente y tornaron a sus juegos con entusiasmo, hablando sin cesar del estupendo plan de Tom y admirados de su genial inventiva. Después de una gustosa comida de huevos y pescado Tom declaró su intención de aprender a fumar allí mismo. A Joe le sedujo la idea y añadió que a él también le gustaría probar. Así, pues, Huck fabricó las pipas y las cargó. Los dos novicios no habían fumado nunca más que cigarros hechos de hojas secas, los cuales, además de quemar la lengua, eran tenidos por cosa poco varonil.
Tendidos, y reclinándose sobre los codos, empezaron a fumar con brio y con no mucha confianza. El humo sabía mal y carraspeaban a menudo; pero Tom dijo:
– ¡Bah! ¡Es cosa fácil! Si hubiera sabido que no era más que esto hubiera aprendido mucho antes.
– Igual me pasa a mí -dijo Joe-. Esto no es nada.
– Pues mira -prosiguió Tom-. Muchas veces he visto fumar a la gente, y decía: «¡Ojalá pudiera yo fumar!»; pero nunca se me ocurrió que podría. Eso es lo que me pasaba, ¿no es verdad, Huck? ¿No me lo has oído decir?
– La mar de veces -contestó Huck.
– Una vez lo dije junto al matadero, cuando estaban todos los chicos delante. ¿Te acuerdas, Huck?
– Eso fue el día que perdí la canica blanca… No, el día antes.
– Podría estar fumando esta pipa todo el día -dijo Joe-. No me marea.
– Ni a mí tampoco -dijo Tom-; pero apuesto a que Jeff Thatcher no era capaz.
– ¿Jeff Thatcher! ¡Ca! Con dos chupadas estaba rodando por el suelo. Que haga la prueba. ¡Lo que yo daría porque los chicos nos estuviesen viendo ahora!
– ¡Y yo! Lo que tenéis que hacer es no decir nada, y un día, cuando estén todos juntos, me acerco y te digo: «Joe, ¿tienes tabaco? Voy a echar una pipa». Y tú dices, así como si no fuera nada: «Sí, tengo mi pipa vieja y además otra; pero el tabaco vale poco». Y yo te digo: «¡Bah!, ¡con tal de que sea fuerte…!» Y entonces sacas las pipas y las encendemos, tan frescos, y ¡habrá que verlos!
– ¡Qué bien va a estar! ¡Qué lástima que no pueda ser ahora mismo, Tom!
– Y cuando nos oigan decir que aprendimos mientras estábamos pirateando, ¡lo que darían por haberlo hecho ellos también!
Así siguió la charla; pero de pronto empezó a flaquear un poco y a hacerse desarticulada. Los silencios se prolongaban y aumentaban prodigiosamente las expectoraciones. Cada poro dentro de las bocas de los muchachos se había convertido en un surtidor y apenas podían achicar bastante deprisa las lagunas que se les formaban bajo las lenguas, para impedir una inundación; frecuentes desbordamientos les bajaban por la garganta a pesar de todos sus esfuerzos, y cada vez les asaltaban repentinas náuseas. Los dos chicos estaban muy pálidos y abatidos. A Joe se le escurrió la pipa de entre los dedos fláccidos. La de Tom hizo lo mismo. Ambas fuentes fluían con ímpetu furioso, y ambas bombas achicaban a todo vapor. Joe dijo con voz tenue:
Читать дальше