Minette Walters - La Ley De La Calle

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Acid Row es una barriada de viviendas baratas. Una tierra de nadie donde reina la miseria, ocupada por madres solteras y niños sin padre, y en la que los jóvenes, sometidos a la droga, son dueños de las calles. En este clima enrarecido se presenta la doctora Sophie Morrison para atender a un paciente. Lo que menos podía imaginar es que quien había requerido sus servicios era un conocido pederasta. Acaba de desaparecer una niña de diez años y el barrio entero parece culpar a su paciente, de modo que Sophie se encuentra en el peor momento y en el lugar menos indicado. Oleadas de rumores sin fundamento van exaltando los ánimos de la multitud, que no tarda en dar rienda suelta a su odio contra el pederasta, las autoridades y la ley. En este clima de violencia y crispación, Sophie se convierte en pieza clave del desenlace del drama.
Minette Walters toma en esta novela unos acabados perfiles psicológicos, al tiempo que denuncia la dureza de la vida de los sectores más desfavorecidos de la sociedad británica. Aunque su sombría descripción de los hechos siempre deja un lugar a la esperanza…
«La ley de la calle resuena como la sirena de la policía en medio de la noche. Un thriller impresionante.» Daily Mail
«Impresionante. Walters hilvana magistralmente las distintas historias humanas con la acción. Un cóctel de violencia terrorífico y letal.» The Times
«Una lectura apasionante, que atrapa, cuya acción transcurre a un ritmo vertiginoso… Una novela negra memorable.» Sunday Express
«Un logro espectacular.» Daily Telegraph

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A raíz de dichos sucesos el News of the World suspendió su campaña tras haber prometido desde el principio «señalar y avergonzar» a todos los pederastas del Reino Unido. «Nuestra labor se centrará a partir de ahora en obligar al gobierno a actuar de acuerdo con la ley de Megan -declaró el asediado director del periódico-, y no dudaremos en señalar y avergonzar a todo político que se interponga en nuestro camino».

El debate sobre cómo abordar la cuestión de la pederastía continúa. Sin embargo, las estadísticas revelan que miles de niños se encuentran en una situación de mayor riesgo en sus propias casas que en la calle. A raíz de un proceso celebrado recientemente en el que se juzgaba a varios pederastas que compartían imágenes indecentes de menores por internet, un portavoz de la policía apuntó un elemento doméstico inquietante en la pornografía que se exhibe hoy en día. «Antes la pornografía infantil se filmaba en estudios -señaló-, pero últimamente parece como si las imágenes estuvieran rodadas en el interior de las casas de los menores. Se ven juguetes en segundo plano, lo que indica que uno o ambos progenitores estaban involucrados en el abuso». Por muy cómoda que resulte la creencia de que solo los desconocidos con tendencias sádicas abusan de los menores, nos equivocamos de enfoque si solo nos centramos en la pederastía fuera del entorno doméstico. A la pequeña Anna Climbie la torturaron y asesinaron las personas que en teoría debían cuidar de ella. Infinidad de bebés mueren por las violentas sacudidas que reciben a manos de sus cuidadores enfurecidos. El teléfono de atención al menor recibe 15. 000 llamadas diarias de niños angustiados. La mayor parte de los abusos sexuales se cometen en el seno del hogar. La mayoría de los pederastas sufrieron abusos sexuales durante su infancia. La pornografía infantil existe porque los padres colaboran, venden o empujan a sus pequeños a la corrupción.

¿Estamos preparados ya para «señalar y avergonzar» a los verdaderos maltratadores?

Anne Catrell

Capítulo 2

20-26 de julio de 2001

La sospecha en Humbert Street se centraba en el número 23, no porque el ocupante tuviera un nombre polaco, sino porque un hombre adulto se había mudado allí hacía poco. Aquella había sido la casa de Mary Fallon hasta que uno de sus cinco hijos murió de neumonía mientras esperaba a que lo operaran por problemas cardíacos. El ayuntamiento se negó a indemnizarlos, pero se apresuró a trasladar a la familia al clima más saludable de la urbanización Portisfield, una zona residencial situada a treinta kilómetros en el otro extremo de la ciudad, más nueva y mucho más atractiva, que se había beneficiado de las lecciones aprendidas con Acid Row.

Después de aquello, el número 23 permaneció vacío durante meses, con las ventanas cerradas con tablas, hasta que los trabajadores del ayuntamiento aparecieron de forma inesperada para airear el lugar al calor del sol de julio, tapar las grietas con pintura y renovar el enlucido. Poco después llegó el nuevo inquilino. ¿O inquilinos? Existía cierta confusión acerca de cuántas personas había en la casa. Los vecinos del 25 afirmaban que había dos hombres -oían el murmullo de voces enfrascadas en plena conversación a través de las paredes-, pero solo uno salía a comprar. Un individuo de mediana edad de cabello rubio rojizo, tez blanca y sonrisa tímida.

También existía confusión sobre cómo y cuándo habían llegado, pues nadie recordaba haber visto un camión de mudanzas en la calle. Se extendió el rumor de que la policía los había escoltado hasta allí a altas horas de la madrugada junto con los muebles, pero la anciana señora Carthew, del número 9, que se pasaba todo el día sentada junto a la ventana, aseguraba que habían llegado en una furgoneta un lunes por la mañana y que ayudaron al conductor a descargar el contenido de la misma. Nadie la creía, porque la mujer tenía más días malos que buenos y parecía poco probable que tuviera la suficiente lucidez para saber que era lunes o recordar siquiera lo sucedido pasado el tiempo.

La idea de la participación de la policía resultaba más atractiva, pues tenía sentido. En especial para los jóvenes, que vivían de la teoría de la conspiración. ¿Por qué habrían traído a aquellos hombres al abrigo de la oscuridad? ¿Por qué el segundo hombre nunca se dejaba ver de día? ¿Por qué tendría la tez tan blanca el que salía a comprar? Era un caso de contaminación. Como algo sacado de Expediente X. Vampiros pervertidos que cazaban en grupo.

La señora Carthew decía que eran padre e hijo, y aseguraba que había abierto la ventana de su casa desde donde siempre miraba para preguntarles si estaba en lo cierto. Nadie le daba crédito porque en Acid Row no había ninguna ventana que una vieja senil pudiera abrir. Se requería escoplo y martillo para hacer palanca y lograr así que una ventana se soltara del marco. Y aunque así hubiera sido, la vivienda de la anciana se encontraba demasiado apartada del 23 para entablar una charla distendida.

La opinión más compartida era que se trataba de una pareja de gays, lo que provocaba por ende el doble de morbo, y las madres con hijas suspiraban aliviadas mientras advertían a los chicos que tuvieran cuidado. Los muchachos rondaron fuera de la casa un par de días, profiriendo insultos y enseñando el culo, pero al ver que no ocurría nada y que nadie se asomaba a las ventanas acabaron por aburrirse y regresaron a los salones recreativos.

La atención de las mujeres no resultaba tan fácil de distraer. Siguieron cotilleando entre sí y dirigiendo su atenta mirada a las idas y venidas en Humbert Street. Algunos de los trabajadores sociales respondían a sus preguntas, pero muy pocas mujeres se tragaban las respuestas, carentes de precisión y abiertas a interpretaciones varias.

«Pues claro que no os van a tirar encima a unos pervertidos solo porque esta sea una urbanización vertedero. Creedme, si hubiera un pederasta peligroso en la zona, yo sería la primera persona en saberlo…»

«Tal vez sea una artimaña ruín para que no perdáis de vista a vuestros hijos…»

«Mirad, hoy día los pederastas condenados se ven sometidos a una vigilancia constante. Son los psicópatas en potencia que vienen de fuera los que deberían preocuparos de verdad…»

Dichas respuestas se repetían hasta la saciedad en la comunidad, de modo que nadie sabía hasta qué punto era fiable la fuente intermediaria. Sin embargo, el hecho de que no pareciera darse ninguna negativa categórica se tomaba como prueba de lo que siempre habían creído.

Había una serie de normas para Acid Row y otras para los demás.

Jueves, 26 de julio de 2001. Nº 21 de Humbert Street.

Urbanización Bassindale

Melanie ofreció a Sophie Morrison una taza de té después de que la doctora dejara a Rosie y Ben oír el latido del bebé a través del estetoscopio. La joven embarazada estaba tumbada en el sofá del salón y reía mientras sus hijos le apretaban la barriga con los deditos para ver si sentían moverse a su hermano o hermana.

– ¿A que son un encanto? -dijo Melanie, que besó los rizos rubios de los críos antes de balancear las piernas para apoyarlas en el suelo y levantarse.

– Sí, me vendría bien una taza de té -afirmó Sophie con una sonrisa mientras veía que dos muchachos se paraban delante de la ventana para mirar boquiabiertos el vientre hinchado al descubierto de Mel-. Tienes público -murmuró.

– Para variar -señaló la joven bajándose el top-. No hay quien mueva un dedo en este lugar sin tener al resto de la humanidad de espectadores.

La de Melanie era una de las casas intermedias de Humbert Street que habían sido divididas hacía treinta años con el fin de crear dos dúplex, uno delante y otro detrás. Una solución mucho más sensata habría sido convertir las propiedades en pisos, pero eso habría supuesto levantar las fachadas para crear nuevas puertas de entrada e instalar costosos sistemas de insonorización bajo el suelo de los pisos superiores. Pero a alguien se le encendió la bombilla en el departamento de urbanismo y se le ocurrió una idea mejor. Resultaría más rápido, más barato y menos problemático para los inquilinos existentes, según su razonamiento, dividir las viviendas por la mitad con paredes de bloques de cemento, rellenar los huecos que quedaran entre casa y casa a ambos lados con nuevas puertas de entrada y escaleras para cada dúplex, y utilizar el pasillo, el hueco de la escalera y el rellano existentes para cocinas y baños.

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