– Sí -respondió Sophie, contenta de pisar terreno firme-. Por fin he conseguido que dé la talla.
– Yo no me casaría con un hombre que no está convencido.
– Era broma, Fay. -La sonrisa se le borró ante el rictus adusto de la otra mujer-. Bueno, tampoco es un bombazo de noticia.
Se echó hacia delante la larga trenza que le llegaba hasta la cintura y empezó a peinársela con los dedos, sin darse cuenta de que así llamaba la atención sobre su juventud sin artificios.
– Fue Melanie Patterson quien me lo contó -señaló Fay con malicia-. Por mí, ya lo habría comentado la semana pasada, pero me dijo que se suponía que era un secreto.
¡Maldita sea! ¡Maldita sea! ¡Maldita sea!
– No quería tentar al destino en caso de que Bob cambiara de opinión -explicó Sophie, concentrada en su trenza. Se trataba de una burda calumnia contra su afable prometido, pero si servía para evitar otra pelea con Fay sobre Melanie Patterson merecía la pena. La semana anterior habían llegado casi a las manos y no deseaba que se repitiera la situación.
– Me dijo que la habías invitado a la boda.
¡Maldita sea! ¡Maldita sea! ¡Maldita sea una y otra vez!
Sophie se puso en pie y atravesó la estancia en dirección a un espejo situado en la pared de enfrente. Cualquier cosa con tal de no ver la expresión de reproche en el rostro de la mujer.
– Aún quedan siglos para eso -mintió-. Las invitaciones no estarán listas hasta dentro de cuatro semanas. -La expresión de Fay se relajó ligeramente en el espejo-. ¿De qué querías hablar? -preguntó.
– Bueno, de hecho Melanie tiene algo que ver, así que está bien que su nombre haya salido a colación -dijo la mujer con aire de suficiencia-. Claire se niega a escucharme a este respecto… insiste en que es un tema que no admite discusión… pero me temo que no estoy de acuerdo. En primer lugar, me tomo mi trabajo mucho más en serio que ella. Y, en segundo lugar, en vista del modo en que Melanie deja a sus hijos correr a sus anchas por la calle…
Sophie la interrumpió.
– No sigas por ahí, Fay -dijo con una brusquedad inusitada-. Ya dejaste bien claro qué opinabas de Melanie la semana pasada.
– Sí, pero…
– No. -La joven doctora se giró con una expresión de enfado considerable en la mirada-. No volveré a discutir contigo sobre Melanie. ¿No ves que Claire intentaba hacerte un favor al dejarte eso claro?
Fay torció el gesto en cuanto oyó aquello.
– No puedes impedírmelo -argumentó-. Ella también es responsabilidad mía.
Sophie alargó la mano para coger su maletín.
– Ya no. He pedido a Claire que asigne una de las asesoras más jóvenes a Melanie. Claire iba a decírtelo el lunes.
La jubilación debió de verse de repente un paso más cerca, ya que el empolvadísimo rostro de la mujer palideció.
– No puedes reducir mi lista solo porque discrepe de ti -replicó Fay con dureza.
– Llamar a una de mis pacientes «fulana» y «puta» y perder los estribos después cuando te llamé la atención al respecto es algo bastante más serio que discrepar -afirmó Sophie con frialdad-. Es poco profesional, Fay.
– Eso es lo que es ella -dijo entre dientes Fay-. Tú vienes de buena familia… deberías darte cuenta por ti misma. -Dejaba escapar gotas de saliva por la boca-. Se acuesta con cualquier hombre que muestra un mínimo de interés… normalmente cuando está borracha… luego se pavonea por ahí como la marquesa de Carabás anunciando que ya está preñada otra vez…
Sophie meneó la cabeza en señal de desaprobación. No tenía sentido discutir. De todos modos, no soportaba los enfrentamientos cara a cara con aquella mujer, ya que siempre acababan siendo personales. La vida de Fay había sembrado de prejuicios su visión de las cosas. Debería haber trabajado en los tiempos en que la ilegitimidad estaba mal vista y a las chicas «que iban por el mal camino» las escondían en hogares apartados y las trataban con desdén. De esta manera, su condición de persona virtuosa habría servido de algo en lugar de convertirla en objeto de compasión o entretenimiento. Lo misterioso era por qué razón habría elegido ser asesora sanitaria, aunque, como solía señalar el médico jefe, sermonear, reprender y aleccionar a la plebe debía de ser el cometido de aquel oficio cuando ella empezó.
Sophie abrió la puerta de su despacho.
– Me voy a casa -anunció con firmeza, y se apartó para dar a entender que esperaba que la otra mujer saliera primero.
Fay se puso en pie haciendo gestos incontrolables con la boca como una anciana con demencia.
– Bueno, no digas que no te he avisado -dijo, muy tensa-. Te crees que puedes tratar igual a todo el mundo… pero no es así. Sé cómo son esas bestias… he visto el daño que llegan a causar a las pobres criaturas que sufren sus abusos. Todo se lleva con tanto secreto… lo hacen tras las puertas cerradas… hombres viciosos y repulsivos… mujeres necias que cierran los ojos ante lo que ocurre realmente… ¿y todo para qué? ¡Sexo! -Escupió la palabra como situviera un gusto vomitivo-. De todos modos… yo al menos tengo las manos limpias. Nadie puede acusarme de no haberlo intentado. -Fay salió del despacho con paso rígido.
Sophie la vio marcharse con el ceño fruncido de preocupación. ¡Dios mío! ¿Bestias…? ¿Hombres viciosos y repulsivos…? Fay había perdido el norte por completo. Bastante grave era acusar a Melanie de fulana. Aunque cien veces peor era acusarles a ella y a sus hombres de abusos sexuales a menores.
En aquel momento Sophie ignoraba que un pederasta había sido alojado en la casa contigua a la de la pequeña Rosie Patterson, de cuatro años, y su hermano Ben, de dos.
El término «urbanización vertedero» bien podía haberse inventado en su día para referirse a Bassindale, que se erigía como monumento de crecimiento descontrolado a la ingeniería social de los años cincuenta y sesenta, cuando los urbanistas echaron mano del cinturón verde para proporcionar viviendas subvencionadas a los ciudadanos con rentas bajas. En este caso, se talaron ochenta hectáreas de bosque de hoja ancha que limitaba con la granja conocida como Bassindale Farm y se sustituyeron por cemento.
Debería haber sido idílico. Un encomiable proyecto propio del impulso de la posguerra en favor de la igualdad de oportunidades. Una posibilidad de mejora. Casas de calidad rodeadas de campo abierto. Aire puro y espacio.
Sin embargo, las carreteras situadas dentro del perímetro de la urbanización que limitaba con los campos carecían de salida. Como radios de una rueda de bicicleta, todas terminaban en una sólida barrera -casas con tapias de jardín construidas de ladrillo- para proteger los cultivos colindantes y los rebaños de los desconsiderados habitantes de la urbanización y sus perros. Las dos únicas calles principales, Bassindale Row y Forest Road, serpenteaban en torno a sí mismas en forma de una W invertida e inconexa que proporcionaba cuatro puntos de acceso a través del cinturón de hormigón que aislaba la urbanización del concurrido tráfico de la carretera principal. Desde el aire, Bassindale y Forest parecían las hebras de sujeción de una telaraña, con un trazado de calles y callejones sin salida que configuraban los hilos transversales. Desde tierra, como reconocía la propia policía, constituían los reductos potenciales que podían convertir Bassindale en una fortaleza. La urbanización era una bomba de presión revestida de hormigón.
¿Y por qué no?
La demanda de viviendas que siguió al boom de natalidad de los primeros años de la posguerra desembocó en el empobrecimiento del diseño urbanístico y en la degradación de las obras de construcción. El resultado inevitable fue un mantenimiento costoso dirigido exclusivamente a los problemas más notorios. Las deficiencias de salud eran una cuestión endémica en la zona, en especial entre los más pequeños y los ancianos, que veían debilitada su constitución debido al frío y la humedad, unidos a una mala alimentación. La depresión era un trastorno habitual, así como la adicción a las pastillas suministradas con receta.
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