Cual camino al infierno, Bassindale se había fundado con buenas intenciones, pero ahora era poco más que un receptáculo para marginados de la sociedad. Una fuga constante en el erario público. Una fuente de resentimiento para los contribuyentes, de irritación para la policía y de desesperación absoluta para los profesores y los empleados de sanidad y servicios sociales que en teoría trabajaban allí. Para la mayoría de sus habitantes era una cárcel. Los ancianos, débiles y asustados, se atrincheraban en sus hogares; las madres solteras y los hijos sin padre, presos de la desesperación, evitaban meterse en líos encerrándose todo el día en casa. Solo los jóvenes alienados y cargados de ira se dejaban ver de vez en cuando en este yermo paisaje en sus rondas de vandalismo callejero y control del tráfico de drogas y de la prostitución. Antes de que también ellos acabaran en una cárcel.
En 1954, un concejal laborista de talante idealista ordenó la colocación de una señal al final de Bassindale Row South, el primer punto de entrada que partía de la carretera principal. En ella se leía este inofensivo mensaje: bienvenidos a bassindale. Con el paso de los años la señal se veía deteriorada con frecuencia por culpa de los graffiti, hecho que no tenía más consecuencia que la restitución igualmente frecuente de la señal por orden del ayuntamiento. Más tarde, en 1990, durante el último año de mandato de Margaret Thatcher, dicho ayuntamiento, presionado para reducir sus costes, canceló la partida presupuestaria destinada a la reposición de señales. A partir de entonces nadie se molestó en eliminar la pintada, que permaneció intacta ante la mirada de los habitantes de Bassindale, que la veían como una descripción más acertada del lugar en el que vivían.
Acid Row, las casas del ácido. Un lugar de privaciones donde estaba extendido el analfabetismo, las drogas eran endémicas y las peleas, el pan nuestro de cada día.
Fay Baldwin, que recordaba obsesivamente la escena de su destitución por parte de Sophie Morrison la tarde anterior, apartó con violencia el brazo de la pequeña Rosie Patterson para impedir que la niña le pasara las manos y la nariz sucias por el traje recién lavado. Se había cruzado con la cría en la calle, donde jugaba con su hermano, y no pudo resistirse ante la ocasión de decir cuatro cosas a la madre adolescente embarazada, sobre todo teniendo en cuenta que Melanie no sabría todavía que iba a dejar de ser su asesora sanitaria.
Fay dio por justificada su decisión al encontrar a la joven repantigada en el sofá con un cigarrillo en una mano, una lata de cerveza en la otra y la serie Neighbours en la televisión. Aquella imagen daba fe de todo lo que ella había dicho siempre sobre la falta de idoneidad de Melanie como madre. Más difícil de aceptar aún resultaba la forma en que iba vestida, con un exiguo top y unos minúsculos pantalones cortos que dejaban al descubierto unas largas piernas morenas y una barriga suavemente redondeada con el bulto creciente del feto de seis meses que llevaba dentro.
La envidia corroyó el alma de Fay mientras en su fuero interno fingía estar horrorizada al ver que alguien se exhibía con semejante descaro.
– Esto no puede ser, Melanie -la reprendió con dureza-. Rosie y Ben son demasiado pequeños para jugar solos en la calle. Tienes que ser más responsable, te lo digo en serio.
La mirada de la chica seguía pegada a la telenovela.
– Rosie ya sabe lo que hace, ¿verdad, cariño? Díselo a la señora.
– No ze juga cerca de loz cochez. No ze juga con agujaz -recitó con tono monótono la niña de cuatro años mientras daba un coscorrón gratuito a su hermanito de dos como para demostrar cómo lo mantenía a raya.
– ¿Lo ve? -dijo Melanie con orgullo-. Es una niña buena, esta Rosie.
Fay tuvo que hacer acopio de todo su poder de autocontrol para no dar un manotazo a aquella descarada criatura. Se había pasado treinta años en aquel horrible agujero, tratando de inculcar alguna idea sobre salud, higiene y anticoncepción en las sucesivas generaciones de las mismas familias, y la situación pintaba cada vez peor. La joven había tenido su primer hijo a los catorce años, el segundo a los dieciséis y estaba embarazada del tercero sin haber cumplido siquiera los veinte. Tenía tan solo una vaga idea de quiénes eran los padres, aunque poco le importaba, y a menudo dejaba a los niños tirados con su propia madre -cuyo hijo pequeño era menor que Rosie- para desaparecer del mapa durante días a fin de «desconectar».
Melanie era una analfabeta holgazana y la habían alojado en aquel dúplex porque los servicios sociales pensaban que podría mejorar como madre lejos de la influencia «perjudicial» de su progenitora. Fue una vana esperanza. La joven vivía en la miseria más increíble, cuando no iba colocada estaba borracha, y pasaba de derrochar amor por sus hijos cuando estaba de humor a no hacerles el menor caso cuando no lo estaba. Se cotilleaba que lo de «desconectar» era un eufemismo que utilizaba cuando se dedicaba a una carrera intermitente (entre embarazo y embarazo) como modelo de fotografía pornográfica, pero como no quería que le retiraran el subsidio nunca lo reconoció.
– Si sigues desatendiéndolos acabarán por quitártelos -le advirtió Fay.
– Ya, ya, blablablá. -Melanie la miró dándole a entender que ya lo sabía-. Eso es lo que le gustaría a usted, ¿verdad, señorita Baldwin? Me los quitaría en un abrir y cerrar de ojos si alguna vez les viera un moretón. Apuesto a que se muere de rabia por no haberles visto nunca ni uno.
Irritada, la mujer se arrodilló frente a la niña.
– ¿Sabes por qué no debes jugar cerca de los coches, Rosie?
– Mamá noz pegará.
Melanie le dedicó una amplia sonrisa y dio una calada al cigarrillo.
– No te he pegado en la vida, cielo -dijo con tono alegre-. Nunca lo haría. No se juega cerca de los coches porque son peligrosos. Eso es lo que la señora quiere que digas. -Lanzó a Fay una mirada maliciosa-. ¿No es así, señorita Baldwin?
Fay no le hizo caso.
– Antes has dicho que no se juega con agujas, Rosie, pero ¿sabes cómo es una aguja?
– Claro que sí. Uno de mis papás las usa.
Enfadada, Melanie bajó las piernas del sofá y tiró la colilla en la lata de cerveza.
– Déjela en paz, ¿quiere? -ordenó a Fay-. Usted no es la policía, y tampoco es nuestra asistenta social, así que no es asunto suyo interrogar a mis hijos sobre sus padres. Están sanos, vacunados de todo lo que toca y los pesan con frecuencia. Eso es todo lo que tiene que saber. Capisce? No tiene ningún derecho a pasarse por aquí cada vez que le sale de las narices. Solo hay una persona del centro autorizada para ello… y esa persona es Sophie.
Fay se puso en pie. Desde algún recoveco de su mente una voz interior le rogó que obrara con cautela, pero estaba demasiado resentida para hacerle caso.
– Tus hijos constan en el registro de «casos de riesgo» desde el día que nacieron, Melanie -le espetó-. Eso significa que tengo el derecho, y el deber, de someterlos a una revisión siempre que lo estime conveniente. ¡Míralos! Si van hechos un asco. ¿Cuándo fue la última vez que se bañaron o se cambiaron de ropa?
– Los de servicios sociales saben que quiero a mis hijos y eso es lo único que importa, joder.
– Si los quisieras los cuidarías.
– ¿Qué sabrá usted de eso? ¿Dónde están sus hijos… señorita?
– Sabes muy bien que no tengo.
– Esa es la puñetera verdad. -Melanie hizo que su hija se acercara a ella, y su hermosa cabellera rubia se mezcló con la de la niña-. ¿Quién te quiere más que a nadie, Rosie?
– Mamá.
– ¿Y a quién quieres tú, tesoro?
La niña puso un dedo sobre los labios de su madre.
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