Habían matado a Hutton por traficar por cuenta propia. Era uno de los de la nueva generación, que se abría camino hasta lo más alto del negocio, uno de los peores efectos secundarios de la Operación Nogo. El éxito de la operación fue una bendición a medias. Hizo subir los precios y los beneficios, convirtió a hombres que ya eran violentos en animales, lo que significó más yonquis muertos en los lavabos de los centros comerciales. A medida que los nuevos traficantes sustituían a los antiguos, vendían heroína casi pura a los primeros clientes para que corriera la voz de que pasaban droga buena. Una sobredosis hizo que los clientes se acumularan delante de la puerta de los traficantes, como si fuera una campaña publicitaria. Sin embargo, el antiguo poder todavía estaba peleando por el control, y la naturaleza de las heridas de Hutton significaban un aviso para los otros aspirantes a empresarios.
McEwan conocía a Hutton. Lo había visto en los tribunales unos años atrás, cuando había apalizado a su vecino. El Sheriff le preguntó por qué lo llamaban «Bananas», y sus ojos mojados de yonqui recorrieron toda la sala.
– Me gustan los plátanos -dijo, y el público rió-. Podría comer plátanos todo el día.
Intentó relacionar cada respuesta con su supuesto amor por la fruta, haciendo bromas, de cara a la galería, poniendo nervioso al Sheriff y haciendo que el jurado centrara su atención en su estado mental confuso. Era como si el público de la sala fuera quien tuviera que dictar sentencia.
Un golpe repentino en la puerta anunció la primera visita del día del inspector Inness. Inness había sufrido las consecuencias del reciente humor de McEwan. Sabía que hacía mal, sabía que no debería permitirse ese lujo, pero encontraba a Inness de lo más molesto. Y cuanto más lo intimidaba, más le hacía Inness la pelota.
– Señor -dijo, entrando en la oficina con un papel en la mano. Inness siempre llevaba papeles en las manos, como si su madre le hubiera dado permiso para entrar en el cuerpo de la policía. Era objeto de bromas continuas en la comisaría. Cuando no estaba de servicio y no llevaba un papel, llevaba una bolsa de plástico-. El inspector y la detective de Londres están abajo. ¿Aún quiere que me encargue yo de esto?
– Sí, yo me quedaré sentado. Llévelos a la sala de conferencias número dos, por favor -dijo McEwan, empezando el día como cada día, intentando no meterse con él.
Inness les indicó que entraran y el inspector Williams y la detective Bunyan se sentaron sin que se lo indicaran. Williams era un hombre regordete, calvo y con unas pequeñas gafas doradas. Bunyan era una mujercita preciosa, menuda y delgada con el pelo rubio y corto y llevaba los labios pintados de un color muy discreto. Llevaban trajes oscuros, él pantalones y ella una falda que le llegaba por las rodillas, que McEwan no aprobó en absoluto. Si hubieran venido de cualquier otra región, ni siquiera se hubiera molestado en estar presente, pero venían de Londres y quería hacerles saber que estaban en su territorio.
– En primer lugar, gracias por su colaboración, señor -dijo Williams, y McEwan reconoció su acento-. Nos ha sido de gran ayuda.
– ¿Es de la zona sur? -preguntó McEwan.
– Sí -dijo Williams, y sonrió-. Mi padre era policía. Govan, del sesenta y dos hasta el setenta y nueve.
– ¿Por qué está en la policía de Londres?
– Una forma de rebelión -dijo, y McEwan le devolvió la sonrisa. La policía de Londres no despertaba muchas simpatías entre los departamentos de policía regionales. Los consideraban arrogantes y vagos. Al padre de Williams no le hubiera hecho mucha gracia.
– ¿Se ha quedado con su familia esta noche?
– No, ya no viven aquí. Nos quedamos en un hostal en Battlefields.
– Eso queda un poco lejos.
– Ya, pero es acogedor.
– Sí. -McEwan le indicó a Inness que podía empezar la reunión.
Inness ojeó las notas que tenía.
– No hay mucha información sobre la fallecida -dijo-, así que no sé en qué podemos ayudarles. Interrogamos al marido cuando se denunció la desaparición, y dijo que no la había visto desde noviembre. Las observaciones dicen que es un hombre tranquilo, muy preocupado por la seguridad de su mujer. La zona donde vive no está mal, es pobre pero no es una mala zona.
– ¿Quién es el principal sospechoso? -preguntó McEwan.
Un poco molesto por la intrusión, Williams se irguió.
– Bueno -dijo-, el marido ya la había apalizado antes, pero no podemos demostrar que estuviera en Londres y todavía no hemos podido interrogarle.
– ¿No fueron a su casa ayer por la noche?
– Sí -interrumpió Bunyan-, pero no pudimos interrogarle porque no se lo había dicho a sus hijos.
McEwan ignoró a la mujer de la minifalda y siguió mirando a Williams, contestándole a él como si fuera el hombre el que le había hecho la pregunta.
– ¿No les había dicho que había desaparecido?
– No les había dicho que está muerta -dijo Williams, levantando las cejas.
McEwan inclinó la cabeza hacia un lado y suspiró.
– ¿Cuántos niños? -preguntó.
– Cuatro -dijo Williams.
McEwan agitó la cabeza ante las anotaciones.
– Siempre tienen hijos -dijo, muy serio-. Esos desastres de matrimonios siempre tienen hijos.
– Sí, señor -asintió Williams-. Siempre hay hijos.
Williams hablaba muy despacio, deferente pero firme, y McEwan pensó que podría llegar a gustarle si trabajaran juntos.
Inness pasó la página de su libreta y empezó a leer otra vez.
– Tienen cuatro hijos, que ya conocen, y, obviamente, ya conocen las Casas de Acogida Hogar Seguro.
– Sí -dijo Bunyan, apoyándose en la mesa con las manos-. Iremos allí después.
Hugh McAskill golpeó la puerta entreabierta y miró dentro.
– ¿Qué pasa? -dijo McEwan.
– La novia de Hutton está abajo, señor.
– Bueno -dijo Williams, levantándose-, veo que tienen mucho trabajo, así que nos vamos.
– De acuerdo -dijo McEwan-. Seguiremos en contacto acerca de su investigación. Si podemos hacer algo, ya lo saben.
McAskill estaba de pie en la puerta, abriéndosela a los policías londinenses, y los siguió para indicarles el camino hasta las escaleras. Inness se quedó en la puerta un rato.
– ¿Está buena, no? -dijo McEwan, aliviando su conciencia, dándole la razón.
– Sí, señor, sí que lo está.
El volumen de pasajeros se había reducido cuando llegaron a Brixton. Maureen salió del tren y bajó la escalera, disfrutando del aire frío vigorizante de la calle. La gente en Brixton llevaba ropa de primavera y Maureen iba vestida para el más crudo invierno en Siberia. El sudor del tren ya se había secado, dejándola malhumorada y mojada. Se paró delante de la ventana de Woolworth y cogió la guía de Londres. El bufete de abogados estaba al otro lado de la calle más ancha, y la casa de Moe Akitza estaba en lo alto de Brixton Hill, a una distancia asequible andando. Le sonó el busca en la bolsa y metió la mano, buscándolo, lo encontró en el fondo de la bolsa, debajo de unos pantalones. Jimmy decía que alguien había cobrado el dinero de los niños ayer.
Esperó en el semáforo, cruzó la calle a la altura del cine Ritzy y empezó a caminar por Coldharbour Lane. Esta calle era paralela a la calle principal de Brixton, con una rampa de cuarenta y cinco grados. Al principio, la calle estaba llena de braserías y tabernas, pequeños restaurantes y bonitas tiendas de ropa. La tendencia hacia el aburguesamiento se acababa bruscamente en el cruce entre Electric Avenue y el mercado de verduras. Coldharbour Lane se convertía en una barriada destartalada. Había un anuncio de la policía pegado a un poste de la electricidad que informaba de que habían disparado y matado a alguien en esa calle a las 2.09, hacía tres días, y pedía la colaboración ciudadana. Junto a una tienda en la que sólo vendían pollos de un color amarillo intenso había un hostal Victoriano subvencionado con un pórtico de piedra erosionada. Era el Coach and Horses, el bar en el que Mark Doyle había visto a Ann antes de Navidad. Todavía no estaba abierto pero se veían sombras moviéndose detrás de las ventanas naranjas. Estaba sucio y ruinoso, y Maureen se imaginaba a Ann bebiendo allí. Detrás del puente de piedra erosionada había una hilera de tiendas victorianas perfectamente proporcionadas. En la esquina, detrás de unas cabinas, había un bar blanqueado con el nombre de Ángel y, junto al bar, unas ventanas de oficina con unos estores verticales. Eran las oficinas de McCallum y Arrowsmith, Abogados. Maureen abrió la puerta, activando una alarma de campana cuando entró, y se quedó junto al mostrador, intentando atraer la atención de la secretaria.
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