Denise Mina - Muerte en el Exilio

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Laureen O'Donnell trabaja en la Casa de Acogida para Mujeres de Glasgow, donde conoce a Anne Harris, una chica que llega al centro con dos costillas rotas y en plena batalla contra el alcoholismo. Dos semanas después, el cuerpo de Anne aparece en el río, grotescamente mutilado y envuelto en una manta. Todo apunta a que el marido de Anne es el asesino, pero ¿no puede haber un culpable menos evidente?
Maureen y su amiga Leslie tratan de romper con la indiferencia que rodea el asesinato de Anne, aunque, misteriosamente, Leslie mantiene la boca bien cerrada y no cuenta todo lo que sabe. En un intento por aclarar la confusión en la que se ve sumida su vida, Maureen viaja a Londres. Sin embargo, en lugar de solucionar sus problemas, pronto se verá inmersa en un mundo de violencia y drogadicción.

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– Puede esperar sentada.

Una mujer baja con una chaqueta de piel sintética estaba sentada en una de las sillas de plástico junto a la ventana. Tenía la piel morena, el pelo fino y moreno, y los ojos alegres y saltones. Tenía la cabeza apoyada en la ventana, con los ojos entreabiertos. Parecía una rana tropical pequeña y muy bonita.

– Tardará un siglo -dijo, con un leve acento de alguien de clase alta de Glasgow.

La mujer, por su mundanería, le dio un poco de miedo a Maureen. Sin embargo, no parecía peligrosa. Llevaba el pelo recogido en un moño flojo en la nuca y llevaba unos zapatos abiertos por detrás, que parecían muy caros.

– Un siglo -dijo la mujer.

– Yo, vale -dijo Maureen, sin comprometerse.

Sin moverse de la silla, la mujer rana abrió un ojo inyectado de sangre.

– ¿Glasgow?

Maureen asintió ligeramente.

– ¿De qué zona?

– Garnethill.

La pequeña mujer cerró el ojo y sonrió.

– Ah, Garnethill -dijo-. Yo fui allí a la escuela de arte. Hace mucho tiempo.

Maureen se preguntó qué estaba haciendo en aquel bufete. Quizás era una criminal, o se estaba divorciando. Aunque el divorcio parecía la opción más probable. Parecía bastante contenta. Sonó el teléfono encima del mostrador y saltó el contestador. Maureen recordó por qué había venido y se giró hacia el mostrador. La oficina estaba en una sola planta, con dos mesas delante de una puerta que conducía a las oficinas privadas de los abogados. La joven secretaria asiática estaba sola, transcribiendo algo que escuchaba por los auriculares. Llevaba el pelo permanentado, con unos rizos muy marcados y teñido con henna de color burdeos. Estaba muy mal situada para ver a alguien que esperara en el mostrador, pero había advertido la presencia de Maureen y la había mirado un par de veces, asintiendo y levantando la mano del teclado para hacerle saber que la atendería en un par de minutos. Maureen sacó de la bolsa un bolígrafo y la libreta que había comprado en la estación de servicio y se apoyó en el mostrador, bolígrafo en mano y preparada para escribir, intentando parecer muy seria.

– Espera a verle los ojos -dijo la señora de la chaqueta de piel.

Maureen no estaba muy segura de que estuviera hablando con ella.

– Perdón -dijo-, ¿está esperando a que la atiendan?

– Sólo espera a verle los ojos.

Maureen, confundida por el consejo irrelevante, sonrió. A pesar de tener los ojos entreabiertos, la pequeña mujer también sonrió y se relamió los labios, recostando la cabeza hacia atrás en la ventana.

Después de seis largos y calurosos minutos, la secretaria se quitó los cascos, cogió una carpeta con sujetapapeles y se dirigió hacia el mostrador. Llevaba lentillas de un color azul tan pálido que las pupilas parecían irradiadas, como si el círculo exterior se difuminase con el blanco de los ojos. Maureen estuvo a punto de gritar, pero no lo hizo. Miró a la mujer rana. Todavía tenía los ojos entreabiertos pero notó la incomodidad de Maureen y se rió.

– ¿Me dice su nombre, por favor? -preguntó la secretaria, con un tono cantarín-. La hora de su cita y con quien se ha citado. -Era como si el tinte, la permanente y las lentillas estuvieran diseñados para contradecir todas sus características, como si no quisiera ser ella.

– No tengo ninguna cita -dijo Maureen-. Me gustaría hablar con usted.

La secretaria la miró, sorprendiendo a Maureen otra vez.

– Quisiera hacerle un par de preguntas -dijo Maureen, intentando sonar seria-. Sólo serán tres minutos. ¿Le importa?

– No venderá artículos de papelería, ¿verdad?

– No.

– Porque no estoy autorizada a comprar nada.

– No, no. Sólo quería preguntarle una cosa.

– ¿Cuál es la naturaleza de su indagación? -dijo.

– Quería preguntarle acerca de un hombre llamado James Harris -no dijo nada más en un minuto-. Vino a estas oficinas hace ocho días. Estaba confundido y creía que esta oficina era de otros abogados.

La secretaria sonrió.

– ¿El pequeño hombre escocés que vino para la lectura de un testamento? ¿Cómo en las películas?

– Exacto -dijo Maureen-. Habló con usted, ¿no es cierto?

– Sí. Me enseñó la carta y todo. -Sonrió-. Por supuesto, todo era mentira. Nosotros nos dedicamos a casos criminales y ni siquiera era nuestro nombre. Antes nos llamábamos McCallum and Headie pero en aquel entonces, como es obvio, el señor Headie se fue hace tres meses.

– ¿Y después se les unió el señor Arrowsmith?

– Sí.

– El señor Headie se fue, ¿verdad? -Maureen levantó la mirada. La secretaria parecía molesta pero ella no lo iba a dejar ahí-. ¿Se jubiló?

La secretaria no sabía qué decir.

– Algo así.

– De acuerdo -dijo Maureen, escribiendo «joder» en su libreta-. ¿Se llevaba bien con él?

– Era un buen hombre se podía trabajar con él…

– ¿Y ahora dónde está?

La secretaria dudó un momento y miró a la mujer rana.

– Creo que está en Wandsworth -murmuró.

– ¿Me podría dar el número de su nueva oficina?

La secretaria se rió y se tapó la boca con la carpeta. Inclinó la cabeza para mirar por detrás de Maureen y la mujer rana también se reía.

– No tengo el número de su oficina.

– Bien, muchas gracias por su tiempo -dijo Maureen, cerrando la libreta. Un rayó de sol la iluminó directamente en un ojo y se estremeció-. Gracias otra vez.

En la calle hacía calor y Maureen necesitaba algo dulce desesperadamente para despertarse. La puerta del bar Ángel estaba abierta para dejar entrar el aire matutino. Miró adentro para ver si estaba abierto. Estaba vacío pero había una persona de pie detrás de la barra, leyendo el periódico y bebiéndose algo en una taza azul.

– ¿Está abierto? -preguntó ella.

– No, estoy esperando el autobús.

El bar estaba decorado con mucho gusto, con madera oscura revistiendo las paredes hasta media altura y el techo pintado de blanco calcáreo. Había unos dibujos de plástico enganchados en las ventanas que filtraban la luz del sol. La persona que estaba detrás de la barra era una mujer hombruna o un hombre con una piel muy bonita. Unos bultos debajo de la camiseta la delataron. Observaba los pies de Maureen mientras entraba en el bar y esperó a que dijera algo.

– Me pone una limonada con hielo, ¿por favor?

La mujer cerró el periódico encima de la barra. Caminó hasta donde estaba Maureen y le llenó el vaso con limonada de una botella de plástico grande con el precio de 99 peniques en la etiqueta.

– Una libra -dijo la mujer, extendiendo la mano para cobrar.

– ¿Dónde está el hielo?

– No hay hielo.

– ¿Me está cobrando una libra por un vaso cuando la botella entera vale menos de una libra?

– Es lo que cuesta -dijo-. Una libra en todas partes.

Maureen le dio una moneda.

– Aquí tiene -dijo-. Puede volver a llenar la nevera con esto.

La mujer volvió a enroscar el tapón de la botella de limonada y volvió a leer el periódico. Maureen se la bebió tranquilamente, repasando la conversación con la secretaria y qué era aquello tan gracioso sobre la nueva oficina del señor Headie.

– Entonces, ¿estás en el Ejército de Salvación? -La mujer-hombre estaba hablando con ella.

– ¿Porqué?

La mujer-hombre hizo un gesto con la cabeza hacia la bebida.

– Bebiendo limonada en un bar.

– No creo que las hermanas de la caridad entren en los bares, ¿no?

– Sí que entran si piden dinero.

Maureen sonrió mientras miraba su vaso y bebió otro trago.

– El sitio es bonito.

– Sí. -La mujer frunció el ceño-. Lo ha diseñado una amiga mía. Tiene muy buen gusto.

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