Apoyó la cabeza en la ventana que vibraba y pensó en Ann, de pie en una fría oficina en ropa interior, dejando que un desconocido tomara fotos de su cuerpo cansado, lleno de moretones y golpeado por la necesidad de alcohol, como si su adicción quisiera traspasarle la piel.
El aviso del conductor y el aire frío que subía por las escaleras la despertaron. El autobús se había parado en un párking. Escondidas detrás de los camiones de carga, brillaban las luces de la estación de servicio. Los compañeros de Jokey lo despertaron y le dijeron que los siguiera. El olor se había acumulado en el anorak mientras dormía y cuando levantó los brazos para agarrarse al reposacabezas del asiento, la peste se escapó por el cuello cerrado con cremallera en una ráfaga asquerosa. Maureen se esperó hasta que se hubo alejado lo bastante, antes de levantarse, estirando las piernas y pasándose la lengua por los dientes con sabor a abrigo de piel.
El frío fue un choque muy brusco después de la calidez del piso superior. Encendió un cigarro en el párking, hacía viento, y siguió a los demás pasajeros hasta la estación de servicio. Los hombres de la última fila se fueron hacia el restaurante en busca de comida caliente, con Jokey arrastrándose detrás de ellos. Maureen se fue al quiosco, buscando algo que comprar. Los bocadillos costaban cinco libras y sólo había unas absurdas bolsas gigantes de patatas fritas, pero estaba en una tienda en mitad de la noche y quería comprar algo. Se quedó con una guía de Londres y una libreta de espiral para tomar notas. Volvió al autobús, fumando otro cigarro mientras cruzaba el párking, buscando al conductor amable, el que había metido su bolsa en el maletero. Miró en la cabina del conductor pero no estaba allí, así que dio la vuelta al autobús y lo encontró escondido en las sombras oscuras, fumando. Asintió hacia ella brevemente, intentando alejarla.
– ¿Qué tal? -dijo ella, sonriendo.
– Bien -dijo, y volvió a darle patadas al suelo.
– ¿Puedo enseñarle la foto de alguien?
El conductor se mostró intrigado.
– ¿Para qué?
– Una amiga mía ha desaparecido y creo que cogió este autobús.
– Ah, bueno -parecía desconfiado-. Mucha gente viaja en estos autobuses.
Maureen sacó la fotocopia de la cara de Ann, sosteniéndola enfrente de la cara del conductor para que la iluminara la luz del interior de la cabina del autobús. Él la miró un momento.
– Era rubia y tenía la cara colorada -dijo Maureen-. Olía un poco a alcohol.
El conductor miró la foto y se quedó sorprendido al reconocerla.
– Es increíble -dijo-. Iba y venía, justo antes de Navidad.
– ¿Iba y venía?
– La vi unas cuantas veces. La recuerdo porque iba y venía muy a menudo y, a veces, no dejaba la bolsa en el maletero, se la ponía en las rodillas, una bolsa grande -dijo, dibujando un cuadrado de unos treinta centímetros delante de él con la mano en la que no tenía el cigarro.
– ¿Cuándo la vio por última vez?
– Hace meses -dijo-. A principios de diciembre. Me acuerdo porque en el viaje hacia Glasgow se bajó del autobús en la estación de servicio y no volvió.
– ¿Se bajó en la estación de servicio?
– Sí, bueno, al otro lado -dijo, señalando un paso elevado que cruzaba la carretera.
– ¿Llegó demasiado tarde?
– No lo sé -dijo, deseando quedarse solo en la oscuridad con su cigarro.
Maureen, consciente de que le quedaba poco tiempo, sacó la Polaroid del bolsillo.
– ¿Vio alguna vez a este hombre con ella?
El conductor se encogió de hombros, mirando la foto, impaciente.
– No lo sé, señora.
– Gracias -dijo Maureen-. Muchas gracias.
Ella retrocedió, dejándolo a solas con su descanso, y subió las escaleras del autobús sintiéndose eufórica. Liam tenía razón. Ann había estado yendo y viniendo, y puede que estuviera trabajando para los acreedores, puede que estuviera trabajando para Hutton. Sin embargo, si estaba trabajando para los acreedores sólo habría llevado la bolsa en una dirección, no arriba y abajo. Se estiró, disfrutando de todo el espacio del asiento doble mientras podía, antes de que Jokey volviera.
El motor se encendió despacio, la agitó y la despertó. Abrió los ojos y vio a Jokey dejarse caer en el asiento como una avalancha maloliente encerrada en un anorak. Dejaban atrás la estación de servicio, alejándose de los grandes camiones y las luces brillantes, y deslizándose por la vía de acceso hacia la tranquila carretera.
Eran las cinco de la mañana y sólo los intermitentes de los coches que los adelantaban rompían la monocromía gris. El terreno era plano: estaban en medio de una llanura tan vasta que los límites estaban más allá del horizonte. Las luces de granjas y caseríos desaparecían muy rápido. Pasaron por un campo de saltos ecuestres en un prado y, de repente, aparecieron unos montículos al lado de la carretera, encerrándola. Pasaron por un pueblo, luego una ciudad y luego otra vez por el campo. Las ciudades empezaron a juntarse, uniéndose en las afueras, cada vez más y más cerca hasta que todas eran una ciudad seguida, casas y casas y más casas cubriendo las pequeñas colinas.
Salieron de la autopista y siguieron por la carretera ancha que iba a la ciudad, cruzando el Swiss Cottage. Las casas dejaron paso a pequeños bloques de pisos, y los pequeños bloques a bloques más grandes, y a rascacielos, y a grandes oficinas de acero y cristal. El titubeante autobús cruzaba rápido la ciudad dormida, parándose en los semáforos y acelerando en las rotondas. Entraron despacio en King's Cross y se pararon delante de los grandes arcos ciegos de St. Pancracio. El conductor afro habló por el altavoz, diciéndoles que ya estaban en Londres, así que bájense y gracias.
El autobús se vació muy rápido. La gente se acumuló delante del maletero mientras el otro conductor sacaba las bolsas y las dejaba en el suelo. Maureen encendió un muy merecido cigarro, disfrutando del tacto del encendedor cromado de Vik en la palma de la mano. Se quitó el jersey y se lo colocó encima de los hombros, sacó el abrigo de la bolsa de plástico, lo desdobló y se lo puso. No parecía que hiciera mucho frío, quizás estaba helando, pero no parecía invierno en absoluto. Vio que el conductor tiraba su bolsa de ciclista al suelo, y pasó por encima de dos maletas para cogerla. Esperó a que todo el mundo se hubiera marchado para volver a acorralar al conductor.
– Verá, acerca de esa chica…
El conductor la miró. Tenía los alrededores de los ojos colorados y parecía exhausto.
– Mire -dijo, cerrando el maletero con llave-, no me acuerdo del hombre.
– Parece hecho polvo -dijo ella, y le ofreció un cigarro. Él cogió uno y ella se lo encendió-. No, sólo quería preguntarle sobre la bolsa de ella. ¿La llevaba siempre encima? ¿Es posible que la llevara sólo cuando iba o cuando venía?
El hombre cansado suspiró.
– A veces la metía en el maletero.
– ¿Cuando iba a casa o cuando venía aquí?
El conductor dio una calada y miró la ceniza en el extremo, frunciendo el ceño y haciendo memoria.
– Ahora que lo dice, creo que sólo era en una dirección -la miró-, pero no me acuerdo de cual.
– ¿Encontró una bolsa sin dueño en el maletero en Glasgow -y presionó Maureen-, la última vez, cuando se bajó detrás de la estación de servicio?
El conductor sonrió ante el cigarro y asintió.
– Hacia arriba -dijo-. La llevaba en las rodillas cuando íbamos hacia arriba.
Eran las siete y media de la mañana y King's Cross ya estaba saturado por el tráfico. En Euston Road los coches y los autobuses estaban atascados, muy cerca los unos de los otros, y había una nube de gases encima del intenso tráfico, como si fuera el humo de una discoteca. Al otro lado de la calle, la boca del metro engullía a los peatones. Maureen se dio cuenta de que, por primera vez en muchos meses, andaba con la cabeza bien alta porque la temperatura era agradable, y Michael no estaba allí y Vik había ido a despedirla.
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