Denise Mina - Muerte en el Exilio

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Laureen O'Donnell trabaja en la Casa de Acogida para Mujeres de Glasgow, donde conoce a Anne Harris, una chica que llega al centro con dos costillas rotas y en plena batalla contra el alcoholismo. Dos semanas después, el cuerpo de Anne aparece en el río, grotescamente mutilado y envuelto en una manta. Todo apunta a que el marido de Anne es el asesino, pero ¿no puede haber un culpable menos evidente?
Maureen y su amiga Leslie tratan de romper con la indiferencia que rodea el asesinato de Anne, aunque, misteriosamente, Leslie mantiene la boca bien cerrada y no cuenta todo lo que sabe. En un intento por aclarar la confusión en la que se ve sumida su vida, Maureen viaja a Londres. Sin embargo, en lugar de solucionar sus problemas, pronto se verá inmersa en un mundo de violencia y drogadicción.

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– Adelante -dijo, con una voz chillona y nasal.

Tuvo que hacer cola pacientemente, uno detrás de otro. El piso superior estaba lleno de gente que tomaba asiento. Maureen ocupó un asiento doble en la penúltima fila y se sentó en el lado del pasillo; dejó el periódico, los pastelitos y la Coca-Cola en el asiento de la ventana. Había aprendido que la mejor estrategia para conservar un asiento doble era parecer más desagradable y antipático que los demás. Hacía ver que leía el periódico, con los codos apoyados en los dos brazos del asiento, sin mirar a ninguno de los que subían la escalera. El grupo de gente de la calle se iba reduciendo a medida que los pasajeros iban subiendo al autobús, el pasillo se despejó y los pasajeros se sentaron en sus asientos. Maureen empezaba a creerse que podría quedarse con el asiento doble. Leslie estaba en la acera, observándola, parecía muy pequeña y lejana. Se despidió con la mano y Maureen hizo lo mismo.

Un grupo de hombres borrachos llegaron corriendo, tirándole las bolsas al conductor y montándose en el autobús. Subieron las escaleras con dificultad, empujándose y riéndose. El primero que llegó al piso superior vio la última fila de asientos vacía.

– Mirad, chicos -gritó-. Al final de todo.

Llenaron el pasillo de un fuerte olor a humo y cerveza, ocupando la última fila detrás de Maureen, quitándose las chaquetas y felicitándose entre ellos por haber encontrado aquel sitio. Ya casi estaban todos sentados cuando un hombre bajo y despeinado apareció por el hueco de las escaleras. Era unos quince años más viejo que los demás, llevaba unas gafas muy gruesas y un anorak amarillo bastante sucio con la cremallera subida hasta el cuello. Miró alrededor, vio a sus compañeros en la última fila y empezó a soltar palabrotas.

– ¿No me habéis guardado un sitio?

Detrás de la cabeza de Maureen, los otros hombres se burlaron de él y le dijeron que se sentara.

– Cabrones -dijo, observando el precioso asiente libre junto a Maureen. Se quedó de pie junto a ella, esperando a que se moviera. Maureen suspiró y se levantó, sentándose en el asiento de la ventana y poniendo los pastelitos y la Coca-Cola encima de las rodillas. El hombre se colocó delante del asiento y se sentó, dejando caer todo el peso de su cuerpo, y se aclaró la garganta-. ¿Está bien, señora? -le preguntó al reposacabezas del asiento de delante. Se giró y miró de frente a Maureen, con un pequeño gesto defensivo en la boca. Los cristales de las gafas eran tan gruesos que distorsionaban sus ojos haciendo que parecieran dos bolas diminutas, una mezcla borrosa de azul, rojo y legañas-. ¿Joder, no me va a decir nada? Es demasiado buena para mí, ¿verdad?

Un hombre calvo sacó la cabeza por el hueco entre los dos asientos.

– Jokey -dijo-, cállate.

Jokey miró alrededor del autobús indignado. Tosió y se rascó las pelotas con toda tranquilidad.

– No se preocupe, señora -le dijo el hombre calvo a Maureen-, se dormirá enseguida.

Maureen veía ante sí una larga noche junto a Jokey roncando y babeando, con el único entretenimiento de una coca-cola y un paquete de pastelitos de chocolate. Leslie volvió aagitar la mano desde la acera y Maureen le devolvió el gesto. Se encendió un altavoz encima de la escalera y se escuchó la voz del conductor afro, que parecía aburrido y les decía que estaban en Glasgow pero que se dirigían a Londres. Debía de llevar mucho tiempo haciendo el mismo trabajo porque se anticipó a todos los trucos de los pasajeros.

– Está prohibido fumar durante el viaje -dijo-. Está prohibido beber. -El grupo de la última fila interrumpió el discurso para aplaudir la mención de la bebida-. Está prohibido pelearse. -Aplaudieron aún más fuerte-. Se informa a los pasajeros de que no puede haber pies ni bolsas en el pasillo en ningún momento -los hombres gritaron «¡hurra!» y silbaron-. Si se descubre que alguien ha roto estas normas -continuó el conductor-, esa persona tendrá que bajarse del autobús y se quedará en la carretera.

Los hombres dejaron de aplaudir.

– Pararemos en la estación de servicio de Knutsford a las 3.30 para un refrigerio. El autobús volverá a emprender la marcha a las 3.50. Cualquier pasajero que no esté en el autobús a esa hora, se quedará en la estación. Una persona pasará enseguida para servirles café, té y bocadillos. Deseamos que disfruten de su viaje con Autobuses Caledonia.

Apagaron el altavoz y el piso superior se quedó en un silencio aterrador.

– Es un poco duro, el jodido, ¿no? -susurró el tipo calvo.

Se encendió el motor, haciendo vibrar las ventanas y los asientos. Leslie se despidió por última vez desde la acera, mientras el autobús salía marcha atrás de la zona de carga y se dirigía hacia la calle.

Maureen estaba mirando tranquilamente por la ventana, masticando el primer pastelito de chocolate de la noche cuando lo vio. Vik venía por la calle de la estación, con la chaqueta de piel abierta, mirando el reloj y andando deprisa. Había ido a despedirla. Maureen se levantó, se puso muy nerviosa y tiró el paquete de pastelitos al suelo. Golpeó el cristal con los puños y gritó «Eh», pero él no la vio. Golpeó más fuerte, se giró, con lo ojos fijos en él, mientras el autobús se alejaba por Cathedral Street. Vik se veía como una pequeña rama de regaliz en el suelo y la estación de autobuses se redujo a una hilera de luces debajo del cielo negro. Vik había ido a despedirla. El hombre calvo sacó la cabeza por el hueco entre los asientos otra vez.

– Lo sé -dijo, con una sonrisa amable-. Yo también odio a esos negros.

– Es mi novio -dijo Maureen.

El hombre, incómodo por su metedura de pata, volvió a su sitio y llenó los pulmones de aire.

– Ya, bueno, me parece muy bien -les dijo a sus amigos, que se estaban burlando-. Sólo intentaba ser amable.

No había casi nadie en la carretera. El autobús pasó por Blackhill, por delante de las chimeneas de la prisión Barlinnie. Pasaron por delante de los pisos ennegrecidos por el fuego en Easterhouse, cerrados con tablas de fibra de cristal, y el conductor apagó las luces para que los pasajeros pudieran dormir. En el compartimento superior se hizo el silencio a medida que las luces de los faros iban pasando por los cristales. En el cruce Crosshill, un nudo de carriles y vías de acceso a los pies de las colinas, giraron hacia el sur. Había una iglesia gótica y un cementerio en la cima de una colina, una protesta en forma de aguja en contra del paisaje suave y cubierto de nieve. Vik había ido a despedirla.

A medida que el autobús se iba calentando, Jokey empezó a desprender un extraño olor, como una mezcla de pelo sucio y queso podrido. Estaba luchando contra el sueño, se le cerraban los ojos y se volvía a despertar con una sacudida. Tras una convulsión especialmente brusca se giró hacia el pasillo y les gritó «cabrones» a sus compañeros. El hombre calvo sacó la mano por el hueco entre los asientos y golpeó el hombro de Jokey.

– Tranquilo, Tigre -dijo, y Jokey se quedó dormido, acariciando con el hombro el costado de Maureen.

El conductor que había puesto las bolsas en el maletero subió por las escaleras, que vibraban por el movimiento, ofreciendo bocadillos y tomando nota de las tazas de té. Alguien empezó a jugar con una Game Boy, Maureen reconoció el ruido mecánico, como de un hormigueo. De repente, se dio cuenta de que el ruido salía de su bolsillo. Sacó el busca, preocupada por si Jokey se despertaba.

Su mensaje es:

espero que estés

bien te quiero

Leslie

Al cabo de una hora más o menos, antes de que el olor de Jokey se volviera tan fuerte que no pudo concentrarse más, se había comido todos los pastelitos y había leído el periódico. Miró por la ventana el paisaje oscuro. Estaban subiendo una colina, alejándose de una cañada honda. Estaban tan altos que Maureen perdió la perspectiva, pero entonces sopló el viento y removió la neblina que había debajo. Apareció un viejo camino de animales, paralelo al arroyo, un trazo de lápiz ondulado a los pies de las colinas. En la boca de la cañada había una casa rural abandonada, recuerdo de una época salvaje y solitaria. Vik había ido a despedirla pero estaba contenta de que hubiera llegado tarde. No hubiera sabido qué decirle. Estaba ante el precipicio de su vida, atrapada en un callejón sin salida por las grandes interrogaciones.

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