Denise Mina - Muerte en el Exilio

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Laureen O'Donnell trabaja en la Casa de Acogida para Mujeres de Glasgow, donde conoce a Anne Harris, una chica que llega al centro con dos costillas rotas y en plena batalla contra el alcoholismo. Dos semanas después, el cuerpo de Anne aparece en el río, grotescamente mutilado y envuelto en una manta. Todo apunta a que el marido de Anne es el asesino, pero ¿no puede haber un culpable menos evidente?
Maureen y su amiga Leslie tratan de romper con la indiferencia que rodea el asesinato de Anne, aunque, misteriosamente, Leslie mantiene la boca bien cerrada y no cuenta todo lo que sabe. En un intento por aclarar la confusión en la que se ve sumida su vida, Maureen viaja a Londres. Sin embargo, en lugar de solucionar sus problemas, pronto se verá inmersa en un mundo de violencia y drogadicción.

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De repente, Maureen estaba muy contenta de tener una buena razón para no estar en contacto con Winnie. Su madre había intentado dejar la bebida algunas veces y la familia había vivido algunos de sus momentos más tristes. Maureen recordaba las partidas de cartas con Winnie después del colegio, manteniéndola ocupada hasta la hora de cenar, ayudándola a superar otra media hora de su día infernal. Winnie temblaba como un potrillo cuando tenía el síndrome de abstinencia. No apartaba los ojos de las agujas del reloj y lloraba a medida que pasaban los dolorosos minutos, pensando en que la alternativa era el desasosiego eterno. Nunca aguantaba más de un día, porque en un momento u otro la tenían que dejar sola.

– ¿Cómo se las ha arreglado para mantenerse sobria?

– Ha ido a Alcohólicos Anónimos.

– ¿Con ese gilipollas de Benny?

– No -dijo Liam-. Con él no. Dice que el de Glasgow es enorme, así que puede que nunca se lo encuentre.

Benny había ido al colegio con Maureen y Liam. Había dormido en el suelo de Maureen durante tres meses mientras se recuperaba de su adicción al alcohol y luego la había traicionado de tal manera con respecto a Douglas, que Liam le había roto la mandíbula de un puñetazo. La última vez que alguno de los dos lo había visto, estaba sentado en un hospital con el brazo roto y con la cara morada como una ciruela. Ver a Winnie sobria y la posible reaparición de un amigo traicionero de la infancia eran dos emociones demasiado fuertes para Maureen. Cerró los ojos y tomó la decisión de que no viviría ni hablaría con ninguno de los dos. Como mínimo durante una temporada.

– Me he comprado un busca -dijo ella, orgullosa de sí misma por poder hablar en un tono alegre-. ¿Quieres el número?

– Claro -dijo él, y se lo apuntó-. Entonces, ¿te vas a Londres?

– Dentro de una hora, en el autobús nocturno.

– Por Dios, yo no cogería ese autobús por nada del mundo -dijo Liam, hablando en voz alta para que Lynn lo oyera-. Cuídate mucho por ahí abajo. No menciones el nombre de Hutton a nadie.

Estaba vestida y lista para irse, cuando su mano descolgó el teléfono y marcó el número de Vik. Tenía puesto el contestador.

– Contesta, Vik -dijo-. Por favor, contesta.

Esperó un momento y él no contestó, así que le dijo que esa noche cogía el autobús nocturno hacia Londres y que lo llamaría más tarde y que lo sentía, otra vez, que lo sentía mucho. ¿Por favor, cógelo? Tenía su encendedor. ¿Por favor? Se sintió ridicula y sucia y fea, como si todo lo que Katia pensaba de ella fuera cierto. Cuando colgó vio una rendija negra en la ventana del dormitorio. Michael estaba allí afuera. Levantó su incisivo dedo, preparado para empezar a cortar. Maureen contuvo la respiración y esperó hasta que el pánico desapareció.

Jimmy estaba sentado en la silla, preocupado por lo que le diría a la policía al día siguiente, y acabándose la botella de MadMan, cuando escuchó un ruido en el recibidor.

– Hijo -dijo, levantándose y dirigiéndose hacia la puerta-, ¿te quieres ir a tu cama a dormir?

Alan no estaba en el recibidor. Jimmy miró las escaleras. Tampoco estaba allí. Miró hacia arriba a la puerta de la habitación de los niños y estaba igual de cerrada que cuando había acompañado a Maureen O'Donnell hasta la puerta. Miró hacia abajo. Había un sobre marrón en el suelo, alguien lo había dejado en el buzón. Lo recogió y lo abrió. Sacó las fotografías y las miró. Le habían pegado una buena paliza pero las heridas se le estaban curando. Observó que los moretones eran amarillos y verdes, y no negros como debían haber sido. En una foto llevaba un sombrero de papel hecho con un paquete de Navidad, sentada en una mesa ante una gran cena y con otras cuatro o cinco mujeres, sonriéndole a la cámara. En otra, estaba sentada en un sofá con otra mujer con los dientes estropeados y la nariz chata. En otra, estaba de pie junto al árbol de Navidad con un montón de mujeres y en la pared, detrás de ellas, había una señal colgada que indicaba dónde estaban las salidas de emergencia. Fueron las últimas Navidades de Ann, el día de Navidad en la casa de acogida. Jimmy pasó el dedo por encima de aquella cara tan querida y lloró, dando las gracias otra vez a Maureen O'Donnell por su amabilidad.

26. Autobús nocturno

Leslie cogió a Maureen del brazo y volvieron a la estación de autobuses. Hacía frío y había una neblina sobre la ciudad mientras ellas bajaban la colina. La bolsa de Maureen le golpeaba la espalda cuando cruzaban la calle corriendo.

Los pasajeros del autobús nocturno estaban todos amontonados y congelados en la estación, fumando un cigarro tras otro, intentando acumular suficiente nicotina en su cuerpo para soportar el viaje de siete horas. Aparte de un par de estudiantes bien alimentados y sanos, que podían pasar sin ninguna comodidad, la mayor parte de los pasajeros iban a Londres a buscar trabajo, a hacer algún recado o a visitar a familiares que se habían ido a vivir allí. El grupo de pasajeros que estaban esperando empezó, ante algún estímulo invisible, a coger sus bolsas, a dirigirse hacia la pared de cristal, muriéndose por subir al autobús. Maureen miró a su alrededor y vio que las puertas del autobús todavía estaban cerradas y las luces apagadas. Todos volvieron a dejar sus bolsas en el suelo, encendiendo el último cigarro, volviendo a despedirse por última vez.

El autobús nocturno a Londres era un rito para los habitantes de Glasgow. La mayoría lo probaban una vez, atraídos por el billete de veinte libras, por poder sentarse más anchos y con la promesa de llegar a Londres más frescos que una rosa. Sólo los más pobres o los más desesperados repetían la experiencia dos veces. Maureen lo había hecho en varias ocasiones. Siempre olvidaba lo horroroso que era el viaje hasta que llegaba a la estación, pero con la experiencia había aprendido muchos trucos. El piso de arriba era el más cómodo porque estaba lejos del olor del váter químico y, en general, no hacía tanto frío, con lo que se podía dormir. Normalmente, solían subir los más chiflados pero tardaba más en llenarse, lo que hacía más fácil encontrar y conservar un asiento doble para una sola persona. El asiento doble era el premio gordo: quería decir que podías tumbarte o sentarte cómodo y bajarse del autobús sin que te dolieran todos los huesos del cuerpo.

Se quitó el abrigo y lo metió en una bolsa de plástico, se puso un jersey grueso y cogió el periódico, una botella de Coca-Cola y el paquete de pastelitos de chocolate que Leslie le había comprado. Leslie le puso bien el cuello del jersey a Maureen y la miró con cara de enfadada.

– Llámame. Ten cuidado por ahí abajo, ¿vale?

– Estaré bien, Leslie. No me pongas nerviosa.

Se quedaron juntas de pie, fumando y esperando alguna señal del conductor. Un hombre desgarbado con un uniforme de nailon azul que se paseaba tranquilamente junto al autobús, con la cabeza baja, disimulando que no era consciente de los cuarenta pares de ojos que estaban clavados en él desde el otro lado del cristal como si fuera una pecera de pirañas hambrientas. Se inclinó hacia un lado, abrió el maletero y todos se fueron hacia él, empujándose y peleándose por ser los primeros. Marcó el billete de Maureen, cogió su bolsa y la tiró al hueco con las demás.

– Adiós -dijo Leslie-. Cuídate.

– I.o haré.

Se dieron un fuerte abrazo. Leslie retrocedió, quedándose en la acera delante de la pared de cristal mientras Maureen subía al autobús. Había otro conductor que volvió a marcarle el billete. Era bajo y con la cara muy arrugada de tanto fumar, y a causa de los rayos UVA, el pelo negro permanentado al estilo afro y una dentadura falsa de un color blanco cegador.

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