Denise Mina - Muerte en el Exilio

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Laureen O'Donnell trabaja en la Casa de Acogida para Mujeres de Glasgow, donde conoce a Anne Harris, una chica que llega al centro con dos costillas rotas y en plena batalla contra el alcoholismo. Dos semanas después, el cuerpo de Anne aparece en el río, grotescamente mutilado y envuelto en una manta. Todo apunta a que el marido de Anne es el asesino, pero ¿no puede haber un culpable menos evidente?
Maureen y su amiga Leslie tratan de romper con la indiferencia que rodea el asesinato de Anne, aunque, misteriosamente, Leslie mantiene la boca bien cerrada y no cuenta todo lo que sabe. En un intento por aclarar la confusión en la que se ve sumida su vida, Maureen viaja a Londres. Sin embargo, en lugar de solucionar sus problemas, pronto se verá inmersa en un mundo de violencia y drogadicción.

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– ¿Quién es, papá? -dijo el niño, sin mirar a Leslie o a Maureen. Sólo quería que su padre le dijera que todo estaba bien.

Jimmy abrió los brazos.

– Todo está bien, hijo -dijo, cariñosamente, y el niño corrió hacia él, se subió encima de su rodilla y se agarró con los brazos alrededor del cuello de Jimmy.

Tenía nueve años. La última vez que Maureen lo había visto, estaba actuando como un tipo duro y era demasiado mayor para sentarse en las rodillas de su padre. Lo estaba haciendo por Maureen y Leslie, por si habían venido para hacerle daño a Jimmy. Maureen se lo imaginó sentado en el piso de arriba, escuchando que llamaban a la puerta, intentando escuchar la conversación hasta que la tensión y la preocupación llegaron a su límite y tuvo que bajar y comportarse como un niño de cuatro años. Pensó en su padrastro, George, en la boda de su prima Betsy George se quedó horrorizado cuando descubrió que nadie había sacado nunca a bailar a Maureen. La sacó a la pista y la dejó allí en medio, de pie, mientras él bailaba el vals solo por toda la pista. La hizo sentirse como una niña pequeña, mimada y preciosa, pero no lo era, tenía doce años, pesaba cerca de treinta y ocho quilos y, viéndolo en retrospectiva, debió de ser demoledor para los pies de George. Lo recordaba sudando y resoplando cada vez que levantaba un pie para dar otra vuelta más. Estaba compensándola por la ausencia de Michael, siempre estaba compensando la ausencia de Michael.

Jimmy Harris apagó el cigarro en el platillo y sentó al niño en el regazo.

– ¿Ves a esta señora? -dijo, señalando a Leslie, que estaba apoyada con desgana en la puerta-. Es tu prima Leslie. Leslie, este es Alan.

– Hola, Alan -dijo Leslie, con cara de asco.

– Hola -dijo Alan, olvidándose de que estaba haciendo ver que estaba dormido y levantándose-. Tú ya viniste otro día -le dijo a Maureen. Tenía los mismos dientes que Jimmy-. ¿Ya has encontrado a mi mamá?

Nadie supo qué decirle.

– Todavía no, hijo.

– ¿La encontrarás?

– No lo sé, chico.

Jimmy le dio una palmada en la espalda.

– Venga, deberías estar en la cama. Sube tú solo.

– Quiero que vengas tú -dijo, cogiendo a Jimmy del brazo.

– No, Alan. Ahora estoy hablando con ellas…

– Jimmy -dijo Maureen-. Nosotras nos vamos.

El niño sonrió.

– No -dijo Jimmy-. Ya es mayor para…

– Nos vamos -dijo Maureen-. Tú llévalo arriba.

Se levantó y Leslie se fue hacia la puerta, con muchas ganas de salir de allí. Maureen acarició el pelo rubio del niño.

– Adiós, Alan. Hasta pronto.

Alan no la miró. Estaba agarrado a su padre, con miedo de soltarse. No lo dejó ni salir a despedirse.

– Ya nos veremos, Jimmy -dijo Maureen, mirando hacia el salón, pero Jimmy estaba ocupado tratando de no caerse encima de su hijo.

Maureen cerró la puerta despacio y siguió a Leslie hasta el ascensor. Había corriente de aire en el pasillo y los televisores resonaban tras las puertas de los vecinos. El ascensor ya no olía a orina, pero había quedado un olor muy amargo. AMcM aún era un soplapollas pero Rory T se le había unido en el intento.

– Dios-gruñó Leslie-. Mi madre les dará comida intravenosa cuando los vea. ¿De qué va toda esa historia de «Papá, no vayas a la mina hoy»?

– Cada noche vienen acreedores con amenazas, el crío tiene miedo por lo que pueda pasarle -dijo Maureen, pensando en algo positivo que decir para que Jimmy dejara de parecer el hombre más patético del mundo-. Son una familia muy unida.

– Son una familia muy asustada -la corrigió Leslie-. Ese crío sabe lo que le va a pasar a su padre. Lo sabe mejor que él.

– ¿Vas a entregarle las fotos a la policía?

– No lo sé -dijo Leslie pausadamente, mordiéndose el labio inferior. Se rascó los ojos-. Pero a la primera señal de que es culpable, yo misma iré a Peel Street y se las daré a la policía.

Maureen se rió mientras las puertas del ascensor se abrían en el vestíbulo vacío. Leslie se dirigió hacia la puerta y Maureen la siguió hacia el jardín delantero oscuro y ventoso. Esperó hasta que Leslie hubo sacado la cadena de la moto.

– Uy -dijo, teatralmente-. Me he dejado el encendedor arriba. Tardo un minuto.

Llamó a la puerta muy flojo para que el niño no la oyera. Jimmy estaba contento de ver que era ella, y aún más contento de ver que venía sola.

– ¿Por qué ha vuelto? -le preguntó, con la puerta abierta.

Maureen miró hacia la escalera y vio el pelo revuelto de Alan encima de la baranda del rellano. Le dijo:

– Vuelvo a ser yo.

Alan se levantó y la miró. Tenía los ojos hinchados y cansados.

– Vuelve a la cama, hijo -dijo dulcemente-. No pasa nada. Sólo me he dejado algo.

Jimmy miró hacia arriba, aparentemente sorprendido de que el niño estuviera allí.

– Vete a la cama -dijo, levantando la mano como amenaza-. Venga.

Alan se levantó y volvió a su cuarto, cerrando la puerta con cuidado, para no despertar a sus hermanos. Jimmy la condujo hasta el salón, cerrando la puerta que daba al recibidor para que Alan no los oyera. Maureen se agachó y recogió el encendedor de Vik.

– Jimmy, ¿por qué fuiste a Londres la semana pasada?

Jimmy no contestó.

Ella señaló el sitio en la pared donde había dejado la bolsa.

– Vi tu bolsa con la etiqueta de la compañía aérea.

Jimmy inspiró tembloroso.

– ¿Lo sabe la policía? -susurró.

– No lo sé.

Jimmy se reclinó en la silla, sintiéndose culpable y desenmascarado. Sonrió nervioso.

– Pensé que mi suerte había cambiado.

– ¿Qué hacías allí?

– Alguien dejó un billete de avión por debajo de la puerta -dijo-. Era por la noche. En un sobre. Con una carta. Decía que tenía que ir a un bufete de abogados en Brixton.

– ¿Y por qué fuiste?

La miró, sin acabar de entender la pregunta.

– Era de un abogado -dijo, simplemente, como si fuera tan importante como una orden del Papa.

– ¿Qué te decía?

– Algo de un dinero.

– ¿Qué dinero?

– De una herencia. Alguien se había muerto y me había dejado dinero. Si no iba, no me lo iban a dar.

– ¿Como en las películas? -dijo Maureen, con tristeza.

– Exacto -asintió-. Como en las películas.

Maureen sacó su paquete de tabaco y le ofreció un cigarro, y los encendió con el encendedor de Vik.

– ¿Qué pasó cuando fuiste a la oficina del abogado? -dijo ella.

Jimmy cogió el platillo de detrás de su silla. Sacó un poco de humo e hizo una pausa.

– Fui a la dirección. Era la oficina de un abogado pero no de ese, era otro nombre. Se llamaban así hasta hace un tiempo, pero luego se cambiaron. Ellos no me habían enviado la carta. No había ninguna herencia. Debió de ser una broma de alguien -sonrió nervioso-, pero yo pensé: «Bueno, por lo menos, iré en avión», ya sabes?

– ¿Aún tienes la carta?

– ¿La del abogado?

– Sí.

– Creo que sí. -Rebuscó entre un montón de recibos al lado de la silla-. Tiene que estar por aquí.

Se puso de pie, levantó el cojín de la silla y encontró un sobre con una dirección impresa y sin sello. El membrete rezaba «McCallum and Headie» con un tipo de letra asequible en la mayoría de procesadores de texto. La carta estaba escrita con la misma letra y el papel era de mala calidad. Ni siquiera habían pasado el corrector por el texto: Jimmy tenía que presentarse en la oficina a las 14.00 del jueves o perdería cualquier derecho de reclamación sobre la herencia. Volvió a dejar el cojín en su sitio y se sentó.

– Jimmy. -Maureen estaba sorprendida por su ingenuidad-. ¿En qué estabas pensando cuando te fuiste?

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