Denise Mina - Muerte en el Exilio

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Laureen O'Donnell trabaja en la Casa de Acogida para Mujeres de Glasgow, donde conoce a Anne Harris, una chica que llega al centro con dos costillas rotas y en plena batalla contra el alcoholismo. Dos semanas después, el cuerpo de Anne aparece en el río, grotescamente mutilado y envuelto en una manta. Todo apunta a que el marido de Anne es el asesino, pero ¿no puede haber un culpable menos evidente?
Maureen y su amiga Leslie tratan de romper con la indiferencia que rodea el asesinato de Anne, aunque, misteriosamente, Leslie mantiene la boca bien cerrada y no cuenta todo lo que sabe. En un intento por aclarar la confusión en la que se ve sumida su vida, Maureen viaja a Londres. Sin embargo, en lugar de solucionar sus problemas, pronto se verá inmersa en un mundo de violencia y drogadicción.

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– No sabría diferenciar un buen gaitero de uno malo -le dijo Bunyan a Williams.

– Sí que lo haría -dijo el agente, poniendo orden en el tablón de anuncios que tenían detrás-. Reconocería a un mal gaitero si lo oyese. Inspector McAskill -indicó mirando detrás de ella-, estos son el inspector Williams y la detective Bunyan de la policía de Londres.

McAskill era alto y tenía una cara triste. Les ofreció la mano.

– Hola -dijo, estrechando las suyas con fuerza-. Inspector Hugh McAskill. Lo siento mucho, pero ahora no puedo atenderles. Estamos un poco atareados. ¿Tienen el informe escrito?

– Sí, ¿llegamos muy tarde? -preguntó Bunyan, metiendo las manos en los bolsillos-. Es una lástima.

Williams se hizo cargo de la situación.

– Volveremos mañana por la mañana -dijo-. ¿Estará ocupado?

– No -McAskill sonó solemne-. Vengan hacia las ocho.

Williams asintió.

– Buena suerte con ese caso, entonces.

– Gracias -dijo McAskill-. Nos veremos mañana -dijo, dio media vuelta y desapareció por una doble puerta.

– Estamos arreglados -dijo Bunyan, una vez junto al coche-. Vaya desastre de tío.

– No seas estúpida -dijo Williams, perdiendo la paciencia al abrir el coche-. Ha ocurrido algo o quieren quitárselo de en medio.

Williams se sentó primero y luego Bunyan se sentó a su lado.

– ¿Cómo lo sabes? -dijo ella, sintiéndose ofendida porque la había llamado estúpida.

Williams se dio la vuelta para coger el cinturón y notó que le dolía la espalda al hacer ese movimiento.

– La única razón por la que un inspector estaría demasiado ocupado para tener una reunión a las siete de la tarde y te pediría que volvieras a las ocho de la mañana es porque ha ocurrido algo. Si no, estaría en su casa mirando The Bill, ¿no crees? Por eso estaba tan serio, nos lo estaba diciendo.

– Ya veo -dijo Bunyan-. Vuelve a poner Phil Collins.

El caos reinaba en el salón de James Harris. Tenía cuatro hijos por debajo de los diez años y todos estaban muy nerviosos ante la visita de dos personas de Londres. Los dos mayores estaban saltando en el único sillón de la sala, montando por turnos el respaldo como si fuera un caballo. Los dos pequeños, casi bebés, estaban sentados en el suelo, jugando con los platos de plástico de espagueti, tirándoselos por los pantalones de algodón y por el pelo. James Harris parecía un hombre a punto de estallar.

– ¿Po-déis-de-jar-de-ha-cer-eso? -gritó.

Los dos del sillón bajaron la voz durante dos minutos pero luego volvieron a lo mismo.

– Señor Harris -dijo Williams, notando lo suave que era su acento en comparación con el de Jimmy-, ¿puede decirles que vayan arriba? Necesitamos hacerle unas preguntas sobre su mujer.

La respuesta de Harris fue muy rara. Abrió los ojos rojos tanto como pudo y agitó la cabeza.

– No -murmuró, pero los dos niños del sillón lo habían oído.

– ¿Mamá? -dijo el mayor, saltando del sillón y corriendo hacia ellos en la puerta.

– ¿Mami va a venir pronto? -dijo su hermano, corriendo detrás de él.

Los pequeños dejaron de tirarse espaguetis a la cara y miraron hacia arriba. Williams no podía creérselo. Ese cabrón no les había dicho nada. Bunyan abrió la boca para decir algo pero Williams dio un paso al frente.

– De acuerdo -dijo, vocalizando y hablando con mucha autoridad-. He oído que dibujáis muy bien. -Abrió la libreta y arrancó dos páginas en blanco del final-. Tengo dos hojas de papel. Una para cada uno.

Williams las aguantó encima de la cabeza de los niños y ellos miraron hacia arriba. Cuánto más fuera de su alcance las tenían, más seguros estaban de que dibujar en aquellas páginas era lo que habían estado deseando hacer durante años.

– Lo que quiero ahora -dijo-, es que dos niños tranquilos y silenciosos vayan despacio al otro lado del salón y busquen un bolígrafo cada uno.

Los niños salieron disparados.

– Hacedlo en silencio -les ordenó Williams en voz alta.

Los más pequeños estaban fascinados. La cena ya no les importaba en absoluto, querían hacer lo que hacían los mayores, querían caminar despacio por el salón mirando el suelo. El mayor volvió corriendo con un bolígrafo en la mano.

– ¡Ya tengo uno! -gritó. -Tranquilo -enfatizó Williams. El otro volvió con un rotulador inorado con la punta rota en la mano. Williams les dio el papel, se lo dejó en el suelo delante de ellos.

– Quiero que dibujéis una casa y unos niños jugando. Tomaos el tiempo que haga falta. Podéis empezar.

Los niños se sentaron en el suelo inclinándose sobre su trozo de papel, tan entusiasmados que parecía que era el primer trabajo organizado que hacían en su vida. Williams se giró hacia Harris.

– ¿Cómo lo ha hecho? -dijo Harris, mirando a los niños-. A mí no me hacen ningún caso.

– Señor Harris -dijo Williams, hablando con voz de adulto-, necesitamos hablar con usted y nos gustaría que estuviéramos solos. ¿Los niños van mañana al colegio?

– Sí.

– Bueno, entonces vendremos mañana.

Se dieron la vuelta para marcharse pero Harris sujetó la puerta con la mano, impidiéndoles salir.

– ¿A qué, mmm? -Se mordió el labio-. ¿A qué hora vendrán?

– ¿Sobre las dos? ¿Le va bien?

– Sí, a las dos está bien. -Soltó la puerta-. Hasta mañana.

Williams salió a la galería de cemento pero Bunyan se quedó quieta.

– ¿No deberíamos…? -Señaló hacia el salón.

– ¿Qué pasa? -preguntó Williams, perdiendo la paciencia.

– Los niños están dibujando para ti -dijo Bunyan.

El mayor se levantó, agitando su dibujo y gritando que ya había terminado. Casi provoca una pelea al pisar el dibujo de su hermano cuando corría hacia la puerta y se lo daba a Bunyan. Había dibujado una casa con un tejado y un niño que saludaba desde la ventana del segundo piso.

– Es precioso -dijo Bunyan, canturreando con esa voz indulgente con la que debía hablarle a su hija de tres años-. Nos está saludando, ¿verdad?

– Sí.

Su hermano menor lo siguió y le dio a ella un papel llenó de líneas moradas.

– Yo lo he dibujado con color -dijo.

– Este es muy bonito -dijo embobada-. Mira qué casa tan bonita. Me encantaría vivir ahí.

– Nos vamos -dijo Williams, muy seco.

Bunyan no tuvo más opción que seguirlo, saludando a los niños, que estaban en pijama en la fría galería. El olor a orina era asqueroso.

– Dios -dijo Bunyan, mientras veía los dibujos-. Pobrecitos.

– ¿Por qué no les habrá dicho a sus hijos que su madre está muerta?

– Culpabilidad -dijo Bunyan y Williams asintió-. ¿Dónde aprendiste a tratar así a los niños?

– Era profesor -dijo Williams-, antes de ponerme a perseguir criminales.

Bunyan pensó que todo encajaba. Williams nunca escuchaba a nadie y también era un mandón.

25. Alan

El viento empezó a soplar con más fuerza en la estación de autobuses, deslizándose por las calles hasta llegar a converger en la zona de espera delante de la ventanilla de los billetes. La estación era un recinto de cemento rodeado por una pared de ladrillos muy alta. Hasta hacía pocas semanas, era un rincón abandonado de la ciudad. El desarrollo había empezado hacía algunos años pero ya se habían construido un centro comercial, un párking con muchas plantas y una sala de conciertos. También habían reformado las paradas de autobuses. Todas las paradas se habían cerrado con paredes de cristal, diseñadas para evitar que los peatones se paseasen por delante de los autobuses de dos pisos. También se había redecorado el punto de venta de los billetes y se comentaba que las reformas habían costado una fortuna y, sin embargo, la estación aún era bastante deprimente. La mayor parte de los pasajeros eran lo suficientemente pobres como para pagarse solamente un paquete de tabaco, y el nuevo habitáculo era una zona permitida para fumadores. Así que, las personas que iban a coger el autobús tenían que esperarse fuera de la recién estrenada estructura, manteniéndola en condiciones para recibir a dignatarios.

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