– ¿Las dos?
– Sí -dijo Leslie.
– Sí -dijo Maureen, rezando para que la soltase.
– Bien -dijo Maxine, soltando la barbilla de Maureen-. Buen trabajo. Necesitamos las casas. -Se quedó quieta y dejó el pincel, cogió un lápiz-. Su marido nunca le pegó.
– ¿Fue Toner?
– En cierto modo. -Se paró y le levantó la mandíbula-. No -dijo-. No fue Toner pero tampoco fue su marido.
– ¿Cómo lo sabes? -preguntó Leslie.
– La gente habla, ya sabes.
– Verás -dijo Maureen-, la policía va a arrestar a su marido. Está criando a cuatro hijos y si le encierran tendrán que irse con la asistenta social.
Maxine empezó a pintarle los labios a Maureen con un pincel seco.
– Hay cosas peores que crecer en un orfanato -dijo pausadamente, siendo brusca, apretando fuerte los labios de Maureen. Dejó el pincel y recuperó la compostura, cogió una barra de labios y la sostuvo enfrente de la cara de Maureen.
– Estoy usando «Melocotón Fiesta» por el color de tu piel -dijo, en tono de amenaza-. Combinará con el azul de los ojos y resaltará la boca.
– No queremos hacerte ningún daño -dijo Leslie-. Sólo que sería una lástima si va a la cárcel…
Maxine miró a Leslie, clavando sus ojos en los de ella y haciéndola callar. Maureen no había visto nunca a nadie hacer eso. Terminó de pintarle los labios con Melocotón Fiesta y retrocedió sin ofrecerle un espejo.
– ¿Aún quieres el limpiador maximizante?
– Sí -dijo Maureen con timidez-. Has dicho que la gente habla, ¿saben dónde están las casas de acogida?
Maxine se lo pensó.
– Algunas personas, sí.
– ¿Tú lo sabes?
– ¿Por qué tendría que saberlo?
Era tan obvio que sabía la dirección por habérsela escuchado decir a Senga que ni Leslie ni Maureen se molestaron en contradecirla. Maxine torció el gesto por el código de barras de la crema, con cara de culpabilidad y de cansada. Marcó el precio y cogió la tarjeta de crédito de Maureen.
– Esa Polaroid -dijo, mirando la pantalla de la caja, esperando la autorización de la cuenta-, quemadla o algo así. No vayáis por ahí enseñándola.
– ¿Por qué? -preguntó Maureen.
– No lo hagáis.
Un vendedor del Big Issue miró con cara de lástima a Maureen cuando salían por las puertas de la tienda.
– ¿Cómo estoy? -preguntó Maureen.
– Como un mono enfadado camino de la discoteca -dijo Leslie-. No, no te lo quites, déjatelo, deja que Liam se ría un poco.
Liam se asomó por la ventana del segundo piso mientras la lluvia les resbalaba por los hombros y les empapaba el pelo. Hizo un gesto como si no las reconociera y se giró hacia la habitación, para reírse de sus gracias con alguien antes de desaparecer. Los vieron a través de la puerta de cristal, bajando la escalera y dirigiéndose lentamente hacia ellas. Abrió la puerta y se sacó el cigarro de la boca.
– ¡Por Dios! -dijo, mirando la cara de Maureen-. ¿Qué te ha pasado?
– Se ha caído en un mostrador de maquillaje -dijo Leslie.
Liam colgó en unas perchas los abrigos empapados, dejando que goteasen en el suelo. En el recibidor hacía mucho frío; no podía pagar la instalación de la calefacción central, y como había quitado la separación al pie de la escalera, se había creado un espacio en el que las corrientes de aire helaban el corazón de la casa.
– Bueno -dijo-. Arriba tenéis toallas y jerséis. Hay té hecho. Mauri, trae dos tazas de la cocina.
– ¿Puedo coger bizcochos? -dijo esperanzada.
Liam puso los ojos en blanco.
– Vale.
Maureen se fue a la cocina y Leslie siguió a Liam hasta el segundo piso. Liam era el único hombre que Maureen conocía que compraba unos bizcochos deliciosos. Eran de jengibre y estaban recubiertos de azúcar y rellenos de mermelada, conocidos por el nombre alemán de Lowestoft. Además, era el único humano que conocía que podía tener unos bizcochos como esos en casa y dejar que se pusieran duros. Maureen, preocupada por aquel derroche potencial, había decidido que su misión era acabarse el paquete cada vez que iba a casa de su hermano.
La cocina era pequeña y sólo tenía lo básico, con una ventana que vibraba y que daba a un jardín largo y estrecho, muy descuidado. Liam no había hecho nada en la cocina, sólo la había fregado de arriba abajo con jabón. La nevera era muy vieja y el motor hacía tanto ruido que hacía vibrar el suelo. Si se dejaban algo en la encimera o en la mesa por la noche, poco a poco se iría desplazando hacia el límite y caería al suelo. Maureen se lavó la cara en el fregadero, observando cómo el agua lechosa color naranja se arremolinaba y colaba por el ajado fregadero Belfast. Quería irse a casa con Vik, que las cosas funcionasen entre ellos y que él no la hubiese hecho enfrentarse a su futuro. Se secó la cara, cogió dos tazas y los bizcochos antes de subir al piso de arriba.
El cuarto que quedaba enfrente de las escaleras había sido el refugio de Liam cuando era traficante. Era una habitación con el techo alto y dos ventanas de guillotina que llegaban hasta el suelo, que era de madera, y con las paredes pintadas de azul claro. En otra época, el cuarto había estado casi vacío pero ahora estaba abarrotada de muebles, como el escritorio, un tocador, sus dos sillas preferidas y su sofá Corbusier. Hacía más frío dentro de la habitación que fuera, por eso Liam tenía una caja llena de jerséis de segunda mano por si alguien quería sentarse allí en invierno. Liam y Leslie estaban riéndose a carcajadas y una voz familiar gritaba más que ellos.
– Y tenía una pala de derribar con la foto de Tammy Wynette dibujada.
Maureen entró en la habitación y vio a la persona que estaba contando la historia. Lynn estaba sentada en un sillón verde esmeralda debajo de la ventana y llevaba un jersey de lana rojo por encima de su ropa.
– ¡Lynn!
– Mauri. -Lynn sonrió y se levantó, cruzando la habitación corriendo como una niña, levantando mucho las piernas, para darle un beso-. ¿Cómo estás?
– Voy tirando -dijo Maureen, cogiendo el jersey marrón que Liam le tiró-. No estarás saliendo otra vez con este, ¿verdad?
– Bueno. -Lynn bajó los párpados y sonrió coqueta hacia Liam-. Puede.
Se sentó otra vez en el sillón, disfrutando de la mirada de Liam clavada en su pequeño cuerpo.
Maureen, avergonzada de presenciar una intimidad tan gráfica, se puso el jersey y Leslie se encargó de llenar las dos tazas con la jarra de té que estaba en el suelo. Se sentaron acurrucadas en el sofá Corbusier, muy juntas, compartiendo los extremos de la misma toalla para secarse el pelo.
– ¿En qué pensabas? -dijo Maureen, secándose el pelo con la toalla.
– Verás, Mauri. -Lynn se echó hacia atrás en la silla-. Soy una chica escocesa chapada a la antigua y creo que la compasión y el miedo constituyen una base muy sana en una relación.
Sonrió y Liam se sintió tan ofendido como una monja novicia en Amsterdam.
– No te rías de nuestro amor -dijo Liam solemnemente, y Lynn se rió con socarronería desde su rincón.
Lynn era la primera chica con la que Liam había salido. Se habían conocido en la discoteca de Hillhead, en la fiesta de Navidad, cuando tenían catorce años. Lynn era de una zona pobre de Shettleston, ni siquiera iba a la escuela: sólo había ido al baile para evitar que nadie se metiera con su prima bizca, Mary Ann McGuire. Lynn entró en el vestíbulo, la melena negra brillante se balanceaba sobre los hombros de su mini-vestido de seda verde. Liam, aterrorizado por si alguien se le adelantaba, corrió hacia ella y se quedó en blanco. Se quedó de pie delante de ella, asombrado por su piel opalescente y sus ojos negros, sofocado como un pez cuando se ahoga. Cualquier otra chica se habría reído de él y le habría roto el corazón, pero Lynn lo cogió de la mano y lo llevó hasta la pista, sujetándola suavemente mientras bailaban juntos, separados, juntos, separados, paralizados el uno por el otro. Kylie Minogue y Jason Donovan estaban cantando Especially For You y los grupos de chicos maldecían a Liam O'Donnell por la suerte que tenía. Nadie volvió a meterse con Mary Ann McGuire. Estuvieron juntos seis años pero a Lynn no le gustaban las drogas y no podía soportar los enfados de Liam. Dijo que era demasiado joven y que quería pasárselo bien y mirar la televisión sin tener a un loco gritándole a las noticias. Habían pasado dos años desde que Lynn cortó con él y un año y medio desde que Liam había empezado a salir con la pobre y sosa de Maggie, con el culo perfecto y esa voz susurrante a lo Marilyn Monroe que hacía que los hombres quisieran besarla y las mujeres quisieran darle un puñetazo.
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