Denise Mina - Muerte en el Exilio

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Laureen O'Donnell trabaja en la Casa de Acogida para Mujeres de Glasgow, donde conoce a Anne Harris, una chica que llega al centro con dos costillas rotas y en plena batalla contra el alcoholismo. Dos semanas después, el cuerpo de Anne aparece en el río, grotescamente mutilado y envuelto en una manta. Todo apunta a que el marido de Anne es el asesino, pero ¿no puede haber un culpable menos evidente?
Maureen y su amiga Leslie tratan de romper con la indiferencia que rodea el asesinato de Anne, aunque, misteriosamente, Leslie mantiene la boca bien cerrada y no cuenta todo lo que sabe. En un intento por aclarar la confusión en la que se ve sumida su vida, Maureen viaja a Londres. Sin embargo, en lugar de solucionar sus problemas, pronto se verá inmersa en un mundo de violencia y drogadicción.

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– Yo no he dicho que la conociera, ¿o sí?

Sin embargo, Maxine la conocía. Las miró, retándolas a contradecirla. Maureen sacó la Polaroid del pequeño John y el hombre con el abrigo de piel de camello.

– ¿Y qué hay de este tipo, lo conoce?

Maxine estaba repasando con la vista por encima del hombro de Maureen toda la planta baja.

– El director está ahí -dijo, sin mover los labios-. No puedo hablar con las clientas, una de ustedes tendrá que sentarse.

Leslie empujó a Maureen hacia la silla blanca y ésta se encontró mirando directamente a una luz halógena empotrada en una estantería. Maxine reclinó la silla con un pedal y siguió de reojo al director, observándolo deslizarse por toda la tienda. Colocó un par de pañuelos de papel en el cuello de Maureen para no mancharle el abrigo y empezó a mover las manos por su cara.

– El director es un pesado -dijo, trazando líneas sobre los ojos y labios de Maureen, dibujando círculos en las mejillas-. A la chica que estáis buscando, yo no la conozco.

Maureen decidió no insistir.

– ¿Conoces al tipo de la Polaroid? -preguntó, tratando de sentarse derecha.

Maxine apretó los delgados labios, molesta.

– No te muevas -dijo.

Maureen hizo lo que le decían y Maxine cogió una botella blanca de debajo del mostrador. Empezó a extender crema en la frente y las mejillas de Maureen, retirándola con pañuelos mientras se inclinaba sobre Maureen y le susurraba agresiva:

– Si me meto en un lío, me echan, ¿vale?

A Maureen le daba miedo tener a Maxine tan cerca de sus ojos.

Un hombre joven, con la cara marcada de viruelas y un traje negro se apoyó en el mostrador. Tendría unos veinte años, los mismos que Maxine.

– Buenos días, señoras -dijo, con un insultante acento nasal de Edimburgo-. ¿La están maquillando?

– Sí -dijo Leslie.

– ¿Está disfrutando de la experiencia?

– Sí -dijo Maureen-, mucho.

– Buen trabajo, Maxine, buen trabajo.

Se levantó y se fue, mirando a izquierda y a derecha, jugando con las llaves que llevaba colgadas del cinturón.

– Vaya un gilipollas -dijo Leslie.

Maxine suspiró.

– Le mataría, ¿sabéis?

Lo dijo como si nada, mientras retiraba la crema del cuello de Maureen. Maureen y Leslie estaban demasiado asustadas como para preguntarle qué quería decir.

– ¿Dónde aprendiste a hacer eso? -preguntó Maureen, con los ojos casi cerrados ante la luz tan brillante que tenía enfrente-. Lo haces muy bien.

– Te hacen hacer un cursillo de una semana y ahí aprendes todos los secretos.

– ¿Es un buen trabajo?

– Es un buen trabajo para mí -dijo Maxine-. Estoy embarazada otra vez y no puedo estar de aquí para allá. Siempre puedes trabajar en un sitio como este si eres responsable.

– Oh -dijo Leslie-. ¿Estás embarazada? Felicidades.

Por alguna razón, Leslie no le caía demasiado bien a Maxine. Se sintió ofendida por los buenos deseos de Leslie y dejó de limpiarle la piel a Maureen para poner la lengua contra la mejilla y mirar fijamente a Leslie. Maureen se estaba quedando ciega con aquella luz, y la visión de los grandes orificios nasales de Maxine se intercalaba con algunas manchas blancas brillantes.

– Esta crema que te he puesto -dijo Maxine, cuando se giró hacia Maureen-, contiene un producto especial que abre los poros y los deja transpirar. -Ilustró el efecto, girando las manos hacia fuera-. Y luego contrae la piel -giró las manos hacia dentro-, para protegerla de la polución.

– Es una sensación fantástica -dijo Maureen, que era amable con cualquier mujer capaz de matar a su jefe por ser un completo estorbo.

– Es bastante cara -avisó Maxine, acercando botellas de base de maquillaje a la cara de Maureen para escoger el color más adecuado.

– ¿Cuánto vale? -dijo Maureen, que tenía una debilidad por los productos cosméticos que prometían efectos milagrosos.

– Treinta y dos libras.

– Bueno, tengo suficiente, dame una botella.

– De acuerdo -dijo Maxine, muy contenta, dejando entrever que el trabajo se basaba en la comisión. Se giró para coger una botella de la estantería y Leslie puso cara de asustada mientras no la veía. Maxine puso la botella en una bolsa y la dejó encima del mostrador para obligar a Maureen a quedársela incluso si cambiaba de idea. Había decidido que Maureen era una taza llena de dinero y no dejaría de hablar maravillas de los productos.

– Es cremosa, cremosa, cremosa, y dura desde primera hora de la mañana hasta la noche sin tener que retocarla. Eso es lo increíble de esta base. -Embadurnó la cara de Maureen con una esponja cubierta de crema de color, golpeándola suavemente por debajo de la barbilla-. Es el error que cometen la mayoría de las mujeres cuando se aplican la base, no la extienden por el cuello, y les queda la cara como una máscara. -Se sonrió-. Todas hemos visto a alguien con la cara así.

Maxine acompañó a su novio traficante al juicio y había sido capaz de matar a su jefe, sin embargo, todo el mundo tiene unas reglas y ella nunca cometería el delito de llevar el maquillaje mal aplicado. Maureen entrecerró los ojos, intentando mirarla.

– Maxine, ¿conoces a Senga?

– Sí, conozco a Senga. ¿Nariz chata?

Maureen asintió.

– Sí -dijo Maxine-. Pobre Senga, era una chica que no estaba mal. Iba al colegio con mi hermana. Viene por aquí algunas veces. Es vergonzoso lo que ese tipo le hizo en la cara.

Leslie trasladó el peso sobre la otra pierna.

– ¿Quién es el hombre de la Polaroid? -dijo-. ¿Es el novio de Ann?

Maxine centró su atención en los ojos de Maureen, revisando las pestañas para el maquillaje.

– Os lo dirá cualquiera. Se llama Frank Toner. Es un tipo duro. Vive en Londres. ¿Llevas rímel?

– Sí.

– Te lo sacaré y te dejaré probar el nuestro. Realmente riza las pestañas. Tienes unos ojos azules preciosos, te pondré este -cogió una sombra de ojos de un color azul intenso- para hacer resaltar el color de los ojos. Los ojos son realmente tu punto fuerte. Deberías sacarles más partido.

Leslie se inclinó, haciendo ver que miraba la cara de Maureen.

– ¿Toner era el novio de Ann? -repitió.

Maxine empezó a aplicarle el pastoso rímel negro y a Maureen le pareció que le estiraban las pestañas por encima de la cabeza. Soltó un pequeño grito y cerró los ojos, muy asustada.

– Te costará un poco acostumbrarte -le dijo Maxine-. No creo que sea su novio, no. Pero -entonces hizo una pausa y miró la caja con las sombras de ojos-, puede que sí lo sea. No lo sé, de verdad.

– ¿Viene a Glasgow a menudo?

– ¿Y por qué tendría que saberlo yo?

– ¿Viene o no?

– No lo creo.

Maxine le peinó las cejas a Maureen y le aplicó la sombra de ojos, difuminándola sobre la piel con un pequeño pincel.

Estaban apiñadas sobre la cara de Maureen en un grupo de maquillaje, pintándola mientras ella se quedaba ciega. Pensó que ya había sido suficientemente paciente.

– ¿Con quién sale, ese Toner?

A Maxine no le gustó nada esa pregunta. Se fue al mostrador y jugueteó un poco con sus pinceles. Cuando volvió parecía realmente enfadada.

– Maxine -dijo Maureen-, Ann está muerta.

– Ya, y vosotras sois polis -dijo Maxine.

– No. -Maureen intentó sentarse recta pero Maxine la echó hacia atrás sujetándole la barbilla con una mano-. Trabajamos en las Casas de Acogida Hogar Seguro. Ann estuvo allí después de que le hicieran la foto. Dijo que su marido le había pegado.

Maxine se aclaró la garganta.

– Así que trabajáis allí. ¿En las casas de acogida para mujeres?

– Sí. -Maureen intentó asentir pero Maxine tenía la barbilla muy bien agarrada, como si estuviera reteniendo la cabeza de Maureen como rehén.

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