Denise Mina - Muerte en el Exilio

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Laureen O'Donnell trabaja en la Casa de Acogida para Mujeres de Glasgow, donde conoce a Anne Harris, una chica que llega al centro con dos costillas rotas y en plena batalla contra el alcoholismo. Dos semanas después, el cuerpo de Anne aparece en el río, grotescamente mutilado y envuelto en una manta. Todo apunta a que el marido de Anne es el asesino, pero ¿no puede haber un culpable menos evidente?
Maureen y su amiga Leslie tratan de romper con la indiferencia que rodea el asesinato de Anne, aunque, misteriosamente, Leslie mantiene la boca bien cerrada y no cuenta todo lo que sabe. En un intento por aclarar la confusión en la que se ve sumida su vida, Maureen viaja a Londres. Sin embargo, en lugar de solucionar sus problemas, pronto se verá inmersa en un mundo de violencia y drogadicción.

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– Vale. -Vik retrocedió-. Buenas noches. -Dio media vuelta y se fue hacia el coche.

– Vik, por favor. -Lo siguió y descubrió que era presa del pánico-. Tengo mil cosas en la cabeza, la mitad del tiempo no sé lo que hago y cuando Katia me dijo que estuvo saliendo contigo…

– De eso hace un siglo.

– Ella me dijo que fue hace un mes, cuando nosotros empezamos a salir. -Hizo una pausa y se miró los pies-. No me hizo demasiada gracia.

– Lo de Katia fue hace dos meses -dijo, ofendido-. Y sólo la vi durante tres días. -Tenía la mano en el tirador de la puerta, listo para irse.

– Por favor. -Maureen miró hacia otro lado, no quería ver su cara mientras ella decía aquello-. Sube y bébete la botella de vino conmigo, deja que te lo explique. Como mínimo, deja que te lo explique. No quiero que te vayas sintiéndote mal.

Vik dudó un segundo y Maureen vio que su pulgar apretaba el botón del tirador.

– ¿Sabes?, no soy un completo idiota. Sé lo que está pasando.

– Ya, ya lo sé.

Soltó el tirador y se levantó, mirándola.

– ¿Qué quieres decir con que tienes mil cosas en la cabeza?

Maureen intentó sonreír pero no funcionó y lo dejó correr.

– ¿En qué piensas? -le preguntó él.

Maureen miró hacia Ruchill, recordando la ventana salpicada de sangre y las uñas rascando el cristal.

– A veces -dijo, y se calló-. Vik, ¿crees que la vida es justa?

– Pero ¿de qué coño hablas?

– ¿Crees que las cosas buenas le pasan a la gente buena? ¿Crees que tu vida es la que te mereces?

Vik sonrió, nervioso.

– No -dijo-. En realidad, no.

– A veces pienso que todos estos esfuerzos no tienen ningún sentido. La vida sólo es una serie de humillaciones desalentadoras, entonces, ¿por qué preocuparse? -Lo miró-. ¿No te sientes así alguna vez?

– ¿Lo ves? -La señaló con el dedo-. Es exactamente por eso por lo que creo que no deberíamos estar juntos.

– ¿El qué?

– Eso. Te quedas atascada en las grandes cuestiones, Maureen. Sólo hablas de política, verdad, belleza o justicia. -Cogió un mechón rizado que ella tenía encima de la mejilla y se lo puso detrás de la oreja-. Sólo tienes veinticuatro años, por Dios, sé feliz. Haz algo, un hobby, no sé.

– Vale -dijo indignada, como si él no hubiera estado escuchando todo lo que le había dicho-. Y a ti sólo te gusta beber y tocar música en apestosos clubes de mala muerte…

– ¿Y a ti qué te gusta?

Abrió la boca para decir algo. La volvió a cerrar. Era una pregunta difícil. Le gustaba el whisky. Y estar en casa, sola. Y la comida frita. Le solía gustar el arte.

– ¿Ves? No te gusta nada. -Una gota de lluvia lechosa resbaló por el pelo de Vik y fue a parar a la frente de Maureen. Vik olía bien, a naranjas o algo así. Maureen levantó la mirada y en la distancia vio una sonrisa dibujada en sus ojos, seguían cayendo gotas de su barbilla en las solapas de su chaqueta de piel buena.

– Gracias por las flores y el vino.

Su cara amable dibujó una sonrisa.

– Bah, no hay de qué.

– ¿Vas a subir?

Miró a la tienda oscura y vacía del señor Padda y se lo pensó.

– De acuerdo.

Vik cerró el coche con llave y subieron por las escaleras hasta el último piso, riendo y corriendo por los rellanos porque era tarde y no deberían hacer tanto ruido. Maureen estaba intentando encontrar la llave de su casa y apartando a Vik cuando la puerta de enfrente se abrió. Su vecino, Jim Maliano, estaba de pie en el umbral de la puerta con su peculiar aspecto, llevaba una bata imperial morada y unas zapatillas color burdeos con las puntas bordadas. Habitualmente, Maliano se peinaba los pelos de la nuca hacia arriba, hacia la coronilla. Era un intento inútil de los hombres para disimular la calvicie, pero Maliano no era calvo y la razón por la cual llevaba el pelo de aquel modo era motivo de especulación para Maureen. Era obvio que estaba en la cama cuando los oyó en el rellano y el recurso se le había pegado a la almohada. Tres mechones de pelo, tieso como si fueran plumas, temblaban mientras hablaba.

– ¿Podéis hacer menos ruido? -dijo, susurrando en voz alta-. Hay gente mayor en este rellano, enfermos.

– Lo siento, Jim -dijo Maureen, conteniéndose la risa.

Jim miró a Vik, esperando una presentación, pero Maureen no estaba de humor para seguirle la corriente.

– Buenas noches, Jim.

Jim la volvió a mirar y cerró la puerta despacio.

– Buenas noches, Jim -dijo Maureen, hablando con la puerta.

Lo oyeron alejarse por el recibidor de puntillas. El salón estaba hecho un desastre y olía a ceniza y a cigarros quemados. Vik abrió la botella de vino que había dejado allí la noche anterior, pero a Maureen no le apetecía y se preparó una taza de té. Se sentaron en el salón y Vik aprovechó la ventana de honestidad para mirar los discos que tenía, criticando los peores y asintiendo con aprobación ante los buenos. Maureen nunca había entendido la obsesión de los hombres por la música y por coleccionar discos. Liam había pasado esa época durante su adolescencia, coleccionaba los discos de dance menos conocidos que encontraba, los escuchaba una vez y luego alardeaba de ellos en las fiestas. A ella le gustaba una buena melodía pero escuchaba las mismas canciones una y otra vez hasta que se aburría de ellas, ni siquiera podía recordar el nombre de tres estrellas del pop.

Estaba sentada en el sofá, observando a Vik mientras repasaba los discos de vinilo, intentando no pensar en Mark Doyle, cuando sus ojos se detuvieron en un montón de opio del tamaño de un guisante.

– ¿De dónde coño lo has sacado? Yo no encuentro por ningún sitio.

– Mi hermano se lo dejó por equivocación. ¿Quieres que líe uno?

– Mejor que no, volverá a buscarlo. Ahora es como semillas de oro.

– ¡Qué va! Él tiene un paquete muy grande.

Vik no se habría sorprendido más si el hermano de Maureen hubiera sido Howard Marks. Estaba de cuclillas en el suelo, oliéndolo para asegurarse de que no era un trozo de terrón de azúcar sucio, cuando de repente Maureen vio a Mark Doyle haciéndose una paja encima de la espalda de su hermana muerta. Frunció fuerte el ceño, cerró los ojos y se los rascó para volver a la realidad.

– Vale -dijo Vik dándole el opio con el encendedor de su grupo-. Líalo.

El grupo de Vik se reunió y le regaló un encendedor plano, ovalado y cromado por su cumpleaños. Era una forma muy agradable y se adaptaba perfectamente a la palma de la mano. El grupo había echado a perder el diseño grabando en una lateral «larguémonos con el rock a otra parte» refiriéndose a un disco de calidad dudosa que habían encontrado en la colección particular de Vik.

No había encendido la calefacción en todo el día, así que Maureen sacó el edredón de la habitación y se sentaron en los dos extremos del sofá, uno enfrente del otro con las piernas enredadas, manteniendo el calor, fumando semillas de oro y escuchando a Herb Alpert y los Tijuana Brass. Maureen observaba cómo Vik se bebía el vino a sorbos, y sabía que cuando fuera por el segundo vaso ya habría bebido demasiado para conducir y tendría que quedarse.

– ¿En serio crees que te engañaría con Katia?

– Dijo que había pasado hacía un mes.

– Katia es una buscona. Quiere salir conmigo porque soy asiático y porque toco en un grupo. Salió con el que toca el bajo un par de semanas y cuando él la dejó, seguía viniendo a los conciertos, me acosaba. -Le pasó el porro a Maureen.

Dio una calada y sintió el cosquilleo que le arañaba la garganta, la cálida sensación en la barriga y los efectos somnolientos.

– Debiste de darle alguna esperanza -dijo Maureen-. Saliste con ella.

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